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OPINIÓN

Por qué los británicos lloramos la muerte de la reina

Columnista de The Guardian —

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El dolor es genuino. La admiración por la mujer que ha sido un emblema de Reino Unido durante tantas décadas es profundamente sincera. Apreciaremos el enorme cuidado que tuvo, en esta época tan díscola, para no tomar partido, ni expresar una opinión, ni profundizar las grietas que tanto dividen a nuestro país. Toda nación necesita un referente y, por muy perversa que sea la casualidad de haber nacido en ese papel, ella se desempeñó con notable habilidad y dignidad.

Qué oportuno que muriera justo después de haber cumplido con su última y más importante función constitucional: el nombramiento de un primer ministro (su decimoquinto). Muchos se alegrarán de que haya vivido para ver los últimos vítores de su Jubileo de Platino. No hay tragedia en la muerte de una mujer de 96 años que siguió adelante hasta el último momento. ¿No es así como todos deseamos partir?

Nunca la conocimos, oculta como estaba tras la distante fachada de la realeza. Pero cada uno podía imaginarla como quisiera. Muchos han medido los acontecimientos en sus familias -los nacimientos, los matrimonios y las muertes, el crecimiento de sus hijos, el fallecimiento de sus abuelas- tomando como referencia esos acontecimientos reales. Muchos se han preguntado cómo manejaba a sus problemáticos hijos, con sus numerosos divorcios y escándalos. Algunas familias vieron sus propios culebrones reflejados en la familia real.

El dolor que la gente sentirá se deberá a todas esas pérdidas y cambios en sus propias familias a lo largo de los años. Cuando mi madre era niña, vio a la reina cuando era una bebé alzada en brazos en el palacio de Windsor para que todos la vieran. Recuerdo vagamente haber estado en un parque una fría y nebulosa madrugada, esperando el funeral de su padre. La primera vez que vi la televisión fue en casa de un amigo para ver la coronación. A mis hijos y a mí casi nos aplastaron mientras veíamos los fuegos artificiales en Hyde Park durante la noche anterior a la boda de Carlos y Diana. Seamos monárquicos o no, sus idas y venidas resuenan en nuestras propias vidas.

También habrá dolor por la desaparición de una época, o de muchas épocas, una tras otra, ya que ha estado tanto tiempo en el trono. El paso del tiempo nos pone melancólicos: también nos afligimos por nosotros mismos. La nebulosa noción de una “época Isabelina” supone una marca en nuestra historia personal y nacional.

Ella fue el último vínculo con la guerra, como mostraban esas fotos suyas en uniforme. Su repetición de la frase “nos volveremos a encontrar” en el mensaje televisado a raíz de la COVID-19 fue una conmovedora elegía para aquellos días de guerra y una mentalidad más comunitaria. Su reinado supuso el fin del imperio, esos bloques rosados del planisferio que aparecían en mi viejo libro de geografía. La Commonwealth, ese curioso remanente al que se aferró con tenacidad, es hoy lo único que queda.

Nadie estará a su altura

Sin duda, seremos testigos de un luto público a escala épica y de una devoción al misticismo de la monarquía por parte de la BBC. Las cámaras buscarán entre la multitud a los llorones más profusos. Pero sospecho que el verdadero estado de ánimo es un sentimiento más personal, vinculado a recuerdos familiares y a la transmisión de historias, tanto privadas como públicas.

Los reinados son hitos en nuestras vidas: Shakespeare hizo que la gente de a pie marcara sus propios recuerdos como de la época de tal o cual rey. Cada uno tiene su propio patriotismo, su propia forma de expresar su amor al hogar, sus propias razones para deleitarse con mil aspectos de este país. La reina Isabel, por abarcar tanto tiempo como la mayoría de la gente puede recordar, reivindica un sentido de país que puede no ser igualado en el futuro.

Hizo todo lo que tenía que hacer. Lo más importante para ella fue pasar la corona a los tres siguientes reyes, bien adentrados hacia el futuro lejano en la línea de sucesión. Dirigió con habilidad su díscola “empresa” familiar a lo largo de 70 años de cambios y tumultos. Ahora, al grito de “¡Vivat rex!” [Larga vida a la reina], no ha habido ni una fracción de segundo tras su último aliento para que nadie se plantee asumir esa responsabilidad. Así fue como Isabel lo planeó, por eso nunca abdicó para retirarse durante su vejez.

La magia de la majestad está en su destino divino. Dejad entrar en juego la posibilidad de elegir y todo estará perdido. Reinó tan bien que nunca hubo un momento en el que el pueblo, si se le hubiese dado la oportunidad, hubiese elegido a alguien más que a ella. “Imposible que quien venga después de ella esté a su altura”, opinó un comentarista de la realeza a BBC News. Seguro que no lo dijo literalmente, pero podría tener razón.

Traducción de Julián Cnochaert.