Opinión

El debate sobre la caricatura de Serena Williams: decir que es racismo no es lo mismo que censurar

Hay una cosa aún más condenable que la viñeta racista de Serena Williams publicada a principios de esta semana por el periódico The Herald Sun de Melbourne y es la forma en que el diario está reaccionando ahora que lo acusan de racismo. Y no es poco decir, porque la caricatura es mala. Tan mala como la Hattie McDaniel de Lo que el viento se llevó, o como la Mammy Two Shoes que en los dibujos de Tom y Jerry salía a los algodonales a comer sandía con Topsy, o como el personaje de la mujer negra en la publicidad de los crepes Aunt Jemima. Es tan mala como una conversación entre Donald Trump, Boris Johnson, Pauline Hanson y Jeremy Clarkson tras haberse bebido una botella de whisky viendo el documental de Katie Hopkins sobre los agricultores blancos de Sudáfrica.

En la caricatura, el cabello de Williams hace las funciones de voluminoso, protuberante y desmesurado marco para una lengua que mide más que sus rodillas y para una aplanada y vasta nariz en la que la distancia entre las fosas nasales es similar al tamaño del hombro. No es una caricatura de Williams, cuyos labios, nariz y lengua no son especialmente pronunciados y rara vez, por no decir nunca, se mencionan. Es una caricatura de los negros, y concretamente de las mujeres negras, que sobrepasó todo el proceso de edición y control del periódico como si el Siglo XX nunca hubiera existido. Por no hablar de que Naomi Osaka, la contrincante haitiano japonesa de Williams, fue retratada como una mujer blanca.

“El mundo se ha vuelto loco”, dijo Mark Knight, el autor de la viñeta, cuando se desató la furia en las redes sociales. Hasta el momento, es lo único que ha dicho con sentido. El mundo se volvió loco, sí. Desde la escritora JK Rowling hasta la rapera Nicki Minaj y la hija de Martin Luther King. Todas reaccionaron con firmeza contra la intolerancia de la viñeta. No es que la pelota pisó la línea: es que lo que hizo se salió claramente de los límites.

¿Qué podría ser aún peor? Bueno, como si quisieran demostrar la tesis de Alana Lentin, académica de la Western Sydney University, tanto Knight como sus editores en el periódico propiedad de Murdoch parecen empeñados en demostrar que “carecen de la alfabetización racial necesaria para denunciar a los racistas o distinguir el racismo, ya sea en la viñetas o en cualquier otra forma”.

En Twitter, una sucesión de hombres blancos del Herald Sun y otras empresas de News Corp se apresuró a rechazar en masa todas las acusaciones de racismo y machismo catalogándolas como “sandeces políticamente correctas”. También cargaron contra los “críticos mal informados” en desacuerdo (es decir, los académicos, los líderes de los derechos civiles y los comentaristas) por su “hipersensibilidad”. Knight dijo que sus detractores estaban “inventándose cosas” y que le “molestaba que se hubieran ofendido”.

Al día siguiente, el periódico publicó una editorial culpando a las “hordas de las redes sociales” de “(intentar) vencer a las viñetas humorísticas, y al humor, con el bombardeo de lo políticamente correcto”. Volvió a publicar la caricatura en la primera página, junto con otras que, según el Herald Sun, también podían ofender.

“Bienvenidos al mundo de lo políticamente correcto”, dice el título principal de la primera página. Una etiqueta dice “Zona libre de humor” y debajo, este texto: “Si los autoproclamados censores de Mark Knight se salen con la suya en lo referente a su caricatura de Serena Williams, nuestra nueva vida políticamente correcta va a ser muy aburrida”.

Y así es como entramos una vez más en las guerras culturales, con los agresores haciéndose pasar por víctimas, la intolerancia disfrazada de humor, y la libertad de expresión clasificada como censura. Cualquier petición de sensibilidad, de contexto histórico, de responsabilidad moral, de igualdad, exactitud, decencia y justicia o de rendición de cuentas es desestimado como si fuera solo “corrección política”. Los argumentos para ridiculizar al rival se llevan hasta el límite y, en este caso, una mujer negra es privada de su dignidad.

Pero esto no tiene nada que ver con la censura. Que yo sepa, nadie ha dicho que la viñeta debería ser ilegal. Y si alguien lo hizo, se equivoca. Dentro de los límites fijados por las leyes contra la incitación al odio racial (y no creo que apliquen para este caso), Knight tiene el derecho de dibujar una caricatura racialmente ofensiva y el Herald Sun tiene el de publicarla.

Pero los derechos no deben confundirse con obligaciones. No se trata de un tema de libertad de expresión, sino de criterio editorial. Si en el momento álgido del movimiento #MeToo alguien hubiera presentado una caricatura de Rupert Murdoch como un proxeneta (por las denuncias de acoso sexual en las altas esferas de Fox News), lo más probable es que el Herald Sun lo habría rechazado. Es un tema de buen gusto, oportunidad y proporcionalidad.

En estos momentos, la pregunta sobre dónde poner el límite es crucial. Pero no seamos ciegos al hecho de que siempre hay un límite y que solo ciertas personas definen dónde está (voy a arriesgarme a suponer que hay pocas mujeres de color en la redacción del Herald Sun).

Además, el hecho de que uno tenga el derecho de hacer algo no significa que deba hacerlo. Como he defendido en otras ocasiones, las personas tienen derecho a tirarse pedos en los ascensores y a acostarse con sus suegros, pero por lo general no lo hacen porque esos comportamientos antisociales hacen que el resto los vea mal. Si quieres hacerlo, debes asumir la responsabilidad, dentro de lo razonable, de lo que viene a continuación.

Ahora hemos llegado a una extraña coyuntura en la que a algunas personas una acusación de racismo les molesta más que el acto de racismo en sí. Se camuflan con el disfraz del humor después de desestimar toda el razonamiento que ubica a la caricatura de Knight en la tradición de viñetas machistas y racistas tachando esa argumentación como políticamente correcta (esa frase para todo especialmente útil cuando ya se agotaron todas las otras justificaciones para ser ofensivo).

El humor es crucial para el oficio del dibujante. Las caricaturas funcionan mejor cuando traspasan los límites, desafían las percepciones y crean una imagen que el texto difícilmente podría provocar. Nos hablan del muñeco en el suelo de la cancha de tenis, nos dicen que nos fijemos en Williams saltando sobre la raqueta y en el árbitro que le dice a su contrincante: “¿Por qué no la dejas ganar?”. Como si no entendiéramos que se trata de un chiste sobre lo que llaman la “rabieta” de Williams en el US Open, cuando se enfrentó a lo que ella sentía que eran severas decisiones del árbitro. “El dibujo sobre Serena es sobre su mal comportamiento en el día, no sobre la raza”, protesta Knight.

Creen que no lo entendemos. Pero sí lo entendemos. Lo que no entendemos es por qué era necesario dibujar a Williams con labios grandes como los de un mandril, con una nariz del ancho del Mississippi y con la lengua de un camello. La sátira implica exageración humorística, ironía y ridículo, pero no es una excusa para que pasen todos y cada uno de los despreocupados estereotipos racistas del ilustrador.

Hay personas razonables que podrían no estar de acuerdo en cómo manejó Williams la situación. Pero ese no es un argumento de defensa para esta caricatura. La misma idea podía haberse logrado fácilmente sin reducir a la tenista más condecorada del mundo al estereotipo de la niñera negra en Lo que el viento se llevó.

El problema no es que los críticos de las caricaturas no entiendan la distinción entre racismo y humor. El problema es que Knight y sus editores todavía no han comprendido la distinción entre humor y cliché. Cuando se recicla sin sentido crítico, y aparentemente sin saberlo, una imagen de siglos que menosprecia y degrada, no se está haciendo humor, se está vendiendo un cliché. Por eso la caricatura fracasa en sus propios términos y el último berrinche es el de ellos. Ejercieron vehementemente su derecho a ser ofensivos y ahora se enfadan por el resultado inevitable y predecible: el derecho de los demás a ofenderse.

Traducido por Francisco de Zárate