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Opinión - Para que no haya duda, Vox en La Moncloa. Por Esther Palomera

Los rusos tienen claro que nada debe arruinar la fiesta del Mundial de fútbol

Andrew Roth

Moscú —

El mes pasado, en una embarcación fluvial entre las ciudades de Kazan y Samara, ambas sedes del Mundial, una pareja rusa de unos 50 años preguntó en serio si “todos esos rumores” sobre el envenenamiento del exespía Sergéi Skripal por Moscú podían hacer que Occidente quisiera boicotear o cancelar el Mundial de fútbol.

“Los rusos no cedemos a presiones de ese tipo. Nosotros contraatacamos con fuerza”, dijo Yevgeny Prigov, un importante empresario que vende repuestos de máquinas, haciéndose eco de un cliché popular ruso.

Para resumirla, la creencia es que Occidente quiere que Rusia fracase como anfitrión del Mundial de fútbol y que Rusia lo logrará sacar adelante a pesar de sus invitados. Es un poco como invitar a tus enemigos a cenar: la mejor venganza es una cena cinco estrellas.

“Se supone que esto debe ser una prazdnik” (fiesta), dice su esposa Maria, mientras toma cerveza. “Y eso es lo que les ofreceremos”.

Para los anfitriones del Mundial, la celebración futbolística de este mes llega en medio de las peores relaciones con Occidente desde la Guerra Fría, después de la anexión de Crimea, acusaciones de interferencias en las elecciones de EEUU y el reciente ataque con un agente nervioso en Salisbury.

Hubo una época en la que Rusia veía este tipo de competencias deportivas de élite, como el Mundial o los Juegos Olímpicos, como una oportunidad de enamorar a Occidente y buscar ser aceptado en el club de las grandes naciones. Rusia aún decía creer en la distensión cuando ganó en 2010 la candidatura para albergar el Mundial y apoyaba volver a empezar en sus relaciones con EEUU bajo la presidencia de estilo liberal de Dmitry Medvedev.

Ahora ya es imposible rehabilitar la imagen de Vladímir Putin a través del deporte.

“Rusia es tan tóxica que el Mundial no puede ayudar a Putin a cambiar nada, ni siquiera su imagen”, afirma Andrei Kolesnikov, investigador del think tank Carnegie Center en Moscú.

Tampoco es que a la gente aquí le importe mucho eso. Desafiar a Occidente es parte consagrada de las políticas públicas y de los medios de comunicación desde la anexión de Crimea en 2014, y los altos cargos llevan las sanciones de Occidente como medallas de honor.

La semana pasada, en una cadena de televisión, Putin dijo que la razón principal por la que no había echado a Vitaly Mutko, el desprestigiado exministro de Deportes, era porque eso era lo que quería Occidente.

“Sabemos qué clase de ataque llevaron a cabo contra él en relación al escándalo del dopaje,” aseguró Putin. “Dadas esas circunstancias, no podíamos permitir que se retirara”.

El mayor interrogante del Mundial de Rusia 2018 seguramente será cómo harán las ciudades regionales del país para lidiar con la llegada de decenas de miles de aficionados, muchos de ellos turistas extranjeros que llegarán en una cantidad jamás vista en la historia de este país. Las medidas de seguridad serán extremas.

La regla rusa con las prazdniki es que la fiesta no debe ser arruinada, ni por protestas, ni por provocaciones, ni por una organización defectuosa ni por fallas de seguridad.

“Lo mejor que puede hacer Putin en términos de poder coercitivo es organizar correctamente el Mundial sin imprevistos desagradables, especialmente en relación a la seguridad, y que se pueda disfrutar del deporte”, dice Kolesnikov.

Las autoridades rusas todavía se enfurecen cuando recuerdan las burlas de los medios extranjeros con el “doble váter”, un compartimento con dos inodoros en el Centro Biathlon, antes de los Juegos Olímpicos de Sochi en 2014. Para Occidente, era un símbolo de chapuza y corrupción del gobierno. Para Rusia, sólo fue un error de construcción sacado con una repercusión desorbitada.

Una fuente cercana al Kremlin afirma que el líder ruso resaltó la naturaleza geopolítica de los Juegos Olímpicos para justificar las críticas al enorme desembolso –se dijo que fueron 50.000 millones de dólares– para reconstruir la ciudad de Sochi, a orillas del Mar Negro.

“Se cuestionó mucho por qué estaba costando tanto dinero. Entonces él salió y dijo que se trataba de promover los valores rusos y desarrolló todo un discurso en torno a eso”, apuntó.

Los líderes rusos se acicalan

Por el contrario, el Mundial –que costará unos 12.000 millones de euros distribuidos en 11 ciudades, según el respetado periódico económico RBC– ha despertado menos controversias. ¿Las razones? El mes pasado, el principal líder de la oposición, Alexéi Navalny, que difunde informes sobre la corrupción del gobierno, fue condenado a 30 días de prisión. Ha sido excarcelado un día antes de la inauguración del Mundial.

A nivel regional, este es el momento para que los líderes de toda Rusia se aprovechar la ocasión. En Chechenia, Ramzan Kadirov ya se ha asegurado la foto con Mo Salah, el futbolista musulmán más famoso del mundo, mientras utiliza el Mundial para intentar convertirse en el enviado de Putin en Oriente Medio. Kadirov hizo que la estrella del Liverpool saliera del hotel donde estaba durmiendo para un encuentro en el campo de Grozni.

En diferentes regiones de Rusia, los dirigentes locales han aceptado de buena gana el dinero ofrecido para construir campos de juego y llevar a cabo reformas urbanísticas, mientras que a la vez se preocupaban ante la abrumadora exigencia de asegurar un campeonato sin incidentes.

“¿De dónde eres?” gruñó el gobernador de Volgogrado, un veterano de la Primera Guerra Chechena, cuando le pregunté sobre las medidas de seguridad de los aficionados de cara a la final de la Copa Rusa, entre el FC Tosno y el FC Avangard Kursk. “Te aseguro que estamos tomando todas las medidas posibles para garantizar la seguridad”.

No estaba exagerando. La ciudad ha cerrado sus calles y cancelado el transporte público en varios kilómetros a la redonda del campo de juego durante los partidos. Las medidas de seguridad y otros preparativos son tan fuertes que los días en que hay partido se han declarado festivos porque la gente no podrá llegar a su puesto de trabajo.

A los vecinos de un edificio en Ekaterimburgo les han dicho que no salgan a los balcones, ni abran las ventanas, ni se pongan de pie junto a las ventanas los días en que hay partido, para no ser confundidos con terroristas y que no sean disparados por los francotiradores de la policía, según Reuters.

“Para ser sinceros, lo único que queremos es sobrevivir a esto”, dijo Olga Khavanskaya, una maestra de Volgogrado durante el desfile del Día de la Victoria. “Hay una sensación como si hubieran levantado la ciudad de sus cimientos y le hubieran dado la vuelta. La ciudad se ve mejor de lo que yo jamás he visto, pero ya quiero que todo esto acabe”.

Incluso los ultras están bajo llave. “Nos han dejado a un lado”, dijo Kostia, un ultra del CSKA hace poco en un bar de Moscú.

Es un paseo por la cuerda floja, un acto de equilibrismo entre 11 ciudades y con tus peores enemigos sentados en las primeras filas. Quizás en el fondo, el Kremlin todavía sueñe con que un Mundial exitoso le dé algún tipo de reconocimiento. Pero la mayor preocupación es no meter la pata. Que nadie arruine la prazdnik.

Traducido por Lucía Balducci