En los últimos 25 años, Clarkston, un pequeño pueblo del sureño Estado de Georgia, recibió a más de 40.000 refugiados. Llegan de todas partes del mundo. Este año, vienen más congoleños que sirios. En las anteriores olas de reasentamiento, ya habían llegado de Bután, Eritrea, Etiopía, Somalia, Sudán, Liberia y Vietnam.
Todos tienen en común Clarkston, un pueblo común y corriente del Sur Profundo estadounidense, con una población de unos 13.000 habitantes.
El que mira más allá de los centros comerciales construidos a mediados de los 70, de los complejos de apartamentos y de los aparcamientos, encontrará cosas poco vistas en otras partes de Estados Unidos. Las fachadas marrones están cubiertas por signos que parecen letras del amhárico o del nepalés, seguidos de traducciones que remiten al inglés: Abasto Balageru, Almacén Cultural Africano de Injera (una variedad de pan típica de Etiopía), Almacén de Alimentos Orientales Numsok. Algunas mujeres reunidas en las cercanías se cubren la cabeza con coloridos pañuelos africanos. Otras llevan el largo cabello negro en una trenza hasta la espalda y ropas tradicionales de seda asiática.
Pero los extranjeros no son los únicos que se mudan a Clarkson. A la autoproclamada “isla Ellis del sur” no solo llegan inmigrantes pobres y refugiados. Su reputación también ha atraído a profesionales estadounidenses de clase media. Según el alcalde del pueblo, Ted Terry (34), vienen “buscando la riqueza de la diversidad”.
El día en que el periódico the Guardian habló con él, Terry recibía a una delegación de Oriente Medio que quería entender cómo se las arreglaba Clarkson con una comunidad de refugiados tan diversa. Con barba hípster, camisa a cuadros y calcetines de dos juegos diferentes, Terry explica que su objetivo era “poner a Clarkson en el escaparate”. “Yo no hice de esta una comunidad compasiva… Sí la consagramos oficialmente pero era una comunidad compasiva y hospitalaria mucho antes de que yo llegara”.
¿Cómo sucede esto? ¿Cómo hace un polvoriento pueblo sureño y de clase trabajadora para albergar a 1.500 refugiados por año y hacerlos parte integral de la identidad del lugar?
Resulta que la historia de Clarkson no es sólo la de los recibidos: también es la de las personas que dan la bienvenida.
En la esquina de los aparcamientos del centro de Clarkson, un camión rojo brillante de comida ambulante vende café artesanal. Es el tipo de vehículo elegante y minimalista que encajaría perfectamente en San Francisco o en Nueva York.
“Café de refugiados”, dice un letrero en el camión, que es iniciativa de Kitti Murray, una de esos estadounidenses llegados hace poco al pueblo. Escritora freelance y abuela de ocho nietos, Murray lo compró hace dos años por 3.000 dólares en el sitio de anuncios de Internet Craigslist. Por un dólar al mes, alquiló el espacio en la entrada de un antiguo garaje. Allí puso sus mesas y sillas con el objetivo de crear un punto de encuentro para la comunidad, un lugar donde ofrecer formación laboral y donde “generar una historia más hermosa y auténtica sobre los refugiados”. “Nuestros empleados refugiados hacen eso por nosotros, solo por ser ellos mismos y por cómo hacen su trabajo”, dice Murray. Mientras ella habla, Ahmad, un sirio que antes de camarero era farmacéutico, sirve un café expreso bien negro.
Su clientela es notablemente blanca. “Al principio, cuando empezamos, me entristecía si pasaba el día sin un solo refugiado entre los clientes”, cuenta. “Pero si no hubiéramos atraído a la comunidad estadounidense, que es la que tiene el dinero, tendríamos que haber cerrado en esos primeros seis meses”.
Murray no es un caso raro, sino una más entre los muchos estadounidenses que se mudaron a Clarkston precisamente para trabajar con los refugiados y vivir junto a ellos. Recibir refugiados tal vez signifique largas horas en la casa de los recién llegados tomando té y tropezando torpemente con la barrera del idioma, pero los lazos que se generan suelen ser muy sólidos.
Arez, una refugiada siria que tras cuatro largos años en Turquía llegó con su esposo y dos hijos en 2015, desborda de entusiasmo cuando habla sobre Rebecca, la “hermana” estadounidense que la ayudó a establecerse en Clarkston: “¡Amo Estados Unidos! ¡Soy muy feliz aquí! Tengo amigos estadounidenses, me están enseñando a aprender inglés, mis hijos van a la escuela. Me encanta este lugar”.
Según Brian Bollinger, director de Friends of Refugees (una ONG local que ofrece servicios para refugiados), “recuperar el sentido de pertenencia a un lugar es en gran parte la esencia de este emprendimiento”, tanto para los refugiados como para los estadounidenses que vienen a Clarkston. Bollinger es cualquier cosa menos romántico para explicar el recibimiento que dio el pueblo a los refugiados. “Sería un tanto utópico insinuar que abrir los brazos para recibirlos fue el impulso original”, dice mientras come naan con curry en el Café Katmandú. “A fin de cuentas, fue un motivo económico”.
Gente joven y viviendas baratas
Según Bollinger, lo que hizo que Clarkston funcionara tan bien para los refugiados fueron las oportunidades que ofrecen sus masificados complejos de apartamentos y el buen tramado del transporte. Es fácil tomar una camioneta compartida para viajar una hora hacia al norte hasta la fábrica de pollos donde muchos encuentran su primer trabajo de bajo salario. Por eso Clarkston fue señalada a principios de los años 90 como un buen lugar de reasentamiento. Viviendas baratas y rápido acceso a la carretera interestatal son también los atractivos por los que hoy llegan jóvenes profesionales estadounidenses, desplazados de Atlanta por los altos precios.
Como recuerdan muchos habitantes de Clarkston, el pueblo no siempre fue tan hospitalario. Al principio, la llegada de los inmigrantes molestaba a los lugareños. Pero los viejos detractores ya se mudaron o se murieron, y fueron reemplazados por progresistas más jóvenes. Terry, el alcalde elegido en 2013, cuando solo tenía 31 años, es según Bollinger “la encarnación de ese cambio de perspectiva”.
Los pobladores más antiguos que se quedaron en el pueblo parecen conformes con llevar vidas paralelas a la de los vecinos refugiados. Betty Cardell (93) vive en Clarkston desde que en 1950 llegó de California como una “novia de guerra” y se lo toma con filosofía: “Bueno, están aquí. Así que, ¿qué se puede hacer? Son gente como uno. Jamás tuve ningún problema”. También dice que no tiene ningún interés en irse. “Me gusta Clarkston: sigue siendo un pequeño pueblo”.
Esa sensación de pequeño pueblo es parte del éxito de Clarkston como lugar de acogida, y también su limitación. Para los refugiados, es el pueblo donde empezar: tener éxito significa seguir adelante y dejar atrás sus complejos de apartamentos.
Heval Mohamed Kelli, un refugiado sirio que vivió seis años en Alemania y llegó a Clarkston tres semanas después del 11 de septiembre, es un ejemplo de esa transición. Hoy trabaja como cardiólogo y vive en el acaudalado pueblo de Lilburn (a unos 16 kilómetros de Clarkston). Comenzó lavando platos en Clarkston en su camino hacia el sueño americano (actualmente vive en una elegante casa a orillas de un lago y con un jardín perfectamente cuidado). En la calurosa tarde de sábado en que recibe a the Guardian, Kelli organiza una barbacoa en su casa “para celebrar la vida” con viejos y nuevos amigos: sirios, iraquíes, kurdos, sudaneses y estadounidenses.
Kelli es categórico cuando describe la bienvenida que le dieron en el pueblo, sobre todo al compararla con la falta de calidez que encontró en Alemania. “Dos días después de llegar a Clarkston, estábamos aterrados, y un montón de gente se presentó en nuestra puerta con comida y queriendo ayudarnos a aprender inglés”. Kelli se ríe cuando lo recuerda: “Pensábamos que todos esos estadounidenses blancos golpeando a nuestra puerta eran de la CIA o algo así”. Eran miembros de la Iglesia Episcopal de Todos los Santos de Clarkston. “No se parecían en nada a nosotros, pero cambiaron nuestras vidas”.
Kelli siente una gran deuda de gratitud hacia los que lo ayudaron y cada tanto vuelve a Clarkston para trabajar como voluntario en el centro de salud y ayudar como tutor de algunos estudiantes. Su barbacoa es un recordatorio de que si Clarkston funciona como comunidad también es por la propia hospitalidad de los refugiados.
Hay un montón de relatos acerca de los refugiados que gastan sus cupones de comida en regalos para agradecer a sus vecinos estadounidenses los pequeños actos de amabilidad. A Heidi Miller, nativa de Tennessee y representante en Clarkston de Embrace (un programa que asiste a mujeres refugiadas durante el embarazo y el parto) le hace reír la pregunta sobre la generosidad de los refugiados. “¡Claro que sí! Siempre le digo a la gente que uno piensa que sabe todo sobre la hospitalidad cuando viene al sur… ¡Hasta que va a la casa de un refugiado!”
Pero por supuesto Clarkston tampoco es el paraíso. Los bloques de apartamentos incendiados y en ruinas de las afueras del pueblo son prácticamente inhabitables, pero el alcalde no tiene autoridad para clausurarlos. En un pueblo con un índice de pobreza superior al 40%, la perspectiva de un alquiler más barato puede ser más importante que el miedo a una plaga de ratas y a la delincuencia.
También hay hostilidad fuera de los límites del pueblo: unos quince meses antes de que Trump lo intentara como presidente, el gobernador de Georgia, Nathan Deal, trató en 2015 de prohibir con un decreto la llegada de refugiados sirios.
¿Es una moda defender a los refugiados?
Pero Clarkston también se beneficia de redes de solidaridad más amplias. Desde que Trump proclamó en enero su decreto prohibiendo la entrada a refugiados sirios, las solicitudes para trabajar como voluntario en Amigos de los Refugiados aumentaron un 400%. La ONG tiene hoy a varios cientos de personas, el doble que otros años, haciendo trabajo voluntario cada una o cada dos semanas.
Hay varios que se muestran escépticos sobre lo que llaman la moda de defender a los refugiados. Se preguntan si Clarkston simplemente se ha convertido en un medio para que los progresistas activos de Atlanta canalicen su actual descontento y reivindiquen un fugaz compromiso con la justicia social mientras disfrutan de un café artesanal. Otros tienen la esperanza de que no sea algo efímero sino el comienzo de un movimiento.
Dentro de Georgia, Clarkston es conocido como la burbuja progresista, pero la realidad en el pueblo es más compleja y sorprendente. Los refugiados y sus vecinos estadounidenses parecen haber encontrado un sentido de pertenencia en el lugar. En un mundo cada vez más polarizado, fragmentado y enfadado, eso es también lo que buscan muchos estadounidenses.
Como dice Heidi Miller, “en Clarkston, hay muchos grupos étnicos que antes se llevaban mal y ahora son vecinos. Los vemos aprender a quererse; creo que los refugiados tienen mucho que enseñarles a los estadounidenses acerca del perdón”.
Traducido por Francisco de Zárate