Hace algunos días, Hillary Clinton eligió un sitio amargamente irónico para ofrecer una fiesta de agradecimiento para sus donantes: el salón de baile del Hotel Plaza, que fue propiedad de Donald Trump.
La gente reunida para el triste evento, que incluía a directores de fondos de inversión y magnates de los medios de comunicación, supo construir la red de recaudación de fondos más formidable que se haya visto jamás en la política estadounidense. Entre varias campañas de los Clinton y los grupos políticos y benéficos relacionados a ellos, se llegaron a recaudar casi 4.000 millones de euros a lo largo de cuatro décadas. Muchos de estos donantes han entregado abultados cheques desde la primera campaña presidencial de Bill Clinton en 1992.
En 2016, los donantes esperaban que la inyección de 1,1 mil millones de euros catapultara a Hillary Clinton a la Casa Blanca y quedaron pasmados, al igual que el resto de la élite del país, cuando todo ese dinero se fue por el retrete.
A mí no me invitaron al Plaza. (Como es costumbre con los Clinton, la prensa tenía la entrada prohibida). Pero el evento en el Plaza fue un hito personal para mí también, y el cierre de una larga carrera informando sobre los negocios de los Clinton.
En el año 1991, yo era una de las únicas periodistas junto a Bill Clinton en uno de sus primeros eventos para recaudar dinero en Hollywood. Vi cuánto le gustaba codearse con los súper ricos, cómo literalmente cambiaba su lenguaje corporal cuando estaba rodeado de millonarios. Estábamos en Beverly Hills, en la mansión del productor cinematográfico Mike Medavoy, cuya casa tenía hasta una araña de cristal colgando en el patio.
Luego supe por los asistentes de campaña que Hillary odió el artículo que escribí y que fue publicado en la portada del Wall Street Journal. En él se remarcaba que la pareja hilvanaba cada punto de sus vidas, desde su paso por la facultad de Derecho de Yale hasta los alguna vez famosos “fines de semana renacentistas” a los que iban en Nochevieja, para recaudar fondos. Hillary dijo en ese momento que el artículo daba a entender que “estamos usando a nuestros amigos”.
Los Clinton son los responsables
Pero Bill y Hillary Clinton son los responsables de que el Partido Demócrata se haya convertido en el Partido de Wall Street y sus amigos glamurosos. Durante su paso por la Casa Blanca, Bill hizo muy poco por modificar el sistema de financiación de las campañas políticas que siempre ha estado en las antípodas del mensaje igualitario del partido.
El hecho de que gran parte de la zona central de Estados Unidos le haya dado la espalda a los demócratas tiene mucho que ver con personas como Anna Wintour y el titán de los fondos de inversión Donald Sussman. (Aunque es cierto que Trump también se ha rodeado de multimillonarios, incluidos tres antiguos miembros de Goldman Sachs).
¿Hacia dónde irá ahora el Partido Demócrata, si no es con los que fueron a la fiesta en el Plaza?
Mientras todos los ojos están puestos sobre Trump, ésta es una de las cuestiones más urgentes de la política estadounidense. Mientras todos los analistas decían que estas elecciones estaban acabando con el Partido Republicano, fue el Demócrata el que quedó hecho trizas. Ahora hay que reconstruirlo desde cero para enfrentar el futuro post-Clinton. Pero los cimientos para tamaña empresa son débiles.
No sólo el Partido Demócrata es minoritario en Washington, sino que ha perdido plazas en los gobiernos de muchísimos estados, desde gobernaciones hasta escaños en las legislaturas estatales. Mientras los demócratas se han concentrado desde 2008 en conservar la Casa Blanca, los hermanos Koch y sus aliados multimillonarios de derechas le han dado fortunas a los candidatos locales y la recompensa ha sido enorme.
Para ver cuán efectiva ha sido la red de los Koch, sólo hace falta ver el conflicto en Carolina del Norte, donde el gobernador republicano saliente y su legislatura republicana están socavando los poderes del nuevo gobernador.
Solo les quedan los alcaldes de las grandes ciudades
Los partidos siempre han recurrido a los gobernadores cuando buscan talento fresco, como fue el caso de Ronald Reagan y Jimmy Carter. Pero con tan pocos estados azules, los demócratas no tienen mucho donde elegir. El último recurso que les queda son los alcaldes de las grandes ciudades, donde el partido tiene el poder. Pero incluso en estos casos, los problemas de las grandes ciudades están opacando a jóvenes estrellas como Rahm Emmanuel en Chicago y Bill de Blasio en Nueva York.
Sin embargo, la falta de estrellas no es el principal problema del partido. La cuestión son las ideas que lo sostienen. De alguna forma, la promesa de Trump de “hacer grande a Estados Unidos otra vez” consiguió conquistar a los votantes republicanos religiosos y conservadores, a los blancos con bajo nivel educativo y a los habitantes de los suburbios que hacían falta para ganar en el Colegio Electoral.
Hillary Clinton no tuvo un mensaje convincente. Este fue el fallo más grave de su campaña. Y también es el mayor desafío para el Partido Demócrata que debe reconstruirse aliándose con los liberales Bernie Sanders y Elizabeth Warren, y a la vez con los donantes que han financiado el partido desde el triunfo de Bill Clinton en 1992.
Por supuesto que el mensaje económico de Sanders y Warren está en las antípodas de los intereses de Wall Street. ¿Entonces quién aportará las ideas económicas para rejuvenecer al partido, mientras Trump y su nuevo gabinete intentan desarmar los programas sociales que han sido los principales logros de los presidentes demócratas, desde Johnson hasta Obama?
¿Cuál será la posición de los demócratas ante el comercio, otro tema que divide a los donantes de Wall Street de las filas demócratas? Y quizás lo más importante: ¿quiénes son los mejores pensadores y activistas que pueden comenzar a responder estas preguntas?
Todas las personas del partido con las que he hablado están aún tan sorprendidas y enfadadas por la inesperada victoria de Trump, que no pueden ni ponerse a pensar en estas cuestiones. Los demócratas siguen obsesionados con la intervención de Rusia en las elecciones y culpan al director del FBI, James Comey, por la derrota de Clinton. Si bien estas también son cuestiones importantes, no aportan nada a la reconstrucción futura del partido.
En política, igual que en la vida, los demócratas deberían consolarse pensando que la suerte suele ir y venir de formas sorprendentes. El 2 de noviembre de 1992, Donald Trump perdió su adorado Hotel Plaza y tuvo que declararse en bancarrota. Al día siguiente, Bill Clinton era elegido presidente.
Traducido por Lucía Balducci