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The Guardian en español

La crisis de la vivienda se extiende por toda Europa, pero la de Holanda está ya en otro nivel

Edificio Startblok en Ámsterdam, Países Bajos.

Jon Henley

Ámsterdam —
13 de mayo de 2024 21:43 h

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Según Tamara Kuschel, todo comenzó unos diez años atrás. Desde la década de 1970, la organización benéfica para la que Kuschel trabaja en Ámsterdam, De Regenboog (El arcoíris), gestiona albergues de día para personas sin hogar. Por lo general, se trata de personas con graves problemas de adicción y salud mental.

Entonces, hacia 2015, un nuevo tipo de usuario empezó a llegar: “No tenían los problemas habituales de las personas en situación de calle. Tenían trabajo, amigos. En todos los aspectos, sus vidas eran muy estables. Pero no podían costearse un lugar donde vivir”.

Kuschel cuenta que no todos son jóvenes. El año pasado, el mayor tenía 72 años. Por lo general, acaban de separarse, les ha fracasado un pequeño negocio o no han podido pagar un alquiler... “Podemos ayudar a algunos”, dice. “Pero apenas somos un parche”.

Si bien la crisis de la vivienda se extiende por toda Europa, la de Holanda está al siguiente nivel. Según un análisis independiente, la vivienda media holandesa cuesta ahora 452.000 euros, más de 10 veces el salario modal holandés —es decir, el más común en el país—, de 44.000 euros.

Eso significa que se necesita un salario de más del doble para comprar una. El precio de la vivienda en todo el país se ha duplicado a lo largo de la última década. En los barrios más codiciados, los precios se han disparado un 130%. Una casa de obra nueva cuesta 16 veces el salario medio.

El mercado del alquiler es igualmente disfuncional. Los alquileres en el sector privado —alrededor del 15% del parque total de viviendas del país— se han disparado. Una habitación individual en una casa compartida en Ámsterdam cuesta 950 euros al mes; un piso de una cama, 1.500 euros o más; uno de tres camas, 3.500 euros.

La competencia entre quienes pueden afrontar esas sumas —como los expatriados en empresas multinacionales— es tan feroz que muchos pagan una cuota mensual a un servicio online que rastrea los sitios web inmobiliarios y envía alertas de texto apenas aparece un anuncio adecuado.

Mientras tanto, la lista de espera en el sector de la vivienda social, que representa aproximadamente el doble que el de la privada, es de unos siete años de media en todo el país, pero en las grandes ciudades holandesas, sobre todo en Ámsterdam, puede llegar a los 18 o 19 años.

Para los jóvenes, la tarea de encontrar —y mantener— una vivienda puede resultar agotadora. Una estudiante de doctorado de 28 años, que pidió no ser identificada, dice que en sus tres primeros años en la capital se ha mudado siete u ocho veces.

“La escasez es muy pronunciada y la gente está desesperada”, dice. “Se supone que los derechos de los inquilinos son fuertes, pero en la práctica... He tenido propietarios que han entrado y han sacado fotos del piso mientras yo estaba fuera. Me han intimidado para que me fuera, me han amenazado físicamente”.

La joven dice que no conoce a nadie menor de 30 años que viva solo, y que muchos siguen mudándose dos veces al año. Vive en un piso compartido y le gustaría vivir con su pareja, pero ninguno de los dos se atreve a mudarse porque temen no lograr hallar otro sitio.

“Eso es lo peor”, dice. “Todos esos pasos que se supone que deberíamos estar dando a nuestra edad, como jóvenes profesionales, no son posibles. Todo está... en suspenso. El mercado inmobiliario determina las relaciones interpersonales, y eso es obsceno”.

Otros tienen mejor suerte. En un tranquilo barrio a 30 minutos a pie de la estación central de Ámsterdam, Lukas y Misty son dos de los 96 inquilinos —la mitad, jóvenes refugiados con permiso de residencia— de uno de los cinco Startblok que hay en la capital.

Algunos Startblok son mucho más grandes y llegan a albergar a más de 550 jóvenes en “casas contenedor” construidas para tal fin. Algunas son de metal, otras de madera y materiales sostenibles, y están apiladas de a cuatro o cinco, una encima de la otra. Otras, como ésta, son residencias permanentes construidas con ladrillos.

Por un alquiler mensual medio que oscila entre los 400 y los 500 euros, una vez deducido el subsidio de vivienda, cada inquilino —que debe tener entre 18 y 27 años en el momento de mudarse— accede a su propio estudio de 20-25 metros cuadrados, con cocina y baño propios, durante un máximo de cinco años.

También hay un espacio para guardar las bicicletas, un luminoso salón común con futbolín, una lavandería y un pequeño jardín con invernadero. Según Jesse van Geldorp, director del proyecto, cuando un estudio quedó libre a principios de año, Startblok recibió unas 800 solicitudes.

“Se trata de permitir a los jóvenes independizarse, establecer una vida, crear una red en un mercado inmobiliario fundamentalmente roto”, dice Karin Verdooren, directora de Lieven de Key, la fundación que creó el concepto Startblok.

Lukas, un profesor alemán, se mudó el pasado noviembre. Aprecia mucho pagar la mitad —o incluso menos— de alquiler que muchos de sus amigos, y le encanta el espíritu de comunidad. Misty, de 22 años y a punto de terminar sus estudios, coincide.

“Uno no está solo”, dice. “Se aprende mucho. El aspecto multicultural es genial, he hecho amigos de Siria, Eritrea... Estoy muy agradecida. Y saber que no tendré que estar buscando casa al mismo tiempo que busco trabajo es un gran alivio”.

Pero los Startblokken —al igual que los múltiples programas de alojamiento temporal para personas “económicamente sin hogar” en Ámsterdam, dirigidos por De Regenboog, la organización de Kuschel— son gotas en el océano de la inmensa crisis habitacional holandesa.

Cómo ha llegado el país a esta situación es objeto de un complejo y acalorado debate. Se calcula que, el año pasado, en Países Bajos el déficit fue de unas 390.000 viviendas. El Gobierno ya está atrasado en su compromiso de construir casi un millón —dos tercios de ellas asequibles— de aquí a 2030.

Algunos factores, como las tasas de interés históricamente bajas y un mayor número de núcleos familiares —a menudo con cada vez menos integrantes— escapan al control de los gobiernos. Pero los expertos afirman que las sucesivas administraciones han estimulado sistemáticamente la demanda al tiempo que han fracasado a la hora de impulsar la oferta. 

“Las características clave de la crisis inmobiliaria —aumento de los precios, incremento de la desigualdad, escasez de viviendas asequibles e infiltración de inversores extranjeros en el mercado— son el resultado de décadas de políticas de vivienda cuestionables”, dice Gregory Fuller, de la Universidad de Groningen.

A principios de la década de 2010, un Gobierno neerlandés favorable al mercado suprimió el Ministerio de Vivienda y Planificación y liberó la venta de viviendas de las corporaciones inmobiliarias. En parte como resultado, alrededor del 25% de las viviendas de las cuatro grandes ciudades del país son propiedad de inversores.

Medidas como la desgravación fiscal de las hipotecas para los compradores han contribuido a aumentar los precios, al igual que otras supuestamente destinadas a ayudar a los compradores jóvenes, pero que han acabado ayudando a los propietarios existentes a adquirir más propiedades. Al mismo tiempo, las subvenciones a la construcción de viviendas prácticamente han desaparecido.

En el mercado del alquiler, la agobiante falta de viviendas y el gran número de inquilinos que, por falta de una alternativa asequible, permanecen en viviendas sociales a pesar de ganar más del máximo permitido han contribuido a que los alquileres privados estén por las nubes.

El Consejo de Empleo y Política Social de la Comisión Europea ha declarado que Holanda sufre una “grave crisis de la vivienda”, con una “escasez crítica de viviendas asequibles, que provoca exclusión social y aumenta la desigualdad económica”.

Políticos como Geert Wilders, cuyo partido de extrema derecha, el Partido de la Libertad (PVV), obtuvo el primer puesto en las elecciones generales de noviembre, echan la culpa a los solicitantes de asilo, los estudiantes extranjeros y las leyes medioambientales.

Sin embargo, en un demoledor informe publicado en febrero, el Relator Especial de la ONU sobre una vivienda adecuada declara, tras una visita de dos semanas, que las culpables de la “aguda crisis de la vivienda” del país eran las políticas del Gobierno holandés, y no los solicitantes de asilo ni los trabajadores inmigrantes.

“En Países Bajos ha surgido una teoría alternativa según la cual la ‘afluencia de extranjeros’ es la responsable”, dice Balakrishnan Rajagopal. Asimismo, añade que la crisis, tanto de asequibilidad como de disponibilidad, lleva “dos o más décadas” gestándose.

Entre muchos otros factores, el Relator culpa a la falta de regulación sobre los proveedores de vivienda social, la ausencia de límites a los alquileres en el sector privado y la “insuficiente atención al papel de la especulación y los grandes inversores en el mercado inmobiliario”.

Puede que algunas de las medidas gubernamentales más recientes destinadas a paliar la crisis hayan tenido el efecto contrario. Varias ciudades han aplicado una ley de 2022 que prohíbe a los compradores de viviendas por debajo de un determinado valor —en Ámsterdam, 530.000 euros— alquilarlas.

Pero, según al menos un estudio académico, la medida, que pretendía impulsar la compra de primeras viviendas, si bien benefició a los compradores de rentas medias, también perjudicó a los inquilinos de rentas más bajas, ya que los alquileres aumentaron un 4% y se redujo el número de viviendas disponibles para alquilar.

Del mismo modo, los esfuerzos del Gobierno por ampliar el control sobre los alquileres, restringiendo más viviendas a los inquilinos sociales que ganan menos de 44.000 euros al año y limitando sus alquileres a 800 euros, simplemente han incitado a más propietarios a vender, lo que ha hecho subir los alquileres restantes del sector privado.

Sean cuales sean las causas, la crisis es dura para los que están atrapados en ella. Luna, maestra de primaria, se ha estado quedando en el piso de una amiga mientras su compañera de piso estaba de viaje, pero, tras seis meses de búsqueda, hace poco encontró una habitación más permanente.

“Es muy frustrante”, dice. “Haber nacido aquí, estar inscrita en la lista de espera para una vivienda social desde los 18 años, hacer un trabajo socialmente útil del que hay una enorme demanda... y seguir pagando un alquiler que apenas puedo permitirme, por una habitación en un piso compartido, con 33 años”.

Según Kuschel, el año pasado más de 1.200 personas presentaron su solicitud a De Regenboog. La organización ayudó a 535, encontrándoles vivienda en bloques de pisos pendientes de renovación, casas que familias habían heredado recientemente pero aún no quieren vender, escuelas vacías, incluso habitaciones libres.

Una de las solicitantes era Iris, de 47 años, que es artista y trabaja en un club nocturno. El año pasado tuvo que abandonar el piso de Ámsterdam en el que vivía desde hacía varios años porque unos promotores inmobiliarios habían comprado todo el edificio. Por esas mismas fechas, se separó de su pareja.

“Me quedaba con amigos, hacía couch-surfing, pero era imposible”, explica. “Ahora estoy compartiendo piso, en un lugar que no se iniciarán obras hasta dentro de un año. Estoy a salvo durante 12 meses. Pienso que esto es lo que pasa cuando la gente ve las propiedades como inversiones, no como hogares”.

Kuschel dice que nada de esto constituye una verdadera solución. “Sólo intentamos evitar que la gente caiga en la espiral negativa que supone no tener un hogar asegurado. No podemos proporcionarles uno permanente. Al cabo de un año, vuelven a tener que valerse por cuenta propia”.

Resulta difícil exagerar la importancia de contar con un hogar seguro, dice Kuschel. “Sin él, la gente deja de formar familias, de construir futuro, de echar raíces, de desarrollarse, de prosperar. Pierden toda perspectiva. Sus vidas se congelan. Esa es la tragedia”.

Traducción de Julián Cnochaert.

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