Era domingo así que se limitaban a pasar el tiempo y a esnifar pegamento. Las tiendas estaban cerradas y el mercado, medio vacío. No había mucha gente en la calle y no tenía sentido pedir limosna. Así que muchos de los niños de Eldoret se quedaron en el vertedero de basura. Fétido y pestilente, este páramo se había convertido en un refugio para los menores vagabundos de la quinta ciudad más importante de Kenia, situada lejos de la capital.
“Las barracas de California”. Así se conoce el vertedero que da cobijo a 700 niños y jóvenes vagabundos. A menudo duermen allí y se alimentan de los restos de comida de hoteles o de fruta que ha sido desechada por los supermercados de la zona. El basurero también los protege de la sociedad y de los policías locales, que no soportan el hedor.
Sin embargo, eso no fue lo que ocurrió ese día; el penúltimo domingo de mayo. Eran casi las cuatro de la tarde de un día frío. Algunos de los niños dormían. Otros, esnifaban cola para calmar el hambre. Situaban sus fosas nasales cerca de los contenedores de plástico. Algunas chicas adolescentes compartían sus contenedores con los bebés atados a sus espaldas.
En el laberinto de callejones situado más arriba, la policía avanzaba en silencio desde tres frentes distintos. Los agentes municipales, conocidos como los askaris, iban equipados con garrotes y llevaban la delantera. Los agentes de la Policía Administrativa, una temida unidad estatal paramilitar, los seguían con rifles y gases lacrimógenos.
Los habitantes de las barracas de California están acostumbrados a la brutalidad policial. Muchos de los que estaban allí ese domingo, como por ejemplo Samuel Asacha, ya la habían sufrido en carne propia. Diez años atrás, cuando tenía 15 años, un policía conocido por su brutalidad le arrancó un ojo. En 2014 el mismo oficial atacó con ácido a Shereen, que por aquel entonces tenía 10 años, y Shelagh, que tenía 14. Les desfiguró la cara.
Sin embargo, esa redada no era como las demás. No era una acción de acoso improvisada sino una operación meticulosamente planificada y que hasta ese momento había sido mantenida en secreto por las autoridades de la ciudad.
“Lo hicieron sin previo aviso”, explica Eric Omondi, que a sus 20 años es, junto con Samuel, uno de los veteranos o “prefectos” de las barracas de California. “Fue una emboscada. Los niños gritaban, la policía nos atacaba con gases lacrimógenos”, explica.
Los policías avanzaron en bloque y golpearon a los chicos, que se vieron obligados a retroceder y terminaron en el río Sosiani, que recorre el extremo sur del vertedero. Los bebés y los niños y las niñas, también aquellos con discapacidades, fueron empujados río abajo.
La policía los atacó sin piedad; incluso atacó a una chica de 17 años, Mary, cuyo bebé se golpeó la cabeza contra el suelo. Ronny, un chico de 16 años, que iba en silla de ruedas desde que una excavadora que derribaba los refugios de los vagabundos lo arrojó el año pasado, no tenía ninguna posibilidad de escapar.
Mientras sus torturadores lo golpeaban sin cesar en la cabeza y en la espalda, les suplicó que pararan: “Les dije que si no paraban me iban a matar y me contestaron que no les importaba hacerlo si esto ahuyentaba a otros chicos”.
Algunos consiguieron esquivar el frente policial. Otros, no tuvieron tanta suerte y terminaron en el río. Si querían huir de las palizas no tenían otra opción que lanzarse al río. Las fuertes lluvias habían provocado una crecida de agua.
Muchos no sabían nadar, pero los más veteranos, como Omondi, habían ayudado a los más resistentes a llegar hasta la otra orilla. Fue entonces cuando la policía volvió a lanzar gases lacrimógenos. Los más débiles no lo pudieron soportar y empezaron a ahogarse.
Omondi encontró el primer cadáver. Se trataba de su amigo Francis Azmam, un chico de 13 años conocido como “Sudi” o “el afortunado”. El cuerpo había quedado atrapado en las raíces de un árbol que flotaba en el río. “Tenía muchas heridas en la cabeza, en el pecho, en las costillas, en el estómago y en la espalda”, indica.
Encontraron los cuerpos de seis niños. En los dos días siguientes los cadáveres de cinco niños más aparecieron río abajo. Los trabajadores sociales identificaron al mayor de ellos; Zakayo, de 16 años. El más joven, conocido como “Ndogo” o “Pequeño” tenía 9.
Fue un día negro para los chicos de la calle de Eldoret. Sin embargo, no ha sido el único día de este año en el que han sido asesinados niños de esta comunidad.
Los activistas están convencidos de que el gobierno local quiere terminar con los niños vagabundos y ha decidido matarlos o, al menos, matar a unos cuantos para que los otros opten por huir.
La oficina del gobernador del condado, Jackson Mandago, niega estas alegaciones y asegura que las operaciones policiales tienen por objetivo terminar con los delitos menores. Muchas personas en la ciudad creen que los niños callejeros son los autores de los hurtos y otras infracciones que se cometen.
Sin embargo, según la organización Ex-Street Children Community, en febrero de 2015 se inició una campaña contra estos menores y en la primera de estas operaciones la policía lanzó perros contra más de 30 niños de la calle. Unos meses más tarde, en octubre, las autoridades del condado acorralaron a un grupo de 100 niños, los obligaron a entrar en un camión y los llevaron a Malaba, una ciudad situada a unos 130 kilómetros y cerca de la frontera con Uganda. Muchos de ellos regresaron a Eldoret a pie.
Los activistas señalan que los asesinatos empezaron después de este incidente. En lo que va de año, Ex-Street ha documentado la muerte de 14 niños, entre los que se incluyen tres chicos que fueron asesinados por la policía mientras huían y tres más cuyos cuerpos fueron encontrados días después de su detención. Al menos cinco menores más fueron detenidos y han desaparecido y otros dos, Kevin Simuyu, de nueve años, y David Kamau, de ocho, han desparecido sin dejar rastro después de que la policía les disparara 15 días antes de la redada en las barracas de California.
El conflicto étnico
Algunos creen que estos ataques obedecen a una motivación étnica. Muchos de estos niños vagabundos no pertenecen a la comunidad kalenjin, el grupo étnico del poderoso vicepresidente de Kenia, William Ruto.
Eldoret está situada en una región que ha sido testigo de los peores actos de violencia interétnica del país, en muchos casos debido a tensiones políticas en torno a la propiedad de las tierras. En 1991, los guerreros de la comunidad kalenjin exhibieron los fetos pertenecientes a mujeres muertas de la comunidad kikuyu en la carretera que lleva a Eldoret para expresar su ira por la supuesta usurpación de tierras por parte de los kikuyu.
La violencia alcanzó su punto más alto tras la reelección de Mwai Kibaki, un kikuyu, en 2007. Más de 1.200 personas fueron asesinadas a lo largo y ancho de todo el país, si bien los actos más sanguinarios tuvieron lugar en Eldoret. Numerosas mujeres y niños kikuyu se refugiaron en una iglesia para escapar de los guerreros kalenjin, que no dudaron en prender fuego al edificio y matarlos a todos.
Si bien los kalenjin y los kikuyu ya han hecho las paces y comparten el poder (el presidente Uhuru Kenyatta es un kikuyu), algunos políticos locales y clérigos afirman que los ataques contra los niños vagabundos forma parte de una campaña de intimidación para que todos los que no pertenecen a la comunidad kalenjin abandonen Eldoret.
“Si no paramos el asesinato de familias que viven en la calle, la violencia irá en aumento”, indica Peter Chomba, un legislador del condado perteneciente al partido gobernante y que es miembro de la comunidad kikuyu. “Si analizas lo que está pasando, llegas a la conclusión de que se trata de una campaña meticulosamente organizada. Atacan a profesionales de ciertas comunidades. Quieren que una sola comunidad tenga el control sobre este sitio”.
Con independencia del motivo, la muerte de menores de Eldoret en manos de la policía no resulta sorprendente para los keniatas. En repetidas ocasiones, los grupos de defensa de derechos humanos han expresado su preocupación por el hecho de que las ejecuciones extrajudiciales se han integrado en la cultura policial del país. Cada vez son más frecuentes los informes relativos a la ejecución de presuntos islamistas, autores de delitos menores e incluso defensores de los derechos humanos.
La semana pasada, el periódico Daily Nation publicó una base de datos de 122 personas muertas en manos de la policía en lo que va de año. La base de datos solo ha registrado dos asesinatos policiales en Eldoret y los activistas y algunos políticos afirman que hay un interés por encubrir los asesinatos de los niños vagabundos.
Los legisladores del condado indican algunos testigos que consiguieron grabar la operación policial en las barracas de California desde edificios cercanos han sido detenidos o la policía ha confiscado sus móviles.
Benson Juma, uno de los responsables de Ex-Street, fue atacado por un grupo de desconocidos que intentaron secuestrarlo y meterlo en un coche, unos días después de presentar una docena de testigos a the Guardian. Consiguió escapar en dos ocasiones distintas, gracias a la ayuda de los transeúntes. Se ha visto obligado a huir de Eldoret y se encuentra en un lugar seguro.
Kenia celebrará elecciones el año próximo y Juma cree que los ataques contra los niños de la calle no harán más que aumentar. “Esto empieza a parecerse a Brasil”, indica. “Enterramos, enterramos y enterramos a nuestros compañeros. No se puede soportar. Tal vez nos veamos obligados a hacer algo para que el gobierno comprenda que estamos hartos, para mostrarles nuestro sufrimiento”.
Traducción de Emma Reverter