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Desarraigados en México: niños estadounidenses “devueltos” a un país que casi no conocen

Nina Lakhani / Monica Jacobo

Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca —

Tras 14 años como trabajadora agrícola indocumentada en los Estados Unidos, Julia Aguilar volvió a México el año pasado con sus dos hijos, ambos nacidos en California. Los niños, entonces con siete y diez años de edad, no conocían el pueblo de San Martín Peras, en un rincón aislado del estado sureño de Oaxaca, donde ahora se estaban instalando.

La transición no fue fácil: los dos pequeños hablaban inglés y mixteco, una lengua indígena de la región, pero casi nada de español. El cambio fue especialmente difícil para el mayor, Jorge, que tuvo problemas para hacerse nuevos amigos y participar en clase en la escuela.

“Los niños se burlaban de él y de cómo hablaba español. A la maestra no le importaba. El pobre se sentaba en clase y no entendía nada ni podía hablar con nadie. Lloraba cada día y me pedía que lo enviara de vuelta a Estados Unidos”, relata Aguilar, de 39 años.

Jorge es uno del casi medio millar de estadounidenses que se han matriculado en escuelas mexicanas desde 2010 en medio de la creciente ola de deportaciones y repatriaciones voluntarias incentivadas por la crisis económica estadounidense y las obligaciones familiares.

Desde 2010, 1,4 millones de mexicanos han sido repatriados por agentes de inmigración de Estados Unidos y seguramente muchos más lo serán después de que el mes pasado la Corte Suprema negara el reconocimiento legal de 4 millones de padres indocumentados.

La cifra de mexicanos que vuelven voluntariamente a su país es desconocida, incluso cuando muchos se llevan consigo a sus hijos nacidos en Estados Unidos.

Cualquiera que sea la razón de su regreso, la transición es muy difícil para muchos niños nacidos en Estados Unidos que sufren el choque cultural y el cambio de idioma, así como dificultades en el acceso a la educación y los servicios sanitarios mientras sus padres llevan adelante el pesado y costoso proceso de solicitar la nacionalidad mexicana.

La integración es especialmente difícil para los niños que llegan a comunidades indígenas sumidas en la pobreza y el analfabetismo.

Mientras en los Estados Unidos la reforma inmigratoria quedó detenida en medio de debates presidenciales sobre la inmigración ilegal, en ambos lados de la frontera crece la preocupación por las dificultades que enfrenta este grupo creciente de población binacional.

“El doble rechazo condena a muchos niños”

“Estos niños son discriminados por su acento, por su ropa, y algunos de ellos rechazan la cultura y costumbres de su comunidad”, afirma Rufino Domínguez, director del Instituto de Atención Migratoria (IAM) en Oaxaca. “Este doble rechazo condena a muchos niños a la frustración y la depresión, y genera conflictos dentro de las familias.”

Oaxaca es el segundo Estado más pobre de México. Dos tercios de su población está bajo el nivel de la pobreza, y los más pobres están concentrados en la región montañosa Mixteca, donde comunidades indígenas mixtecas y triquis viven aisladas en los valles, subsistiendo con lo básico gracias a la agricultura y la artesanía tradicional.

La migración hacia Estados Unidos aumentó notablemente en los años ochenta, cuando los mexicanos se convirtieron en mano de obra barata del sector agrícola. Muchas comunidades mixtecas subsisten gracias al dinero que reciben de familiares que migraron a los Estados Unidos. Pero estos familiares no se quedan en el país vecino del norte para siempre, y cuando regresan traen a sus hijos: según un relevo de 2015, un quinto de los migrantes de Estados Unidos a México son nacidos en Estados Unidos.

Muchas familias indígenas vuelven a sus pueblos para cumplir con leyes indígenas tradicionales que los obligan a cumplir ciertos roles en la comunidad, como ser alcalde o policía. Incumplir estas leyes es castigado con grandes multas, o incluso con perder el derecho a la tierra ancestral.

Yucunicoco reúne ocho comunidades mixtecas en Juxtlahuaca. Se llega por una carretera ondulante que cruza las montañas cubierta de pinos, huertos de árboles frutales y plantaciones de maíz, calabaza y patata. La comida abunda, pero el dinero escasea, ya que no hay mercado donde vender la abundante producción.

Isabel Mendoza, de 28 años, y Salvador Leyva, de 29, estaban recién casados cuando viajaron a Oxnard, California, en 2004 para trabajar en plantaciones de bayas y ahorrar dinero para construir su casa en Yucunicoco. En 2011, volvieron de mala gana al pueblo porque a Leyva le tocaba dirigir el comité escolar.

Regresaron con sus dos hijos nacidos en Estados Unidos. Ahora, los niños con ocho y diez años han olvidado el inglés completamente.

“Quiero enviar a mis hijos de vuelta a aprender inglés y a estudiar para que luego puedan tener mejores empleos y la vida no sea tan dura para ellos”, dice Mendoza en un español poco fluido.

Mendoza consiguió la doble nacionalidad de sus hijos antes de irse de California, algo que Estados Unidos está intentando fomentar, ya que el procedimiento es mucho más ágil que hacerlo luego en México.

Pero es muy poco común. Muchos padres no saben siquiera qué documentos necesitan llevar, otros tienen miedo de hacer trámites porque son inmigrantes ilegales. Los que son deportados a menudo llegan a su país sin ninguna documentación.

Karla Ramírez, 16, nació en Oregon, donde su madre Rosa Rincón había viajado en busca de empleo. Como eso no dio resultados, enseguida volvieron a San Juan Yuta, otra aislada comunidad mixteca, donde Ramírez creció con sus hermanas nacidas en México. (Los nombres de todos los integrantes de la familia fueron modificados para preservar su identidad).

A los 11 años, Ramírez se fue a vivir con familiares a Texas, donde aprendió inglés, comía pizza, iba al cine y soñaba con ser agente de policía. Pero cuando regresó a México de vacaciones en 2014, Ramírez decidió quedarse a pesar de las dificultades.

Su certificado de nacimiento y sus documentos escolares quedaron en Texas, por lo que fue rechazada por el sistema educativo local. Se quedó en casa cuidando de su sobrina recién nacida mientras los demás trabajaban en el campo o iban a la escuela.

Pero en febrero de 2015 fue violada por su cuñado. Aunque no se lo contó a nadie debido al pánico que sentía, la verdad se supo cuando el pasado octubre dio a luz a una niña.

Investigar una violación por 150 euros

Cuando Rincón llevó a su hija a denunciar la violación, la policía se negó a tomarle la denuncia hasta que no llegara el certificado de nacimiento de Ramírez desde Estados Unidos con una apostilla o legalización oficial. Entonces, los agentes le pidieron 3.000 pesos (150 euros) por investigar el delito, una suma que la familia no tenía. Mientras tanto, el violador escapó.

Las autoridades se niegan a registrar al bebé porque el certificado de nacimiento de Ramírez tiene mal escrito el nombre de su madre. La clínica de la comunidad amenaza con negarle a la niña la cobertura de salud básica, incluidas las vacunas, porque no tiene documentos de identidad mexicanos. La familia está destrozada. Ramírez, que hace dos años que no va a la escuela, quedó traumatizada.

“Si la escuela la hubiera aceptado o si yo la hubiera obligado a volver a Estados Unidos, nada de esto habría pasado”, se lamenta Rincón.

Ramírez quiere volver a Texas a terminar la escuela, y el consulado estadounidense la está ayudando a sacarle el pasaporte y la nacionalidad norteamericana a su hija, pero su futuro todavía es incierto.

En el pasado, a menudo los padres pagaban por conseguir certificados de nacimiento mexicanos falsos para sus hijos para poder matricularlos en la escuela, darles vacunas y tener acceso a otras coberturas básicas. Pero esto es ilegal y luego puede traerles problemas a los niños para reclamar su ciudadanía estadounidense.

Desde 2011, Rufino Domínguez y su equipo del Instituto de Atención Migratoria han ayudado a miles de familias por año a pedir la doble nacionalidad de sus hijos.

La discriminación hace que vuelvan

“La identidad es un derecho humano. Es la llave para acceder a muchas cosas, pero este sector de la población sigue siendo invisible”, explica Domínguez, cuyo mandato acaba en diciembre. “La verdad es que la violencia, la pobreza y la discriminación terminan por hacer que muchos regresen a Estados Unidos.”

Estados Unidos considera a las familias transnacionales como muy vulnerables, según Lisa Gisvold, directora del Departamento de Servicios a Ciudadanos Estadounidenses de la Embajada de Estados Unidos en la Ciudad de México.

“Muchos de estos niños han pasado su vida en las sombras, tanto en Estados Unidos como en México –primero como hijos de padres indocumentados en Estados Unidos y luego como niños que no pueden probar su identidad ni su ciudadanía mexicana. Estos niños binacionales deberían ser uno de nuestros grandes recursos para la próxima generación”, afirma Gisvold.

De regreso en San Martín Peras, Julia Aguilar nos cuenta que su hijo Jorge estaba tan deprimido que al final lo envió de vuelta a California a vivir con sus hermanos mayores (e indocumentados). Está más contento en la escuela, pero la separación es dolorosa.

Aguilar dice: “No me habla, solo llora porque quiere que yo también regrese, pero es muy caro y peligroso. Es lo mismo para todos aquí: dejamos a nuestros hijos para encontrar trabajo o los enviamos lejos para estudiar. Nunca tuve a todos mis hijos conmigo al mismo tiempo”. 

Este reportaje fue financiado por la Fundación WK Kellogg como parte de un proyecto de investigación sobre discriminaciones invisibles del Programa de Periodismo sobre Políticas Públicas del Centro de Investigación y enseñanza de Economía (cidecide), en la Ciudad de México.

Traducido por Lucía Balducci