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Donna Haraway: “Pensar que la realidad es una cuestión de creencias es herencia de las guerras religiosas”

Moira Weigel

Estados Unidos —

La historia de la filosofía es también la historia de las casas.

De camino a Santa Cruz para conocer a Donna Haraway, no puedo evitar pensar que he nacido demasiado tarde. Llego a su casa y todo remite a los años de libertad y creatividad que el bienestar material de la posguerra hizo posible en el norte de California, desde la escultura de un burro metálico en el zaguán hasta el gran gallo negro pavoneándose en el gallinero de la parte de atrás, o los perros que corren ladrando a la puerta cuando escuchan el timbre.

Aquella contracultura creó un lenguaje y una forma de ver el mundo que hoy muchas empresas tecnológicas dicen continuar. Las mismas que a la vez hacen imposibles los alquileres para las personas que impulsaron y vivieron esa contracultura.

En 1980 Haraway aterrizó en la Universidad de Santa Cruz para dirigir la primera cátedra de teoría feminista en Estados Unidos. Todavía transmite una sensación de apertura y posibilidad. Ella fue una más en la influyente generación de académicas feministas educadas como científicas antes de meterse con la filosofía de la ciencia para investigar el efecto que los estereotipos de género tenían en la producción de conocimiento sobre la naturaleza.

Su texto más famoso sigue siendo 'El Manifiesto Cyborg', publicado en 1985. Comenzó como un encargo para la revista Socialist Review sobre la estrategia feminista tras la elección de Ronald Reagan y se convirtió en una profética reflexión sobre el significado de ser hombre, mujer, o cualquier tipo de persona, después de la cibernética y la digitalización. El texto la convirtió en una académica de culto. “Para los veinteañeros bohemios, su nombre tiene un caché comparable al de las actuaciones de música electrónica o las últimas fenetilaminas”, escribió Hari Kunzru sobre Haraway en un perfil publicado años después por la revista Wired.

La visión cyborg del género como algo maleable y en transformación era radicalmente nueva. Su mapa de una tecnología de la información que relacionaba a personas de todo el mundo en nuevas cadenas de afiliación, explotación y solidaridad ha demostrado ser de gran clarividencia hoy, cuando un influencer de Instagram en Berlín puede hacer dinero para ejecutivos en Silicon Valley accediendo con su teléfono ensamblado en China y con cobalto del Congo a una plataforma moderada en Filipinas.

Otro influyente texto de Haraway es el que publicó después sobre los “conocimientos ubicados”, como ella misma lo definió. Desarrollado en conversación con filósofas y activistas feministas como Nancy Hartsock, el ensayo gira en torno a la construcción de la verdad. Según Haraway, son prácticas concretas de personas específicas las que construyen la verdad. Como ejemplo, el de los científicos de un laboratorio que no se limitan a observar o a realizar experimentos con una célula. Al mirarla, medirla, darle nombre y manipularla, son cocreadores de lo que es efectivamente una célula.

No era la primera vez que se decía algo así en la historia del pragmatismo estadounidense, pero esas ideas se volvieron políticamente explosivas durante las llamadas guerras de la ciencia de los años noventa, cuando “realistas científicos” y “posmodernistas” se enfrentaron en debates públicos con ecos que llegan a nuestros días en la actual polémica sobre parcialidad y objetividad del mundo académico.

Los últimos trabajos de Haraway se centran en las relaciones entre los seres humanos y los animales, y en la crisis climática. Siempre va un paso por delante, es el tipo de feminista de izquierda que cree en el pensamiento colectivo. Cita todo el rato y reconoce el trabajo de otras personas, también el de los estudiantes universitarios. 'Storytelling for Earthly Survival' el reciente documental sobre su vida y obra rodado por el cineasta italiano Fabrizio Terranova, captura perfectamente ese compromiso de Haraway, así como su extraordinaria creatividad y agilidad mental.

En su casa en Santa Cruz hablamos de aquellas guerras de la ciencia y de su utilidad para entender nuestra actual coyuntura “posverdad”, de qué piensa sobre el activismo climático contemporáneo y sobre el Green New Deal y de la importancia esencial que tiene el juego en la política.

Una y otra vez nos dicen que la nuestra es la época de la “posverdad”, algunos críticos culpan a filósofas como usted por sentar las bases del “relativismo” en el que florece la “posverdad” ¿Cuál es su respuesta a esas críticas?

Nunca dijimos que la verdad fuera algo que solo depende de la perspectiva. [El filósofo] Bruno [Latour] y yo participamos una vez en una conferencia en Brasil, y eso me hace pensar en la cantidad de combustible de avión que gastamos difundiendo nuestras ideas con viajes, si quieren criticarnos, mejor que lo hagan por eso y no por liderar el camino a la posverdad… Pero bueno, estábamos en esa conferencia, donde además de nosotros había un grupo de biólogos que hacían trabajo de campo con primates, y Stephen Glickman, un biólogo muy bueno, que nos apartó un momento para decirnos esto en privado: “Esto no es para avergonzarlos pero díganme una cosa, ¿ustedes creen en la realidad?”

A los dos nos sorprendió la pregunta. Lo primero, que la planteara como una cuestión de fe, una pregunta confesional, la pregunta de un protestante. Pensar que la realidad es una cuestión de creencias es una herencia secular de las guerras religiosas. En los hechos, la realidad es una cuestión de habitar y del ser mundano. Se trata de poner a prueba la capacidad de las cosas de sostenerse por sí mismas, ¿se sostienen por sí mismas o no?

La evolución, por ejemplo. La pregunta de si crees o no en la evolución ya está cargada. Si respondes “por supuesto que creo en la evolución” has perdido porque estás entrando en el lenguaje del representacionalismo y, para ser sincera, de la posverdad. Has entrado en un terreno donde todos estos temas tienen que ver con una convicción interna y no con el mundo. Has abandonado el dominio de lo mundano.

Los activistas que nos atacaron durante las guerras de la ciencia estaban empeñados en pintarnos como 'construccionistas sociales' para los que toda verdad es una mera construcción social. Creo que en parte fue culpa nuestra, que por varios motivos incitamos esas interpretaciones erróneas. Podíamos haber tenido más cuidado al escuchar y tomado parte del debate de una forma más pausada. Era demasiado fácil que se nos malinterpretara como nos malinterpretaron los activistas de la ciencia. Ahí es cuando la derecha se apropió de las guerras de la ciencia, algo que terminó alimentando toda la argumentación de la noticias falsas.

Usted tiene un doctorado en biología, ¿cómo ven sus colegas científicos su enfoque de la ciencia?

Hasta el día de hoy solo conozco a uno o dos científicos a los que les gusta hablar así. Y los científicos tienen buenas razones para ser muy cuidadosos con este tipo de lenguaje. Formo parte del movimiento 'Defender la Ciencia' y, en la mayoría de las ocasiones públicas, le bajo el tono a mis propios compromisos ontológicos y epistemológicos. Si uso el lenguaje representativo y defiendo una objetividad no demasiado sólida es porque creo que, en este momento, hay que hacerlo así.

¿Significa eso falta de honestidad? No lo creo. Tiene que ver con la idea del “esencialismo estratégico” [desarrollado por la teórica poscolonial Gayatri Chakravorty Spivak]. Hablar el mismo idioma que las personas con las que compartes la mesa tiene una utilidad estratégica. Se construye un lenguaje que permite trabajar juntos en algo. Estamos juntos en lo que podemos hacer que suceda ahora y aquí. Mañana iremos más lejos.

En las luchas en torno al cambio climático, por ejemplo, tienes que unirte a tus aliados para bloquear la cínica, bien financiada y exterminadora maquinaria que prolifera en el mundo. Yo creo que eso es lo que estamos haciendo mis colegas y yo. No es que nos hayamos callado o abandonado el aparato teórico que desarrollamos. Pero uno puede relegar o resaltar lo más destacado en función de la coyuntura histórica.

¿Qué es en este momento lo más destacado para usted?

Las luchas por la soberanía sobre la tierra y el agua, como las del oleoducto Dakota Access, las de la minería de carbón, como en la meseta de Black Mesa, y las del extraccionismo, que se da en todas partes, ocupan el centro de mi atención. Estoy concentrada en la crisis de extinción y exterminación de escala global, en los desplazamientos humanos y en los no humanos, y en el desamparo. Ahí es donde están mis energías. Mi feminismo va por otros lugares.

Poniendo el Green New Deal como ejemplo, ¿qué tipo de estrategia política considera más importante para los jóvenes activistas del clima?

El juego, la medida en la que las personas dedicadas a esto puedan jugar, es fundamental para generar un nuevo imaginario político que oriente el trabajo hacia lo que tiene que hacerse. Se trata de abrir la imaginación a un escenario que no sea lo que [la etnógrafa] Deborah Bird Rose llama la “muerte doble”: el exterminio, la extracción, el genocidio.

Nos enfrentamos a un mundo con estas tres cosas. Nos enfrentamos a la generación sistémica del desamparo. Las flores no florecen en el momento adecuado, por eso los insectos no pueden alimentar a sus crías ni viajar porque todo el calendario está al revés, es una especie de abandono forzoso, como una migración forzada en el tiempo y en el espacio.

Lo mismo ocurre en el mundo humano. En regiones como Oriente Medio y América Central vemos desplazamientos forzados y algunos de ellos son migraciones climáticas. En los países del Triángulo Norte de América Central [Honduras, Guatemala y El Salvador], la sequía está expulsando a la gente de sus tierras. Así que no es una cuestión exclusivamente humana. Es una cuestión que afecta a muchos tipos y especies.

¿Por qué es tan importante el juego?

El juego captura mucho de lo que ocurre en el mundo. En biología y química se da algo así como un oportunismo a lo bestia, donde las cosas funcionan de forma aleatoria hasta que se ordenan y generan sistemas. No se logra como un problema de funcionalidad directa. Tenemos que desarrollar prácticas que nos permitan pensar en actividades más allá de la funcionalidad, que propongan algo posible que aún no lo sea, o lo que aún no es pero sigue abierto.

Me parece que nuestra política actual requiere que nos animemos unos a otros para hacer precisamente eso. Descubrir cómo, unos con otros, podemos abrir posibilidades para lo que aún puede ser. Y eso no se logra de un modo negativo. No lo vamos a hacer si nos limitamos a criticar. Necesitamos la crítica, por supuesto que sí, pero no va a ser eso lo que abra la posibilidad de lo que aún puede ser. Así no se va a abrir lo que todavía no es posible y a la vez profundamente necesario.

El desorden establecido de nuestra era no es necesario. Existe. Pero no es necesario.

Traducido por Francisco de Zárate