¿Está algún ciudadano británico pensando en organizar una fiesta de oficina regada de alcohol, aunque esa reunión termine transformándose en un evento de contagio masivo en medio de la explosión de casos de COVID? Pues no pasa nada. Ese es el consejo oficial del Gobierno británico, al que acusan de estar demasiado dispuesto a abrir una botella para celebrar. Eso sí, haga lo que haga el ciudadano en su visita a la oficina, que no sea para trabajar.
La variante ómicron ha empujado finalmente a Boris Johnson a adoptar el plan B para la COVID que tenía en reserva, un plan típicamente johnsoniano por lo contradictorio, lo apresurado y lo rodeado de turbias acusaciones. A partir de este lunes, todo el que pueda tendrá que trabajar desde casa. Pero a la vez, el primer ministro quiere que sigan adelante las fiestas de la oficina y las representaciones teatrales de la Navidad en los colegios. Hará falta un pasaporte COVID para entrar en grandes recintos, sí, pero nada de mascarillas en pubs o en restaurantes.
Si estas concesiones tenían como objetivo apaciguar a los tories amantes de la libertad, no lo consiguieron. Los diputados que ya amenazaban con rebelarse en masa se indignaron aún más cuando Johnson insinuó que estaba considerando la vacunación obligatoria. Su propio ministro de Sanidad, Sajid Javid, se apresuró a decir que una medida así no sería ética, lo que da una idea del poco debate que la idea tuvo en el consejo de ministros antes de ser desechada, aparentemente sobre la marcha.
La explicación más amable para todo este caos es que Johnson estaba distraído. Carrie, su esposa, se había puesto de parto mientras él corría desde la sesión parlamentaria de preguntas hacia la rueda de prensa por la COVID del miércoles. Pero hasta entre sus diputados hay varios que ya no están dispuestos a ser tan caritativos y que lo acusan de jugar con la salud pública para desviar la atención puesta sobre la ya famosa fiesta de Navidad que supuestamente se celebró en Downing Street durante el confinamiento del año pasado (una más de la media docena de veladas y fiestas de despedida que supuestamente tuvieron lugar en 2020, cuando ya se habían prohibido los encuentros sociales).
Pérdida de credibilidad
Downing Street ha negado una y otra vez que se hayan infringido las normas en sus instalaciones pero, según una encuesta de la cadena Sky News, solo el 9% de los votantes se lo cree. Mientras tanto, las medidas de salud pública que de verdad hacen falta se ven empañadas por su vinculación con el primer ministro. Una mayoría de la población seguirá cumpliendo y obedeciendo las nuevas normas, como siempre ha hecho, por miedo a contagiar a sus seres queridos. Pero, según Michael Kill, el director de la asociación del sector del ocio nocturno, su negocio se ha sacrificado “para que el primer ministro salvara su propio pellejo”.
De la misma forma en que durante los buenos tiempos la magia de Boris Johnson se contagiaba a todos los conservadores, ahora ensucia todo lo que toca. El efecto fue evidente esta semana con el espectáculo de Allegra Stratton, la ex portavoz que se reía de que se habían saltado las reglas COVID en una fiesta navideña, tragando saliva mientras leía su dimisión. Hace poco más de un año, Stratton era conocida por haber sido la asesora que pulió hábilmente la aureola del impecable canciller Rishi Sunak. En Downing Street la contrataron después para que hiciera algo parecido con Boris Johnson, presentando las ruedas de prensa regulares del primer ministro. En uno de los ensayos para esos briefings Stratton fue filmada riéndose de las preguntas sobre una fiesta a la que dice no haber asistido.
El miércoles parecía genuinamente destrozada, como si se diera cuenta por primera vez de lo que había sido de ella. Independientemente de que tuviera o no conocimiento de las fiestas, la acusación contra Boris Johnson es por su responsabilidad en crear una cultura imprudente y obscena donde aparentemente todo vale, aunque los que le siguen se quemen con demasiada frecuencia.
Nick Macpherson, que fue secretario del Tesoro, tuiteó esta semana unas líneas de la novela El Gran Gatsby que llevaban toda la semana resonando en mi cabeza sobre los privilegiados de la edad dorada de Estados Unidos que “destrozaban cosas y criaturas y luego se retiraban a su dinero o a su enorme indiferencia”, dejando que otros recogieran los pedazos. La pregunta ahora es saber si la aparente decisión de Johnson de tirar por la borda a miembros de su propio equipo (cuando sugirió haber sido engañado sobre lo que ocurría dentro de su propio edificio), animará o no a reducir sus pérdidas a alguno de los colaboradores necesarios que quedan.
La posición del partido
Los conservadores saben cómo termina todo una y otra vez, ¿cómo es posible que sigan yéndose a la cama (metafóricamente) con Boris Johnson? Algunos asumen que son capaces de controlarlo, como hizo Dominic Cummings, ex asesor, al calcular que lo importante era conseguir el Brexit aunque luego fuera destituido. Unos pocos imaginan que podrán cambiarlo y otros no se hacen ilusiones, pero consideran que, por ahora, seguirle el juego tiene sus compensaciones. Una categoría de gente dedicada al intercambio de favores que engloba a muchos de los diputados que lo votaron como líder. Mucho depende de los cálculos que se hacen dentro de este grupo y que están cambiando constantemente.
Si Downing Street hubiera dado una respuesta clara desde el principio, a estas alturas lo de las fiestas de Navidad ya sería historia antigua. Pero la atención se habría centrado entonces en la multa que la comisión electoral impuso al Partido Conservador por su responsabilidad en el intento de hacer a los donantes financiar una remodelación del piso privado de los Johnson, y en la curiosa discrepancia que hay entre los detalles proporcionados por ese informe y lo que Johnson había dicho antes sobre esas remodelaciones a Lord Geidt, el asesor independiente en asuntos ministeriales. Si no hubiera sido eso, habrían sido las últimas acusaciones de la polémica intervención de Boris o Carrie Johnson durante la caótica evacuación británica de Afganistán para ayudar a sacar de Kabul a Pen Farthing y su colección de animales (algo que Downing Street también ha negado antes).
Ya no es solo una cuestión de que a los votantes les importe, sino de que los diputados enviados a sostener en público la línea oficial puedan seguir mirándose en el espejo. El Partido Conservador debe preguntarse si se resigna a seguir siendo humillado de esta manera por su propio líder o si puede finalmente reunir la autoestima que hace falta para liberarse.
Traducción de Francisco de Zárate