Cada día, miles de personas compiten por ser más inteligentes que un hombre: Will Shortz, el editor de crucigramas del New York Times desde hace casi tres décadas.
Los adictos a los crucigramas -o “cruciverbalistas”, en la jerga- necesitan su dosis diaria, y prefieren obtenerla de un hombre cuyo crucigrama se considera el paradigma de la excelencia. En función de la destreza y el temperamento de un rompecabezas, y del día de la semana (los rompecabezas de los lunes son los más fáciles, los sábados los más difíciles), quien los hace puede llegar hasta el final y terminarlo, con un subidón de dopamina triunfante o destrozar una taza de café contra la pared.
“Creo que el ser humano tiene un deseo natural de llenar espacios vacíos”, afirma Shortz en una entrevista con The Guardian. Recibe al diario en su casa de estilo Tudor, en un pueblo situado al norte de Nueva York. “Nos da una sensación de plenitud, de completar una cuadrícula”. Y añade: “Cuando empezamos a rellenar las últimas casillas, nos da un subidón de adrenalina y dopamina. Es una gran sensación, como una droga”.
Es difícil exagerar la importancia de Shortz en el mundo de los crucigramas. Los expertos, como los kremlinólogos de antaño, hablan de las épocas “shortziana” y “pre-shorziana”. Incluso sus detractores, especialmente los aficionados más jóvenes y las mujeres que creen que el crucigrama del Times es demasiado blanco y masculino, reconocen su “liderazgo visionario”.
Si se siente solo en la cima, Shortz no lo demuestra. Está tan ocupado y lleno de energía como siempre. Además de editar el crucigrama del New York Times, hace un crucigrama radiofónico semanal en la radio pública NPR, dirige el Torneo Estadounidense de Crucigramas y es propietario del mayor club de tenis de mesa de Estados Unidos.
El Errol Flynn de los crucigramas
En un documental de 2006, Wordplay [juego de palabras], el presentador y cómico Jon Stewart afirma: “Cuando te imaginas al tipo de los crucigramas” -Shortz- “crees que mide medio metro, que no se atreve a caminar más de un metro y medio sin su inhalador. Y, sin embargo, es un hombre gigantesco. Es el Errol Flynn de los crucigramas. Al conocerlo en persona, pensé, 'bueno, pensaba robarte el dinero del almuerzo, pero ahora que te conozco creo que podrías ganarme en una pelea'. Así que me eché atrás de inmediato”.
En un encuentro reciente con Shortz, descubro que Stewart ha exagerado, pero sólo un poco: es un hombre de 68 años, de estatura y complexión media aunque, como Errol Flynn, lleva bigote. Y más tarde, cuando compito con él en un partido de tenis de mesa, me siento como un ratón que se ha encontrado de repente en las garras de un halcón.
El aura de Shortz es meticulosa, aunque a veces caótica. Se plasma en su casa, un sitio con encanto y algo desordenado. Su hogar contiene lo que podría llamarse la Colección Shortz: más de 25.000 libros y revistas de rompecabezas, incluida una de 1533, y diversos artefactos y trofeos relacionados con los puzzles. Las estanterías de su biblioteca, repletas desde hace tiempo, se complementan con torres de papel de dos y tres niveles de profundidad. Como ya no cabe en la biblioteca, Shortz utiliza una pequeña habitación adyacente como despacho.
Mientras Shortz me muestra el primer ejemplar de la primera edición del primer libro de crucigramas publicado, su becario, Owen, un estudiante de la Universidad de Princeton, trastea en el fondo. Aunque son innumerables las personas que hacen crucigramas, son muchas menos las que los construyen. Los aprendices más ambiciosos buscan el apoyo de los maestros de los crucigramas.
En el Times y en otras publicaciones, los colaboradores envían crucigramas, y se les paga si son elegidos. El Times ofrece las tarifas más altas del sector -hasta 750 dólares por un crucigrama entre semana, y hasta 2.250 dólares por uno dominical- y los autores son mencionados y se les atribuye la autoría.
Todos los días, Shortz y sus colegas eligen las propuestas, las comprueban y las ajustan, y las envían a los que las resuelven. Después de la edición, aproximadamente la mitad de las pistas de un crucigrama típico son del autor y la otra mitad son de Shortz.
Crucigramas desde niño
Shortz, que nació en el estado de Indiana en 1952 y creció en una granja de caballos, ha hecho crucigramas desde que tenía ocho o nueve años. Su interés por los juegos de palabras y las competiciones venía de su madre, una escritora de cuentos infantiles y artículos con una gran facilidad para ganar premios de escritura. La escritora contribuyó a la economía del hogar y compró electrodomésticos y dos coches escribiendo limericks, relatos cortos y, en una ocasión, el nombre de una nueva línea de chicles.
A los 14 años, Shortz vendió su primer crucigrama. A los 16, empezó a colaborar con revistas de rompecabezas. En la universidad, donde se hizo su propio plan de estudios, obtuvo el primer título del mundo en “Enigmatología”, el estudio de los rompecabezas. También se licenció en Derecho, pero nunca ejerció porque se dedicó de inmediato a los rompecabezas.
En 1993, tras una exitosa carrera como editor de la revista Games, Shortz se convirtió en el editor de crucigramas del Times. Hoy en día, la sección tiene una plantilla de cinco personas. Cuando Shortz empezó, solo estaba él. “Los primeros meses fueron difíciles”, dice.
Los descontentos
Pronto aprendió que no se puede complacer a todo el mundo. Recibía entre 25 y 50 cartas a la semana, la mayoría de ellas de personas descontentas. En el documental Wordplay, Shortz lee algunas de las cartas hostiles: “Esto es una idiotez y es completamente injusto”... “Deberían colgarle por los cojones”... “Las ranas saltan pero los sapos no. Se pasean”.
Hoy recibe menos mensajes de odio. La gente se desahoga en foros online o publica críticas de los crucigramas en blogs.
Los blogueros de crucigramas, cuyo considerable vocabulario se convierte fácilmente en un arma, pueden ser “implacables”, en palabras de la autora de crucigramas Anna Shechtman, ex ayudante de Shortz, cuyos crucigramas para el New Yorker, que mezclan la alta cultura con la más popular, beben de la cultura pop y de las intelectuales feministas.
Sin embargo, la estrategia más común es criticarlo con elogios con segundas. “Me quedé absolutamente anonadado por un par de nombres propios de los que nunca había oído hablar”, dice una reseña reciente, “pero por lo demás, todo estaba perfectamente bien. Muy competente. Un domingo muy sencillo e inofensivo”.
Shortz es un hombre de mundo. Ha actuado como invitado en numerosos programas de televisión y películas, incluido un episodio de Los Simpson. Los creadores de la película de 1995 Batman Forever le pidieron que escribiera acertijos para un personaje.
En 2004, el juego de lógica japonés sudoku llegó a Europa. Fue un éxito. Pronto muchos periódicos europeos publicaron sudokus junto con crucigramas. Los editores estadounidenses se prepararon para reaccionar ante este fenómeno.
El editor de libros de Shortz llamó y le dijo: “Necesito tres volúmenes de sudokus, y los necesito en dos semanas”. Recurrió a un amigo de los Países Bajos que escribía programas informáticos. Utilizando un algoritmo matemático, cumplieron con el plazo. El primer volumen vendió 1,2 millones de ejemplares. “Fue... mucho dinero”. Se ríe. “Los libros se siguen vendiendo, aunque ya no están tan de moda”.
“A la gente le gustan los desafíos”, señala Shortz. “Si lo piensas, nos enfrentamos a retos todos los días. La mayoría no tienen soluciones claras. Los crucigramas hechos por el hombre tienen soluciones perfectas”.
La importancia de las palabras
Un editor de crucigramas es un árbitro cultural. Cuando las palabras y las frases pierden vigencia, un editor puede tomar la dolorosa decisión de prescindir de ellas.
Por ejemplo: SDI (Iniciativa de Defensa Estratégica) ya no suscita el reconocimiento que tuvo durante el Gobierno Reagan. Del mismo modo, el reto del cubo de hielo -como pista para la ELA (ALS en inglés y la enfermedad para la que la actividad recaudaba dinero- parece que es historia. Además, a Shortz no le gustan las pistas sobre enfermedades: “Se supone que los crucigramas deben entretener a la gente y animarla. No es divertido pensar en la enfermedad”. Esa pista se convirtió en “Vicepresidente Gore y otros”: Als (por su nombre de pila, Al).
Hombres blancos
El lenguaje también es político.
En 2018, Shortz publicó un acertijo que contenía una palabra, beaner (recolector de judías), que a veces se usa peyorativamente para referirse a los estadounidenses de origen mexicano. Se disculpó, diciendo que no era consciente de las connotaciones de la palabra y que siempre tiene en cuenta si las palabras elegidas pueden ser ofensivas. Sin embargo, este error pareció confirmar una crítica que sus detractores han repetido: que los editores de crucigramas, en su mayoría blancos y hombres, tienen carencias culturales que se reflejan en los crucigramas que eligen y en las pistas que aceptan o rechazan.
“Es un tema importante”, reconoce Shortz. “Tradicionalmente, los crucigramistas han sido hombres blancos, no sólo en el Times, sino en todas partes”.
El 30% de los crucigramas que el Times publicó el año pasado fueron hechos por mujeres, dice, pero sólo el 20% de las propuestas que recibieron fueron de mujeres que construyen crucigramas y los mandan al diario. Añade que la mitad de la plantilla de la sección de crucigramas son mujeres e incluye a personas de color.
Shortz, que recientemente superó el hito de haber editado más de 10.000 crucigramas en el New York Times, dice que no tiene intención de retirarse. Para que un nuevo editor tome el poder será necesario que Shortz muera (a manos de un rival, se imagina, o de un fanático de los crucigramas enfurecido), o que el Times le obligue a apartarse. De las cuatro personas que han ocupado ese puesto en el diario, él ha sido el que más tiempo ha permanecido en el cargo.
“He sobrevivido a todos ellos”, dice.
“¿Su salida provocaría una lucha de poder?” le pregunto.
Shortz parece encantado con la posibilidad. No obstante, da una respuesta diplomática alabando a su colega Joel Fagliano.
Otra estrella emergente del mundo de los crucigramas es Erik Agard, un antiguo campeón que se convirtió en editor de crucigramas del diario USA Today después de que el anterior editor fuera acusado de plagio. Agard es considerado algo así como el Picasso de los crucigramas. Al igual que Schechtman, Agard no ha ocultado su deseo de revolucionarlos con pistas más “inclusivas” y vanguardistas, es decir, menos adaptadas a un lector cuyos supuestos conocimientos culturales se corresponden a personas de mediana edad, heterosexuales y blancas.
El tenis de mesa
Tras una charla, Shortz se ofrece a llevarme a ver su club de tenis de mesa. Mientras nos dirigimos a la puerta, derriba accidentalmente una pila de libros raros de valor incalculable, pero no parece inmutarse.
Nos subimos a su coche -un deportivo Alfa Romeo blanco que ha comprado recientemente- y conduce hasta el club, que está a sólo unos minutos de su casa. Se ha olvidado de ponerse el cinturón de seguridad, lo que hace que el coche emita un insistente pitido, así que asumo el control del volante mientras se lo pone.
Shortz fundó el Centro de Tenis de Mesa de Westchester en 2011. Juega durante una hora o más cada tarde. No ha faltado ni un día, dice, en ocho años y medio (se sabe el tiempo exacto). “Se logra una satisfacción parecida en un partido de tenis de mesa difícil y al resolver un rompecabezas difícil”, dice. “Te olvidas de todo lo demás”.
Me había imaginado un sótano de iglesia polvoriento con unas cuantas mesas de juego desvencijadas que se disputaban el espacio con los bancos rotos. En cambio, entramos en un gimnasio moderno y luminoso, con docenas de mesas. Unas 15 personas de diversas edades y etnias, casi todos hombres, pululan por allí. El club cuenta con tres profesionales a tiempo completo, entre los que se encuentran el ex entrenador nacional de tenis de mesa de Barbados, un antiguo miembro del equipo nacional de Ghana y el seis veces campeón de Togo.
Shortz intenta enseñarme a jugar al tenis de mesa -ningún deportista lo llama ping-pong, término que se asocia, con desprecio, a los “jugadores de garaje”- pero después de que me ponga suficientemente en evidencia, me retiro. Empieza a jugar con un hombre casi tres veces más joven que él.
El juego aumenta rápidamente en intensidad y violencia. La pelota rebota entre ellos a una velocidad inquietante, trazando arcos cada vez más amplios en el aire. Para la pequeña pelota de plástico que se precipita sobre la mesa, el otro lado de la pista debe parecer algo así como un portaaviones para un avión de combate que se aproxima: un punto distante de la pista de aterrizaje, desalentadoramente pequeño y lejano, pero que se acerca a una velocidad aterradora.
La actitud que hasta ese momento había mostrado Shortz, amable, pausada y ligeramente desaliñada, ha sido sustituida por una concentración intensa y total. Cuando se anota un punto, o la pelota sale fuera de juego, reanuda el juego inmediatamente, sin pausa para respirar, y con un fervor redoblado.
Sólo opta por interrumpir el juego cuando recuerda que se ha ofrecido a acompañarme hasta la estación de tren. Mi tren sale en 12 minutos.
Cuando salimos, le pregunto: “¿Quién iba ganando?”. “Oh”, dice Shortz, “eso fue solo...”. Hace un gesto vago. “No llevábamos la cuenta”. Entonces, una gran sonrisa aparece bajo su bigote. “Bueno, yo sí lo hacía”.
Traducido por Emma Reverter.