Desde su creación hace más de dos décadas, la Corte Penal Internacional (CPI) ha imputado a 50 personas, 47 de ellas africanas. Sus investigaciones se han centrado de forma abrumadora en crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en países africanos. Durante mucho tiempo se ha dado por sentado, pero nunca se ha verbalizado, que el tribunal y sus procesos, por decirlo sin rodeos, se centran en un determinado tipo de dirigentes políticos a los que es más fácil perseguir. “La Corte está pensada para africanos y matones como Putin”, le espetó al parecer un alto dirigente electo, consternado, al fiscal de la CPI, Karim Khan, cuando su equipo solicitó recientemente órdenes de detención contra el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, su ministro de Defensa, Yoav Gallant, y tres dirigentes de Hamás.
De nuevo, contundente, pero no revelador. Al menos no para los países del mundo más familiarizados con el tribunal y sus investigaciones. La lista de presuntos vulneradores del derecho internacional y de acusados ha afianzado durante mucho tiempo la impresión debajo del ecuador de que la CPI es un tribunal para africanos y, más recientemente, para rusos. ¿Cómo no va a ser así cuando, en los años transcurridos desde la fundación del tribunal, Estados Unidos, con apoyo de otros países, ha invadido, de forma lamentable, Irak y Afganistán, ha establecido una prisión extrajudicial para sospechosos de terrorismo y ha creado una red de tortura y detención gestionada por la CIA? Los conflictos en África se consideran íntimos, tribales e intencionados de una manera que los de otros lugares no lo son. La sugerencia subyacente es que en las guerras occidentales la población civil es asesinada y detenida ilegalmente por accidente, mientras que otros países lo hacen a propósito.
Hay que ser muy ingenuo para creer que solo las acciones de los líderes africanos o rusos alcanzan el umbral necesario para infringir las reglas de guerra. Sin embargo, siempre ha existido una pátina de credibilidad. Estados Unidos y Reino Unido han reaccionado con indignación y han rechazado de plano la orden de detención del fiscal de la CPI contra Netanyahu. Por su parte, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el órgano judicial de las Naciones Unidas, ha ordenado a Israel que proteja a los palestinos del genocidio y detenga su ofensiva en Rafah. Israel ha enviado a sus tropas a invadir otro territorio, causando la muerte de civiles en el proceso, y sin embargo se nos anima a pensar que su ofensiva sigue la misma línea que todas esas otras “guerras justas” que ha librado Occidente: otra de esas misiones morales defensivas durante las cuales han ocurrido sucesos desafortunados. Sucesos desafortunados que de alguna manera nunca llegan a ser criminales, porque, aparentemente, no puede evitarse que en la guerra ocurran cosas horribles.
Los países que no pertenecen al banquillo de los acusados son los que se investigan a sí mismos, y se considera que no necesitan la supervisión paternal de los tribunales mundiales. El Senado estadounidense presentó un informe y una acusación contra las técnicas de detención e interrogatorio de la CIA, y la investigación Chilcot sobre la guerra de Irak condenó la ofensiva militar británica y concluyó que los fundamentos legales para llevarla a cabo no se sostenían. Hasta ahí llegaron las investigaciones. El resultado fue que Reino Unido tuvo que disculparse (y un desafío rebelde por parte de Tony Blair), y se consideró que esa supervisión había sido suficiente para dar un barniz de justicia.
Los antecedentes de Israel anulan todas estas excepciones. Sus acciones no han cumplido las normas establecidas por sus propios aliados para no tener que sentarse en el banquillo. La cifra de víctimas civiles en Gaza es demasiado elevada como para que se consideren daños colaterales. Cuando han pasado siete meses desde el inicio de la ofensiva, el objetivo de derrotar a Hamás no está ni más cerca ni perfilado de forma coherente. La hambruna y el desplazamiento forzoso de la población civil son demasiado sistémicos para considerarlos sólo subproductos desafortunados de la guerra. La reputación de Israel como democracia creíble está por los suelos. Su capacidad para investigarse a sí mismo de manera creíble está demasiado comprometida por la corta trayectoria de su Gobierno derechista y belicista que no admite críticas, y su larga trayectoria de ignorar el derecho internacional al permitir la expansión de los asentamientos en los territorios ocupados.
Un cálculo peligroso de Occidente
Al seguir tratando a Israel como un país responsable pero cuyas acciones son a veces humanamente defectuosas, sus aliados están haciendo un cálculo peligroso que a la larga socavará sus propios intereses. Su apoyo a las acciones de Israel debilita no solo el derecho internacional, sino la capacidad de exigir responsabilidades a sus enemigos y mantener líneas rojas contra los países agresores en un mundo en el que el marco de derecho internacional es cada vez más importante. El auge de determinadas fuerzas políticas y económicas en Asia, Oriente Medio y Sudamérica está poniendo en tela de juicio los modelos de poder angloamericanos y está dificultando el cumplimiento de su agenda.
Pongamos como ejemplo a Emiratos Árabes Unidos, un actor político que hace 30 años no figuraba en el mapa. Hoy es una potencia económica y un aliado de Estados Unidos, pero también ha mantenido reuniones de alto nivel con Moscú desde la invasión de Ucrania y sigue permitiendo a Rusia eludir las sanciones. Poco puede hacer Estados Unidos al respecto. Según el Centro Soufan, una organización de investigación sobre seguridad global y política exterior con sede en Nueva York, hay “poco apetito en Washington” para hacer algo más que lanzar advertencias a EAU.
Lo mismo ocurre con Qatar, al que Estados Unidos sólo puede “instar” a que expulse de Doha a los dirigentes políticos de Hamás. Tengo edad suficiente para recordar una época en la que el verbo “instar” habría sonado inconcebiblemente débil. Los crecientes volúmenes de comercio entre las economías del sur global también amortiguan cada vez más el efecto de las sanciones de castigo occidentales. Las empresas chinas sancionadas recientemente por ayudar a Rusia pertenecen a una economía que es el segundo socio comercial de África después de la UE. Prosperan las redes entre países sancionados al margen del sistema financiero regulado. El oro, un activo que no se puede congelar, se ha convertido en una parte crucial del modo en que países como Rusia, Venezuela e Irán participan en un sistema de trueque internacional.
En este nuevo contexto, el cumplimiento de la legislación internacional es crucial, pero puede ser imposible. Tras desestimar los llamamientos de la CPI y la CIJ a Israel para que cumpla el derecho internacional, ¿cómo pueden Estados Unidos y sus socios volver a argumentar de forma convincente que sus normas son justas y universales, y que por tanto deben ser cumplidas por todos? Está manifiestamente claro que el orden basado en normas no tiene que ver con los valores democráticos, el Estado de derecho y la inviolabilidad de las vidas humanas, sino con la observancia de una jerarquía mundial en la que algunas vidas son sagradas y otras no.
Un día, la guerra de Gaza habrá terminado. Y a lo que se enfrentarán los aliados de Israel es a un mundo en el que esa lógica, ahora claramente expuesta, sea rechazada de una vez por todas. Lo que está en juego es más importante de lo que creen. No solo cosecharán la vergüenza moral, sino el desmoronamiento de todo su orden mundial de posguerra.
Nesrine Malik es columnista de 'The Guardian'.
Traducción de Emma Reverter.