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“Están envenenando a los niños”: la lucha de las madres de California para prohibir los pesticidas

Sam Lavin

San Francisco —

La cara hinchada, los ojos llorosos, dificultades para respirar... Elisa Rivera supo en seguida que el viento había traído consigo restos de los pesticidas de los cultivos de fruta del condado de Fresno. “Lo vivimos todo el rato… la gente se termina acostumbrando”, cuenta.

Por eso, Rivera lleva años luchando contra los químicos tóxicos de los pesticidas que se echan en el Valle Central de California. Hace un mes lograron una victoria sin precedentes: el estado de California anunció en mayo la prohibición del clorpirifós, un pesticida que provoca daños cerebrales a los niños y que se rocía sobre las plantaciones de almendros, cítricos, algodón, uvas o nueces. La medida adoptada por California es también un desafío a la Administración actual de Donald Trump, que defiende seguir usando el químico.

El próximo objetivo es lograr que el estado no reemplace el clorpirifós por otros pesticidas peligrosos. Rivera está integrada en la Coalición de Activistas por Pesticidas Seguros (Caps, por sus siglas en inglés) , el grupo confía en que esto siente precedente y sirva de ejemplo para los movimientos de base de todo Estados Unidos, una demostración de que las alianzas entre varios grupos pueden hacer frente a los peligros medioambientales y al sistema que permite su difusión. “Esto va más allá de prohibir el clorpirifós”, explica Rivera. “Hay mucho en juego y estamos hartas... Están envenenando a los niños”, denuncia.

Introducido en 1965, el clorpirifós es un compuesto muy eficaz en la lucha contra las plagas. Sin embargo, la neurotoxicidad del químico es muy dañina para los seres humanos, tanto que en el 2000 el Gobierno de Estados Unidos prohibió su uso doméstico. La industria agrícola de California, productora de la mayor parte de la fruta y frutos secos de Estados Unidos, ha seguido utilizando con la aprobación de las autoridades.

Los estudios, sin embargo, siguen sin dar resultados tranquilizadores. Según una investigación de la Universidad de California en Davis, las mujeres embarazadas que viven cerca de granjas rociadas con clorpirifós tienen mayor probabilidad de dar a luz a un hijo con autismo. Otros estudios demuestran que un nivel de exposición moderado o incluso bajo durante el embarazo se relaciona con problemas de memoria y con menores coeficientes intelectuales. El clorpirifós también se ha vinculado con la reducción de la capacidad respiratoria.

“La investigación ha trabajado con familias de California y ha encontrando problemas reales causados por la exposición al químico... aún así, todavía sigue en el mercado”, explica Caroline Cox, científica del Centro de Salud Medioambiental. “Los niños van a tener que lidiar con esto por el resto de sus vidas”, sentencia.

Durante la presidencia de Barack Obama, la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) se basó en estos estudios y propuso prohibir el clorpirifós en la industria agrícola. Sin embargo, bajo el mandato de Trump, la EPA ha negado las conclusiones de los expertos de la propia agencia y se opone a la prohibición. Ahora, al parecer, estarían “volviendo a valerse de ciencia de fundamentos sólidos para tomar las decisiones”, dicen desde la organización.

En California, donde niños de origen latinoamericano han estado especialmente expuestos al uso intensivo de pesticidas, la industria agrícola ha seguido pulverizando casi medio millón de kilos de clorpirifós al año. Pese a la reputación que tiene el estado como líder de la resistencia progresista a Trump, las autoridades locales no prohibieron el uso del químico. Por eso, Caps y otros grupos de activistas rurales intensificaron sus protestas y llevaron sus testimonios hasta las audiencias del Gobierno estatal, exigiendo la intervención de California.

Las madres lideraron el cambio

“Nos hicimos oír, compartimos las experiencias que teníamos sobre el impacto del clorpirifós en nuestra salud”, cuenta Fidelia Morales, madre de cinco hijos. Vive en el pueblo agricultor de Lindsay, tres horas al norte de Los Ángeles y cerca de plantaciones de cítricos donde el uso de clorpirifós es común. La exposición a los pesticidas ha afectado a su familia, especialmente a su hijo de 11 años. “Mi hijo no puede quedarse quieto y escuchar en la escuela, he tenido que sentarme con él en el aula para ayudarle con sus tareas”, relata.

Morales vive desde hace unos doce años en la zona y en seguida se preocupó por los pesticidas que llegaban arrastrados a su propiedad. “No sabía realmente lo peligrosos que eran los químicos” hasta que escuchó hablar de los preocupantes estudios científicos. “Una vez que se hace esa conexión, es realmente indignante”, apunta Rivera, hija de un miembro del Sindicato de Campesinos. “Es exasperante, se decía que no había alternativa, o que la alternativa era demasiado cara, ¿cómo le dices eso a alguien cuando de lo que se está hablando es de la vida de su hijo?”, denuncia.

Los residentes de la zona del Valle Central viajaron a la capital del estado para testificar sobre vómitos y dolores de cabeza, así como para expresar sus temores sobre el efecto que tendría a largo plazo en la salud de los niños. “Las madres han estado liderando el camino siempre. Nadie se mete con una madre”, señala Rivera.

Cuando el viento hace llegar los pesticidas a los hogares, los padres temen que sus hijos no puedan respirar o despertarse a la mañana siguiente, cuenta Raúl García, antiguo trabajador de la industria láctea local que ahora milita en Caps. “El trabajo es muy duro, los salarios son muy bajos y nuestra salud es muy mala”, cuenta. “La gente trabaja bajo un sol ardiente ganando lo justo para sobrevivir, llega la noche y les preocupa la salud de sus hijos pero tienen que levantarse a las 4 de la mañana para salir a trabajar”, denuncia.

El éxito de una campaña

Con tantas investigaciones en contra del clorpirifós, los grupos de activistas lograron presionar para que sus demandas llegaran a las mesas de las administraciones de todo el estado. “La preocupación pública y la cantidad de preguntas que hacía la gente hizo que los representantes políticos dejaran de ignorar la ciencia y abordaran el problema”, recuerda la doctora Gina Solomon, profesora de medicina clínica y antiguo subsecretaria de la Agencia de Protección Ambiental de California (CalEPA).

Según Ángel García, presidente de Caps, la campaña de clorpirifós tuvo efecto porque logró unir a grupos de diferentes sectores de los movimientos sociales: había defensores de los inmigrantes, del derecho al voto, de los trabajadores, y de la justicia reproductiva. “Para ser transformadores, tenemos que unirnos todos”, sentencia el activista.

Gavin Newsom, gobernador de California, y la CalEPA declararon en mayo haber entendido del testimonio de los residentes la necesidad de una prohibición “para prevenir el daño significativo que este pesticida causa a los niños, los trabajadores agrícolas y las comunidades vulnerables”. El estado tuvo también en cuenta investigaciones que demuestran los graves efectos para la salud de niveles de exposición aún más bajos de lo que se creía necesario hasta ahora.

Casi sin poder creérselo, los activistas salieron a celebrar la decisión en todo el estado. “Mis hijos pueden estar afuera, jugar y estar seguros”, exclama Morales. Había una trampa, sin embargo. El gobernador no anunció la prohibición inmediata del compuesto sino el inicio de un “proceso de cancelación” que podría durar hasta dos años para introducir las restricciones por fases. Y tampoco hay ninguna garantía sobre la seguridad de los productos que sustituirán al químico.

“No vamos a detenernos en el clorpirifós”

Cuando el gobernador anunció que iba a prohibir el clorpirifós, también habló de crear un nuevo fondo de 5,7 millones de dólares para apoyar la “transición hacia alternativas más seguras y sostenibles”. Sin embargo, García cree que “las comunidades todavía no se sienten seguras”.

Hay quien teme que la prohibición no sirva para nada. “¿Reemplazarán al clorpirifós por algo casi igual de peligroso? ¿O California va a dar un giro de verdad hacia un plan más complejo para enfrentar las plagas de una forma sostenible?”, pregunta Paul Towers, director de la ONG Alianza Comunitaria con los Agricultores. En su opinión, el sistema regulatorio todavía tiene mucho que mejorar: “No podemos pasarnos décadas luchando contra cada uno de los compuestos químicos por separado”.

El estado ha prometido acudir a los agricultores para buscar alternativas viables que no dependan de productos químicos tóxicos, como los controles biológicos y las prácticas de manejo integrado de plagas. Según Val Dolcini, director interino del departamento de regulación de pesticidas, el estado no vetó inmediatamente el compuesto para darle tiempo a buscar una solución que no sea sustituirlo por otros químicos dañinos: “El Departamento ha dejado claro a los agricultores de California que deben empezar a buscar alternativas menos dañinas y pesticidas menos tóxicos”.

Mientras tanto, el fabricante del clorpirifós, Corteva Agriscience, continúa defendiendo su producto. Considera que prohibirlo “eliminaría una importante herramienta de los agricultores y socavaría el altamente eficaz sistema de regulación de pesticidas que ha estado en vigor durante décadas en el estado de California y en todo el país”.

La empresa, antes parte de la corporación agroquímica DowDuPont, se negó a hacer más comentarios y declaró que estaba “evaluando todas las opciones posibles antes de reaccionar” a las restricciones estatales. Morales habla de hartazgo por la defensa de la compañía e insiste en que los residentes no van a dar marcha atrás. “Dejen de mentirle a la comunidad”, pide.

La victoria del clorpirifós es, hasta cierto punto, solo una pequeña victoria. La semana pasado, Ángel García, líder de Caps, tuvo que acudir a un viñedo en el condado de Tulare donde una corriente de aire había provocado que decenas de trabajadores fueran expuestos directamente a pesticidas. Algunos tenían vómitos y otros sufrían de mareos y de dolores de cabeza. “Saben que eso estuvo mal”, cuenta. Según Raúl García, activista, la prohibición de un compuesto químico es sólo el comienzo de la lucha. “No vamos a detenernos en el clorpirifós, acabamos de empezar”, sentencia.

Traducido por Francisco de Zárate