Maria Diemar sabe que fue adoptada desde que tiene memoria. Sus padres suecos siempre han hablado abiertamente sobre su origen chileno. Crecer morena, de pelo en negro, en el Estocolmo de los años 70 y 80 se lo hacía mucho más fácil. Era imposible no sentirse diferente.
Cuando tenía 11 años, sus padres le mostraron los documentos que traía con ella cuando llegó a Suecia en 1975. El registro de su adopción ofrecía un relato breve, incómodo acaso. El de una madre adolescente que decidió enviar a su recién nacida para que creciera junto a dos extraños en la otra esquina del mundo. Diemar no recuerda mucho. “Dijeron que era una empleada doméstica interna, que ya tenía un hijo que había enviado a vivir con sus padres y que era pobre”.
Con unos 25 años, Diemar decidió ir a buscar a su madre y contactó con la ONG sueca que había organizado su adopción. Suecia tiene una de las mayores tasas de adopción internacional per cápita del mundo. En los 90, la organización ya había lanzado un programa que permitía que las personas adoptadas se reunieran con sus familias biológicas. Pero en el caso de la madre de Diemar no tenían información que aportar.
En 1998 voló a Chile y pidió ayuda en varios sitios: el sistema de protección de la infancia, el juzgado de familia que aprobó la adopción, el hospital en el que nació y el registro civil. Ninguno pudo darle la información que buscaba. Cuando llegó al juzgado de Temuco, la ciudad más próxima a su lugar de nacimiento, un funcionario revisó su expediente frente a ella, pero no permitió que leyera una sola línea del mismo. Se fue de Chile con las manos vacías, pero sin renunciar a la idea de encontrar a su madre. “Volví con más preguntas, pero al menos sentí que me había acercado a mi familia. Ya sólo me faltaba encontrarla”.
Unos años más tarde, en el invierno de 2002, oyó hablar de una serie de documentales que estaban emitiendo en televisión. Dos personas adoptadas buscaban a sus familias biológicas en Chile. Poco antes, Diemar había topado con una pista prometedora. El Servicio Nacional de Menores de Chile había localizado una dirección que podría ser la de su madre. No se lo pensó dos veces y contactó con Ana María Olivares, una periodista chilena que había participado en el documental para pedirle ayuda.
Parecía que la madre biológica de Diemar vivía en un pueblo rumbo al sur de Chile, pero Olivares no lograba dar con la dirección exacta. Lo intentó en persona en varias ocasiones. Estuvo dos semanas llamando a las puertas del lugar sin fruto alguno. Cuando llegó la hora de regresar a la capital, Santiago, dejó a su tío, que vivía en la zona, encargado de segur intentándolo.
Por fin, en enero de 2003 el tío de la periodista logró encontrar a la mujer que aparecía en los papeles de adopción de Diemar. Pero fue ella quien se negó a conocer a Diemar. Estaba casada y tenía miedo de que su marido no aceptara con amabilidad la aparición de una hija fantasma que no era suya. Sí quiso que Diemar supiera que nunca quiso deshacerse de ella. Que se la habían robado al nacer.
Saber eso angustió a Diemar. Sabía que sus padres suecos habían actuado de buena fe al adoptarla. Quizá alguien los había engañado. En marzo de 2003, Diemar se reunió con el máximo responsable de la ONG, quien le explicó que, en muchas ocasiones, las madres pergeñan historias imaginarias de secuestros y robos para sobreponerse a la vergüenza del abandono de un bebé. De entrada, Diemar cuenta que no aceptó la explicación. Tampoco presionó para saber más a la agencia de adopciones. “No sabía qué pensar ni sentir”, recuerda. “No fue hasta años después que me atreví a plantear preguntas”.
Era septiembre de 2017 cuando Diemar vio un documental dirigido por el chileno Alejandro Vega en el que varias mujeres describían como las habían engañado o presionado para que entregaran a sus bebés en procesos de adopción internacional. Casi todas venían de entornos pobres o pertenecían a minorías. Mientras trabajaba en el seguimiento de aquella historia en 2018, Vega contactó con Diemar a través de un grupo de personas adoptadas que funcionaba en Facebook. Ella le pidió que revisara algunos documentos relativos a su adopción y él detectó muchos errores y omisiones. Por lo que había logrado ver del expediente, creía que la adopción de Diemar era muy cuestionable.
Saber todo eso tuvo un impacto devasador en Diemar. Sintió que hasta entonces había aceptado que su adopción se había realizado siguiendo los pasos correctos sólo porque no podía lidiar con el impacto emocional de la verdad. “Todo el cuerpo reaccionó”, dice. “Comencé a temblar y llorar”.
La adopción como política nacional
Durante los 70 y los 80, entre 8.000 y 20.000 bebés y niños chilenos fueron entregados en adopción a familias en Europa y América del Norte. Lo más habitual es que sus madres biológicas fueran pobres y muy jóvenes. Esas adopciones formaron parte de una estrategia nacional de reducción de la pobreza infantil que la dictadura militar trató de llevar a cabo sacando del país a los niños más necesitados.
Las adopciones internacionales, una de las medidas en marcha, habían comenzado mucho antes de que Augusto Pinochet tomara el poder, pero para 1978 la promoción de adopciones ya se había convertido en política pública oficial. Fue entonces cuando aumentó la presión sobre las madres para que entregaran a sus hijos y se incrementó el número de adopciones internacionales.
Alejandro Quezada, fundador de la campaña Chilean Adoptees Worldwide [Adoptados chilenos en el mundo], cree que las políticas de Pinochet tuvieron como consecuencia la “criminalización de la pobreza”. El estado usó su poder para evitar que las familias más pobres criaran a sus propios hijos y el clima de violencia imperante impidió que las madres se resistieran. Las víctimas no sólo eran pobres. Muchas pertenecían a la comunidad mapuche, históricamente perseguida. Durante la dictadura, la precaria existencia que vivían estas mujeres se entendió como un obstáculo al progreso.
Si bien en Chile pocas familias estaban interesadas en adoptar a un bebé de piel más morena, en otros países la realidad era diferente. Karen Alfaro, profesora de Geografía e Historia de la Universidad Austral de Chile y experta en las adopciones internacionales realizadas por el país, dice que al enviarlos a países más ricos, el Gobierno chileno “creía que estaba salvando a esos niños”.
Había otro motivo, de máyor alcance, reconstruir las relaciones internacionales de un país aislado. Muchos países habían cancelado relaciones diplomáticas con Chile tras el golpe militar que derrocó al gobierno democrático en 1973. “La dictadura defendió las adopciones como mecanismo de reconstrucción de los lazos diplomáticos”, sostiene Alfaro. “Sobre todo con países que habían recibido exiliados chilenos y cuyos Gobiernos se mostraban críticos con las violaciones de los derechos humanos”.
Mientras tanto, en Suecia se había llegado al convencimiento de que la adopción internacional era una causa justa. La primera generación de progenitores que adoptó niños de otros países en la década de los 60 creía que hacía algo bueno por los demás. Así se expresa Tobias Hübinette, profesor ayudante de Educación Intercultural en la Universidad de Karlstad. Fue una “extensión de la política exterior de Suecia y de su cooperación al desarrollo de los países del llamado tercer mundo”.
Pero a comienzos de la década de los 70 empezaron a salir de Chile algunos testimonios que hablaban de mujeres que recibían presiones de empleados del sistema de bienestar infantil para que entregaran a sus hijos. Algunas hablaban de médicos y enfermeras de hospitales públicos que les habían dicho que sus bebés habían muerto al nacer y no habían visto los cuerpos ni recibieron un certficado de defunción. Quienes trataron de que la policía se implicara en el asunto o acudieron a los medios fueron intimidadas y las mismas personas relacionadas con la entrega o sustración de sus hijos e hijas las acusaron de inestabilidad mental.
Durante los últimos diez años, tanto periodistas como criminalistas chilenos han descubierto un aluvión de pruebas sobre las adopciones irregulares realizadas en los 70 y los 80. Alfaro descubrió que quienes querían convertirse en padres y madres en Europa y Estados Unidos pagaban a las agencias internacionales de adopción entre 6.500 y 150.000 dólares por niño. Parte de ese dinero siempre acababa en los bolsillos de profesionales chilenos dispuestos a identificar niños “idóneos” y separar a esos niños de sus padres, marginalizados y pertenecientes a colectivos sociales con muy poco acceso a la educación.
“Las agencias internacionales de adopción tenían representantes en Chile que crearon redes de mediadores pagados, la mayoría funcionarios, que localizaban y entregaban a los niños para su adopción”, comenta Alfaro. También “había trabajadores sociales que recibían dinero por emitir informes falsos de abandono infantil y había dinero para médicos y enfermeras que generaban certificados de nacimiento que decían que el bebé había muerto en el parto y jueces que cobraban por aprobar la transferencia de custodia”.
El documental, estrenado en 2017 y dirigido por Alejandro Vega, describía las adopciones como “un negocio muy lucrativo en una época oscura”. “La situación que atravesaba nuestro país –estado de emergencia en dictadura– convertía incluso las unidades de maternidad en negocios”, dice. No está claro cuánto sabían las agencias internacionales de adopción sobre las actividades que sus redes desarrollaban en Chile. Al menos parece que algunas agencias no hicieron demasiado por llegar a la verdad de lo que había tras las historias de niños robados.
En septiembre de 2018 y ante la presión de organizaciones que trabajan para lograr la reunificación de familias divididas por adopciones abusivas, el Congreso chileno creó una comisión para investigar estas acusaciones históricas. Las madres y los niños y niñas adoptados ofrecieron testimonios muy tristes. Una mujer, María Orellana, le dijo a la Comisión que había llegado a un hospital embarazada de 39 semanas y 6 días la mañana del 18 de febrero de 1985. Las labores de parto habían comenzado la noche anterior, el bebé nació por cesárea y se lo llevaron. Orellana estuvo tres días pidiendo ver a su bebé. Al final, una persona responsabe del centro médico le dijo que había muerto. Ni en ese momento podía verlo, dijeron, porque la imagen del cuerpo resultaría demasiado traumática. Le dijeron “mejor quedarse con el recuerdo de un bebé”. Orellana todavía busca a su hijo y espera reencontrarse con él. Tiene fe en Dios.
En julio de 2019, la comisión publicó un informe de 144 páginas que describía “mafias” de profesionales de la salud que emplearon métodos viles para separar madres e hijos y garantizar un suministro estable de bebés en lo que se había convertido en un “negocio lucrativo”. Lo que había comenzado como práctica más o menos desorganizada antes de la llegada de Pinochet al poder, se codificó durante la dictadura. El resultado fueron adopciones practicadas sin escrúpulos y en total impunidad. El informe concluía que las adopciones fueron crímenes contra la humanidad.
“He decidido entregar a mi hija”
Cuando era niña, María Diemar soñaba con reunise con su madre biológica y abrazarla. “Pensaba que iba a parecerme a mi madre”, dice. “Eso me parecía importante”. Como adulta, después de saber que era probable que la hubiesen separado de ella a la fuerza, Diemar aceptó que, pese a que un encuentro con ella podría confortarla, no cambiaría el dolor del pasado. A medida que emergía más información sobre las adopciones en Chile, ella continuaba su búsqueda.
En 2019 la policía chilena le entregó los documentos oficiales de su traslado a Suecia. En ellos leyó que en 1974 un ingeniero y una orientadora escolar que vivían en Estocolmo y no podían tener hijos propios habían decidido adoptar. Querían darle un hogar y una familia a un niño que no los tuviese. Su solicitud recibió la aprobación sueca en noviembre y se tramitó rumbo al Servicio de Menores de Chile a través del Centro de Adopciones.
En paralelo, en Lautaro, una población rodeada por los bosques del sur de Chile, una joven mapuche estaba en su primer trimestre de embarazo (Diemar quiere proteger la identidad de su madre y sólo ha facilitado la traducción de uno de sus apellidos mapuches: Agua Dulce). Trabajaba como empleada doméstica interna para una familia con recursos y nadie más que su empleador sabía del embarazo. Había crecido en el campo sin educación formal, ya tenía dos hijos que vivían con los abuelos y esperaba que sucediera lo mismo con el tercero. Pero su empleador tenía otros planes.
Agua Dulce insistió, durante un encuentro con el tío de la periodisa Ana María Olivares en 2003, en que nunca había aceptado una adopción. Pero el documento público dice que el 10 de julio de 1975, una semana después de dar a luz a una niña, entregó a la bebé a una trabajadora social. En una declaración firmada entregada al juzgado de lo familiar de Temuco, a poco más de 20 kilómetros de Lautaro se lee: “He decidido entregar a mi hija a una adopción sueca porque sé que crecerá en un hogar ideal para un desarrollo emocional, intelectual y físico que yo, en mis circscuentancias, nunca podría darle”. Agua Dulce niega haber participado en la transacción. Dice que nunca acudió al juzgado y que no habría firmado una declaración que no podía leer.
Una semana después de nacer, la bebé de Agua Dulce entró en un orfanato en Lautaro y luego pasó a vivir con una madre adoptiva en Santiago. Cuando tenía dos semanas de vida, los padres adoptivos de la bebé, a miles de kilómetros de distancia en Suecia, la llamaron Ingegerd Maria y le dieron su apellido, Olsson Karlsson (Diemar es su nombre de casada). El 18 de agosto de 1975, un juez de Temuco concedió la custodia temporal de la niña a Anna Maria Elmgren, una mujer sueca que vivía en Chile y trabajaba para el Centro de Adopción. El 29 de agosto, el juez aprobó la solicitud de adopción de la pareja sueca.
En teoría, la ley de adopción chilena, que data de los años 60, exigía un periodo de acogida de dos años en Chile antes de poder iniciar una adopción en el extranjero. El juez dio permiso a Elmgren para sacar a la pequeña María del país a los dos meses de edad. En adopciones rápidas a Suecia como esta, el nombre de Anna Maria Elmgren aparece una y otra vez en los formularios oficiales en calidad de tutora. En la mayor parte de estas adopciones, el proceso legal se completó en el extranjero.
En el caso de Diemar, sus papeles en Temuco parecen indicar que el proceso de adopción legal nunca se completó. Para empeorar las cosas, a sus padres adoptivos nadie les dijo nada sobre el origen y herencia mapuche de la niña. “Me siento traicionada”, me dijo Diemar. “Me he perdido muchas cosas”.
Comisiones por adopciones
Después del estreno del documental de Vega en mayo de 2018, Elmgren, que había trabajadp en el Centro de Adopción durante los años 70 y 80, presentó un requerimiento en la Corte de Apelaciones de Santiago para obligar a Chilevisión a retirar cualquier referencia a ella que apareciera en el programa. Con más de 80 años, Elmgren se describe a sí misma como una mujer obligada por las circunstancias y un sentido de misión moral. Se instaló en Chile en 1965 con su marido sueco y sus dos hijos. El matrimonio terminó en divorcio y, en 1971, se casó con un oficial retirado de la policía montada en Santiago. La pareja compartía la pasión por los caballos y abrió una escuela ecuestre.
Aquel mismo año, la hermana de Elmgren, que vivía en Suecia, expresó su deseo de adoptar y le pidió que investigara en su nombre como funcionaba el proceso en Chile. Cuando Elmgren hizo averiguaciones en el Servicio Nacional de la Infancia, el organismo responsable de gestionar los hogares de acogida y los orfanatos públicos, se sorprendió al descubrir que había niños desnutridos que languidecían al cuidado del Estado.
Habían sido abandonados por familias que carecían de recursos para mantenerlos y por una administración incapaz de satisfacer sus necesidades. En su declaración escrita ante el tribunal, Elmgren dijo que “muchos de ellos vivían en muy malas condiciones de salud, con graves problemas de alimentación y con perspectivas de vida muy desalentadoras”.
De parte de su hermana, Elmgren se familiarizó con la ley y las normas de adopción de Chile. Afirma que sólo utilizó canales oficiales a lo largo de toda su vida. Acabaría ayudando a su hermana a adoptar tres niños.
A principios de los años 70, Elmgren llamó la atención del Centro de Adopción de Suecia. Comenzó a ayudarles a encontrar bebés como voluntaria y pronto se convirtió en empleada. En una declaración escrita, Elmgren afirmó que nunca tuvo contacto directo con los padres biológicos. Dependía de una red de trabajadores sociales chilenos para identificar a los niños que podrían enviar al extranjero y de padres de acogida para cuidarlos hasta que estuvieran listos para salir. El Centro de Adopciones pagaba una comisión por cada adopción a los trabajadores sociales que redactaban los antecedentes de los casos.
Elmgren dirigía la operación. Ubicaba a los niños en orfanatos y hogares de acogida mientras supervisaba el proceso legal. Solía viajar con los niños adoptados. A veces pagaba a otras personas para que los acompañaran. Los bebés enviados a Suecia volaban en cunas especiales de Scandinavian Airlines. En 1987, la agencia de adopción pagaba a Elmgren 2.325 dólares al mes. Ella sostiene que ese salario no era su ingreso principal. Pero si se compara con el salario medio chileno de entonces, 118 dólares, se trataba de una cantidad muy grande.
En junio de 2017, los investigadores policiales que registraron la casa en Santiago de una de las antiguas socias de Elmgren, Telma Uribe Ortega, una trabajadora social jubilada, descubrieron los expedientes de 579 niños enviados al extranjero. Los expedientes proporcionaban información sobre los adoptados, las pésimas condiciones de vida de sus madres, una lista de 29 trabajadores sociales a los que los investigadores describen como “captores” y detalles sobre el dinero que cambiaba de manos. Uribe, que ya es anciana y se encuentra en una situación frágil, no quiso hablar.
En 2018, una de las trabajadoras sociales de confianza de la Agencia de Adopciones, Esmeralda Quezada, concedió una entrevista a medios chilenos para defender su trabajo. “Siempre he estado orgullosa [del trabajo]”, dijo Quezada, cuyo nombre aparece en decenas de adopciones sometidas a escrutinio por las autoridades. “Podría haber dejado [a los niños] en un hogar de menores, pero ¿a dónde iban a ir a parar al final? ¿A la prostitución, a la indigencia, a la delincuencia? Crecieron con amor, son personas honradas y educadas”.
En su requerimiento contra el canal de televisión, Elmgren dijo que los reportajes estaban “llenos de información ofensiva e irrespetuosa” que daba una impresión totalmente falsa de un “negocio oscuro y despreciable, motivado por el afán de lucro”. Lo importante nunca fue el dinero, dijo. Su requerimiento no tuvo éxito.
Ahora, con 87 años, Elmgren ha rechazado una petición de entrevista, pero su abogado sostiene que las adopciones que su cliente facilitó cumplían con la legislación chilena del momento.
Aunque hace poco tiempo que el foco político apunta sobre estos casos, en su momento hubo denuncias en los medios de comunicación que ya impulsaron investigaciones por parte de las autoridades. Entre 1974 y 1975 hubo un escándalo alrededor de Elmgren y la supuesta venta de bebés chilenos al extranjero.
Los medios de comunicación chilenos cuestionaron que fueran huérfanos y que hubieran sido entregados voluntariamente. En 1974, el Tribunal Supremo de Chile envió a un juez de familia a Suecia para investigar. Pero el juez emitió un informe favorable sobre el Centro de Adopción y sus operaciones en Chile. Un artículo de prensa publicado en agosto de 1975 decía que el juez no había encontrado pruebas de que ni el Centro de Adopción ni Elmgren hubieran infringido la ley. Al contrario, consideró que la agencia proporcionaba a los niños un entorno ideal en el que crecer.
Ese mismo mes, Catharina Stackelberg, empleada del Centro de Adopción, habló de las repercusiones de la historia con Carl-Johan Groth, un diplomático sueco destinado en la embajada en Santiago. “Espero sinceramente que lo escrito en los medios de comunicación chilenos no complique aún más el trabajo [de Elmgren]”, escribió Stackelberg. En octubre, Groth escribió a Stackleberg, informándole de que el abogado de Elmgren se había reunido con el ministro de Justicia de Chile, quien le ofreció garantías de que no tenía motivo alguno por el que preocuparse por la investigación.
Parecía más urgente evitar que la historia se convirtiera en un escándalo en Suecia. Groth sugirió al Centro de Adopción que rompiera su relación con Elmgren, pero Stackelberg no lo hizo. No está claro cuánto sabía el Centro de Adopciones sobre el trabajo de Elmgren en Chile, más allá del hecho de que se les daba bien encontrar niños para adoptar. En una carta, Stackelberg describió a Elmgren como un “lobo solitario” cuyos métodos seguirían siendo un misterio para siempre.
Una base de datos para encontrar hijos robados
En 2017, Mario Carroza, un juez de la Corte de Apelaciones de Santiago que ha supervisado numerosas investigaciones sobre violaciones de los derechos humanos durante la dictadura militar, abrió una investigación penal sobre las adopciones internacionales del pasado. El Centro de Adopciones inició entonces su propia investigación interna y en 2019 envió representantes a Chile para reunirse con los investigadores. En un boletín publicado en abril de 2020 se refirió a las investigaciones de los jueces chilenos que habían examinado las adopciones en 1974 y 75 y no encontraron ninguna infracción atribuible a la agencia.
Según la agencia, las adopciones se cerraban en un tribunal de distrito sueco y el papeleo se enviaba de vuelta a Chile. Si los funcionarios chilenos no completaron el proceso de adopción, añadió, tal vez sea más correcto señalarlo todo como un error.
Según Kerstin Gedung, actual directora del Centro de Adopciones, las opiniones sobre la primacía de la paternidad biológica han “evolucionado”, en las décadas transcurridas desde que la agencia dejó de trabajar en Chile en 1992. Explica que las leyes han mejorado y la organización ha contribuido a elaborar directrices y normas éticas para la adopción internacional, “Trabajamos de acuerdo con el marco legal que existía en Chile en los años 70 y 80 y las adopciones fueron legalmente correctas y confirmadas en los tribunales de Chile y Suecia”, dice Gedung.
“Si la forma en que la sociedad veía a las madres solteras y a las familias pobres en aquella época o las razones que tenían las autoridades en Chile para acoger a los niños eran éticas o no, ese es otro debate”, indica Gedung. Aun así, en septiembre de 2020, Jon Thorbjörnson, del partido de Izquierda, presentó una moción en el Parlamento pidiendo una investigación sobre el papel de su país en el escándalo de las adopciones.
“Creo que existe el temor de abrir la caja de Pandora”, dice Lorena Delgado Varas, miembro del mismo partido e hija de exiliados políticos del sur de Chile. Delgado sostiene que una investigación obligaría a Suecia a reconocer que hubo crímenes, pero ve poca voluntad política de enfrentarse al pasado del país.
Mientras tanto, en Chile, y a raíz del informe devastador publicado en 2019, el Congreso ordenó la creación de una Comisión de Verdad y Reparación y una base de datos de ADN para ayudar a las familias y a los adoptados a reencontrarse. Sin embargo, todos los intentos de investigar la conexión entre estos crímenes históricos y el papel desempeñado por la dictadura de Pinochet han fracasado.
Jaime Balmaceda, el juez designado por la Corte Suprema para investigar los casos de adopción, dice que estos casos no tenían ninguna conexión legal con la dictadura. Algunas de las adopciones que se están revisando datan de antes de que Pinochet tomara el poder y continuaron años después del retorno a la democracia. Si hay que asignar responsabilidades, indica, seguramente recaerán en la ley de adopción de la época, muy permisiva.
A pesar de lo que parece un claro patrón que implica a los mismos trabajadores sociales, profesionales sanitarios y funcionarios públicos en muchos casos, se investiga cada hecho de modo aislado en lugar de plantearlo como algo sistémico. Al menos por ahora. Después de más de un año, Balmaceda aún no ha ordenado ninguna detención.
El reencuentro
La historia del reencuentro de María Diemar con su madre sigue sin resolverse. Tiene otro hermano adoptivo a quien el reencuentro con su familia chilena le ha cambiado la vida. Cuando Diemar tenía dos años, sus padres adoptaron a otro niño chileno a través de la misma agencia, el Centro de Adopción. Tenía sólo cinco semanas cuando llegó. Al crecer en Estocolmo, siempre se sintió como un extraño y terminó por rebelarse contra la autoridad. “Mi hermana y yo éramos curiosos”, dice Daniel Olsson, que ahora tiene 43 años. “En la guardería se referían a mí como Daniel el travieso”.
Cuando Olsson y su hermana tenían poco más de 20 años, Diemar formó un grupo de adoptados suecos en Chile. “Desde que nos conocimos, tuvimos la sensación de estar en familia”, dice Diemar. El grupo sigue existiendo, pero Olsson siempre mantuvo las distancias. Donde ellos veían parentesco, él veía desesperación. Creía que los adoptados se engañaban a sí mismos si pensaban que conectar con su herencia chilena daría sentido a sus vidas.
Con el transcurrir de los años, Diemar vio a su hermano luchar contra la depresión. Tras un periodo muy duro después de cumplir 30 años, Olsson pasó varios meses viviendo con su hermana, embarazada de su tercer hijo. Su estado de ánimo era volátil. A veces, pasaba semanas sin fuerzas para salir de su apartamento.
Aunque él nunca había expresado interés por su madre biológica, Diemar se arriesgó a encontrarla para, quizá, salvarle la vida. Sin decírselo, revisó los papeles de adopción de su hermano y encontró una carta escrita por Elmgren sobre los antecedentes de Olsson. La carta incluía el nombre de su madre: Patricia Sánchez.
En 2018, Diemar volvió a contactar con la periodista Ana María Olivares para encontrar a esta mujer. Olivares encontró el perfil en Facebook de una mujer de unos 60 años que se llamaba igual y vivía en Temuco. Le envió un mensaje diciéndole que alguien la estaba buscando y esperó respuesta. Esa misma noche Sánchez respondió: “¿Quién me busca?”.
Olivares le dijo que su hijo, nacido en 1977 y dado en adopción, quería contactar con ella. No tenía sentido para Sánchez. “Mi hijo nació en esa fecha”, dijo Sánchez a Olivares. “Murió al día siguiente de nacer, según me informó la enfermera jefa”.
Sánchez había sufrido depresiones la mayor parte de su vida. Cada año, en el cumpleaños de su hijo, se vestía de negro, pero nunca hablaba de su pérdida. No sabía que le habían mentido y que su hijo había acabado en un orfanato fundado por una misionera sueca en 1965 en Lautaro.
Después de que Olivares llamara de vuelta, Diemar contactó con su hermano. Le dijo que su madre no lo había entregado: le habían dicho que estaba muerto. De alguna manera, dijo, siempre había sabido lo que pasó.
“40 años de angustia salieron de mi cuerpo”
En enero de 2019 los hermanos se subieron a un avión rumbo a Chile. Ya habían pasado meses desde que Olsson se había enterado de la verdad sobre su adopción y fue necesaria una nueva intervención de su hermana para que hiciera acopio del valor necesario para ir a conocer a su madre en persona.
Olsson recuerda que Diemar le dijo: “Daniel, hagamos esto ahora, no hablemos más, arranquemos la tirita”. Para Olsson fue su primera vez en Chile. Diemar lo preparó todo. Volaron juntos desde Australia, donde vivía Diemar en ese momento. Primero fueron a Santiago y luego a Temuco. “No estaba preparado, pero me di cuenta de que no había forma de estarlo”, cuenta Olsson.
En Temuco, Olsson quiso quedarse en el avión, agobiado por la inmensidad de lo que iba a hacer. Diemar lo levantó de su asiento y lo empujó por el aeropuerto. Intentó bloquear sus emociones, pero en cuanto vio a su madre, Olsson se vio a sí mismo apartando a otros viajeros a los lados mientras corría hacia ella. “Nos abrazamos durante dos minutos seguidos”, dice. Al abrazar a su madre biológica, Olsson se sintió abrumado por la emoción. “Fue como estar despierto durante una operación a corazón abierto”, dijo. Su cuerpo tembló hasta el agotamiento. “40 años de angustia salieron de mi cuerpo”.
Olsson sólo había hablado una vez con Sánchez. Por videoconferencia. Sólo le había visto la cara. Si algo le sorprendió cuando la vio por primera vez en el aeropuerto, fue lo pequeña que era. Le pareció hermosa.
No esperaba demasiado de Temuco. Todo era extraño. No hablaba el idioma, pero se sintió como en casa y en paz. Le sorprendió. Olsson describió la experiencia “como despertarse y descubrir un nuevo color. Aunque es difícil imaginar cómo sería un nuevo color”.
En agosto de 2019, ocho meses después de conocer a su madre, Olsson decidió mudarse a Temuco. Alquiló un apartamento pequeño, el piso de encima de un bar-restaurante. Por primera vez en años duerme sin la ayuda de pastillas. “He sido feliz durante el último año, esa es mi vida”, cuenta Olsson. Su madre, aunque era joven y estaba sola cuando lo tuvo, siguió estudiando y se licenció en la universidad. Es profesora de geografía e historia en un instituto y ella y su marido tienen tres hijos. El español de Olsson mejora a medida que va conociendo a sus hermanos y lo que significa formar parte de una familia extensa: sus alegrías y tragedias. El año pasado falleció uno de sus hermanos.
Después de trasladarse a Temuco, Olsson comenzó a trabajar con la organización Madres e Hijos del Silencio, ayudando a los adoptados suecos a regresar a Chile a adaptarse a su nueva vida. A finales de diciembre de 2019 Olsson esperaba en la zona de recogida de equipajes en el aeropuerto internacional de la Araucanía en Temuco para recibir a una adoptada sueca.
La adoptada, una mujer de unos 30 años, estaba a punto de conocer a su familia biológica por primera vez, al igual que Olsson había hecho un año antes. Unos 12 miembros de su familia esperaban nerviosos con carteles hechos a mano. En uno de ellos se podía leer: “Aquí comienza una nueva historia”.
Olsson recuerda la mezcla de nervios y emoción que sintió en aquel momento, el agotamiento emocional que comenzaba. La mujer iba acompañada de su marido, de nacionalidad chilena. Cuando se acercó a su madre, todo el mundo empezó a vitorearla. Acabron por abrazarse y los demás se agolparon en torno a ellos.
“Puede que sus raíces sean chilenas, pero su lenguaje corporal era inconfundiblemente sueco”, dijo entonces Olsson. “Tardará algún tiempo en bajar la guardia”. Sin dejar de abrazar a su madre, tiró de Olsson hacia ella. “Lo primero que me dijo fue lo pequeña que era su madre”. “Bienvenido a Chile”, contesto Olsson.
Diemar se ha implicado mucho en la investigación sobre las adopciones. En el tiempo libre que le deja como profesora de sueco, ha recopilado muchos documentos, la mayoría de ellos de otras personas adoptadas que le piden que se encargue de su correspondencia con los investigadores chilenos. Ha pasado largas horas traduciendo entre familias y sus hijos, separados por la cultura y por el idioma.
Escuchar la angustia de los demás es agotador desde el punto de vista emocional, sobre todo porque le coloca ante la obligación de lidiar con los sentimientos que tiene sobre su propia adopción.
Últimamente ha estudiado la cultura mapuche y su lengua, el mapuzugun, lo que le ha aportado cierta tranquilidad. Las poblaciones nativas de Chile pueden recibir la acreditación oficial de su condición de indígenas y Diemar espera conseguir algún día la suya.
Diemar ha conocido a sus hermanos y hermanas, pero sólo ha hablado con su madre por teléfono. Cree que Agua Dulce se está haciendo a la idea de conocer a su hija en persona. “Realmente me gustaría ver a mi mamá en persona, ver cómo es, sentarme con ella, saber más sobre mis orígenes”, dice Diemar. “Ella es mi mamá”.