La extrema derecha nos ha declarado una guerra cultural y tenemos que pararles ya
Las memorias del general de la Unión William Tecumseh Sherman son una lectura incómoda. En medio de las órdenes de batalla y las descripciones racistas de esclavos liberados, intercala recuerdos de la época de postguerra y de encuentros amistosos con antiguos enemigos confederados. Entre partidas de cartas y cenas distendidas, aceptó lo que le dijeron sus enemigos de que si alguien ordenó la masacre de todas las unidades negras durante la batalla, no fueron ellos.
Sherman se oponía a la emancipación de los esclavos, saboteó los esfuerzos que realizaron sus propias tropas para liberarlos y utilizó fuerza esclava en sus fortificaciones. Aun así, hizo una cosa que, a la luz de lo ocurrido en la marcha fascista en Charlottesville, podríamos tomar hoy como ejemplo. Libró una guerra total contra sus enemigos. Ordenó a sus tropas destruir kilómetros y kilómetros de vías de tren, quemar granjas de dueños de esclavos que resistieron y quemar Atlanta. Después partió hacia el mar, afirmando en su famosa promesa que, dado que la guerra era el remedio que el Sur había elegido, “propongo que les demos todo lo que quieren”.
Nadie, viendo desfilar a las milicias ataviadas con chalecos antibalas y fusiles de asalto este fin de semana, quiere que EEUU llegué a un conflicto. Pero la violencia por motivos políticos de bajo nivel unido a la gran dislocación cultural de los EEUU de hoy muestra ciertos paralelismos con los años anteriores a la guerra civil estadounidense.
Tal y como observó el historiador Allan Nevins, a finales de la década de 1850, la América blanca se había convertido en “dos pueblos”, cuyas identidades culturales radicalmente diferentes ya no podían contenerse en un único sistema político.
Posteriormente, los “dos pueblos” fueron modelados por dos sistemas económicos rivales: el de la industria y el libre comercio frente al de los aparceros agrícolas y la esclavitud. Sin embargo, los conceptos por los que los confederados fueron a la guerra han sobrevivido: los derechos de los estados federados frente al Gobierno federal, supremacía blanca, y el concepto de una nación definida por origen étnico con un destino designado por Dios.
Y todo esto no ha llegado hasta nuestros días por accidente. La estatua del general confederado Robert E. Lee, que el Ayuntamiento de Charlottesville votó retirar, es una de una larga lista de monumentos que se han convertido en iconos de la resistencia para el movimiento de extrema derecha que ahora cobra más fuerza tras la victoria de Trump.
Nathan Bedford Forrest, jefe de la caballería del sur que masacró a soldados negros y después fundó el Ku Klux Klan, es recordado no solo por una estatua oficial en Memphis sino también por otra extraoficial de oro en un terreno privado en Nashville, rodeado de banderas confederadas. Forrest fue un genio militar cuyas tácticas de guerrilla se estudian a día de hoy en las academias militares de EEUU. También lo fue el mariscal de campo alemán Erwin Rommel. Ambos lucharon a favor del genocidio y de la supremacía racial.
Así que con banderas confederadas combinadas con esvásticas en las calles de Charlottesville, no solo los estadounidenses sino los progresistas de todo el mundo tenemos que hacernos una pregunta difícil: ¿qué estamos dispuestos a hacer para derrotar a la derecha racista?
Ellos nos han declarado una guerra cultural. “La comunidad al completo (en Charlottesville) es de extrema izquierda”, dijo a los medios Jason Kessler, el organizador de la marcha nazi 'Unite the Right', añadiendo que los residentes de Charlottesville habían “absorbido esos principios culturales marxistas promovidos en las ciudades universitarias de todo el país, en las que se culpa a la gente blanca de todo”.
Esto no es un grito para pedir ayuda o una petición de reforma: es una expresión exacta del mismo tipo de hostilidad cultural hacia la modernidad que podrías encontrar en los escritos de los líderes políticos del Sur. Ellos consideraban que cualquier petición por la igualdad de los negros ante la ley era algo “jacobino”, el equivalente al marxismo del siglo XIX. Ellos también veían el hecho de otorgar estatus de ser humano a los negros como un presagio del fin de su civilización.
Y no estamos tratando solo con unos pocos de miles de adolescentes tristones ataviados con polos planchados. Todos los estudios posteriores a las elecciones muestran que la coalición electoral de Trump estaba dando alas a millones de personas para que puedan expresar su racismo y su violenta misoginia. Al elegir a Trump, sus seguidores declararon una guerra cultural sobre el progresismo estadounidense, y les dijeron a aquellos que insisten en lo de que “Black Lives Matter” (“La vida de los negros importa”) que a ellos no.
El silencio de Trump en torno al asesinato de Hather Heyer, presuntamente por el supremacista blanco Alex Fields, no fue algo accidental. Hay personas con vínculos con la extrema derecha en su propio equipo, entre los que están Steve Bannon y Sebastian Gorka. Todo su movimiento se basa en potenciar el racismo, no en eliminarlo. Después de todo, fue el neoyorquino Carl Paladino (artífice de la campaña de Trump) quien dijo que Michelle Obama debería “volver a ser un hombre y dejarla suelta en el interior de Zimbabue donde podría vivir cómoda en una cueva con Maxie, el gorila”.
Durante el último año de la guerra civil americana, Sherman (que era un racista) se dio cuenta de una manera pragmática de que nada separaría a la población del Sur de su apego al modelo económico de propietarios de esclavos y de la cultura que lo rodea, nada que no fuera su destrucción física.
A día de hoy puede parecer que no existe una infraestructura física del racismo americano que quede todavía por destruir. Pero existe. La conducta habitual de los policías cuando ven a una persona negra en un barrio de blancos como una excusa para pararle y registrarle; la criminalización de los jóvenes negros en el sistema judicial. La existencia, en toda la sociedad, de segregación no reconocida. Y la implacable cámara de resonancia de actitudes racistas cuya cúspide es Fox News, pero cuyas entrañas son las tertulias en radios locales donde su discurso del odio llega a tu radio tan pronto como cambias de frecuencias al llegar a las periferias de las ciudades.
Cada uno de los que enseñaron sus rostros en la marcha fascista de las antorchas posee el derecho constitucional de la libertad de expresión. Pero también tienen webs organizadas por compañías, trabajos, contratos telefónicos y cuentas bancarias estadounidenses. Y no, no existe un derecho constitucional que permita utilizar la infraestructura empresarial de EEUU para organizar actos violentos.
Por encima de todo, la institución que está permitiendo este auge y las acciones violentas de la extrema derecha es la propia presidencia de Trump.
En todo el mundo, la gente progresista se está enfrentando a estos movimientos populares que tratan de revertir los cambios sociales conseguidos en los últimos 50 años. La respuesta ha consistido en buscar quejas por cuestiones económicas que pueden ser mitigadas, o buscar protección a través de la ley y de la Constitución y –a nivel individual– ignorar los absurdos desahogos contra migrantes, negros o musulmanes lanzados por nuestros familiares, conductores de taxi o el tipo que se sienta justo a tu lado en la barra del bar.
Tendríamos que haber parado esto hace mucho. Charlottesville es la llamada de atención para los progresistas de todos los sitios. Tanto si estás en una ciudad universitaria como si estás en una multiétnica y empobrecida, Kessler y sus aliados de todo el mundo se están movilizando para castigar a tu comunidad por su “marxismo cultural”.
Si alguien te declara una guerra cultural, en algún momento debes contraatacar.
Traducido por Cristina Armunia Berges