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La extraña historia del opio en Estados Unidos: de la morfina infantil a la heroína militar

Los opiáceos son un problema cada vez más grave en Estados Unidos y, sin embargo, a nadie debería sorprenderle: la cuestión se remonta a la llegada del barco Mayflower en 1620.

Uno de los pasajeros era el doctor Samuel Fuller, y probablemente en su maletín transportaba una forma temprana de láudano, una tintura de opio/alcohol, cuyo uso fue introducido por el célebre alquimista Paracelso. 

Al igual que otros opiáceos, el láudano se obtiene a partir de la semilla de opio (o como la llamaban los sumerios 5.000 años atrás, la planta de la alegría). Como todos los opiáceos, es un calmante efectivo para el dolor, y ayuda a dormir. En los duros tiempos de la vieja América, los opiáceos ayudaban a calmar el dolor producido por enfermedades como la viruela, el cólera y la disentería. 

Durante la revolución estadounidense, los médicos utilizaban el opio de forma habitual. El presidente Thomas Jefferson, que no solía confiar en los tratamientos médicos de la época, tomó láudano al final de sus días para calmar su diarrea crónica, una dolencia que probablemente propició su muerte.

La droga lo ayudaba hasta el punto que en una carta a un amigo decía: “con algunos cuidados médicos y el láudano prácticamente me siento como era habitual”. El uso de la palabra “habitual” es bastante revelador: más tarde optó por cultivar sus propias semillas en su residencia de Monticello. 

Jarabe para niños revoltosos

A mediados del siglo XIX, el consumo recreativo de opio pasó a ser más frecuente. La prensa alarmista criticó los fumaderos de opio chinos y ayudó a consolidar la creencia de que los hombres chinos utilizaban el opio para convencer a las mujeres blancas de mantener relaciones sexuales con ellos.

La mayoría de los estadounidenses no necesitaban ir a un fumadero de opio chino para consumirlo. Por aquel entonces, los opiáceos ya eran el ingrediente principal de productos tan diversos como polvos dentífricos y analgésicos para el dolor menstrual. Las medicinas de patente, que recibían este nombre porque a menudo contenían sustancias secretas “patentadas”, inundaron el mercado. Algunas de ellas perseguían un fin medicinal mientras que otras solo servían para colocarse.

Uno de los productos más famosos era el jarabe relajante de la señora Winslow, una mezcla de morfina y alcohol que se vendía a los padres de niños revoltosos, y aseguraba ser una “forma inocua y agradable” de ayudar al niño a tener “un sueño profundo y natural, y calmarle cualquier dolor”. Tras la Guerra de Secesión, empezaron a venderse drogas incluso más potentes, entre ellas la heroína (introducida por Bayer en esa misma época como aspirina) y la cocaína, una droga estimulante, utilizada para productos tan diversos como jarabes para la tos y la Coca-Cola (aunque la compañía lo niegue de plano).

La importación de opio alcanzó su punto más álgido en la década de los noventa del siglo XIX, coincidiendo con el auge de las asociaciones de abstinencia, bien sea por la demonización del alcohol o porque el opio era más fácil de esconder.

Esta situación se mantuvo hasta 1906, cuando el gobierno del país, presidido por Teddy Roosevelt, promulgó la Ley de drogas y alimentos no adulterados, un hito histórico que obligaba a mencionar cualquier sustancia “peligrosa” o “adictiva” en la etiqueta del medicamento. Tres años más tarde,  la Ley de Exclusión del Opio, que se convirtió en la primera ley de Estados Unidos que prohibía las drogas, terminó con la importación de opiáceos cuya única finalidad fuera el consumo recreativo, si bien no se sabe si la finalidad última de esta medida era reducir el consumo de drogas o más bien era una medida proteccionista frente a los chinos.

Una cuestión de orden público

La siguiente gran ley antidroga se promulgó en 1914. La Ley Harrison sobre estupefacientes creó un registro nacional de “todas aquellas personas que producen, importan, fabrican, mezclan, trafican, suministran, distribuyen o dan hojas de coca u opio o cualquier otra mezcla, producto, sal, derivados o preparados” y gravaba estas actividades con impuestos especiales.

Si bien los médicos que proporcionaban estas drogas a sus pacientes quedaban exentos, la ley restringía su capacidad para recetar opiáceos. Esta norma indicaba que la adicción era un “defecto moral”, y no una enfermedad, con lo cual los médicos no podían tratar a nadie que fuera adicto a esta droga.

Las drogas se convirtieron en una cuestión de orden público, no una cuestión de salud pública. Esto sigue siendo así un siglo más tarde. Los esfuerzos de los médicos por cambiar esta percepción no tuvieron mucho éxito, y aquellos que siguieron recetando opiáceos a sus pacientes adictos, terminaron en la cárcel. El consumo de drogas no hizo más que escalar cuando la 18ª enmienda prohibió el consumo de alcohol en 1919.

Cuando la ley seca fue derogada por la 21ª enmienda en 1933, la cultura del cóctel fomentada por los locales clandestinos cambió la opinión pública sobre el consumo del alcohol. Paralelamente se había prohibido la heroína y esto no hizo más que reforzar los prejuicios en torno a los consumidores de opio, que fueron marginados por ser unos “yonquis”.

El reinado del Vicodin

Tras la Segunda Guerra Mundial, los opioides, opiáceos sintéticos, se empezaron a vender de forma masiva, entre ellos un medicamento con hidrocodona (que en los setenta alcanzó una gran popularidad gracias a la marca comercial Vicodin) y con Oxicodona (un opiáceo que es uno de los ingredientes del medicamento OxiContin). Muchos médicos, conscientes del riesgo de adicción y dependencia, padecieron algo parecido a una “opiofobia”, que a menudo les impedía recetar analgésicos. 

El auge de las drogas recreativas en la década de los sesenta, y también el incremento del consumo de heroína por parte de los soldados en Vietnam, dio lugar a la Ley de sustancias fiscalizadas de 1970 y la creación de la Agencia de Estados Unidos para el control de la droga (DEA) en 1973. Ambas medidas tenían la finalidad de limitar el acceso a los opiáceos. Sin embargo, los doctores llegaron a la conclusión de que no estaban prestando la suficiente atención al dolor de sus pacientes y de nuevo se dispararon las recetas de calmantes. 

No es ninguna casualidad que el aumento de las recetas contara con el apoyo de la industria farmacéutica, que auspició los estudios que demostraron que los médicos no estaban recetando suficientes calmantes. Al mismo tiempo, los representantes de las farmacéuticas iniciaron una campaña muy agresiva para que los médicos se percataran de la utilidad de sus medicamentos. Como indicó la doctora Celine Gounder a la revista New Yorker: “En 2010, Estados Unidos, donde vivía el 5% de la población mundial, consumía el 99% de la producción mundial de hidrocodona”.

En la actualidad existen tratamientos para la adicción a los opiáceos, pero mientras Estados Unidos mantenga los prejuicios en torno a los consumidores de drogas, que son percibidos como unos degenerados, los tratamientos no podrán solucionar el problema. Existen obstáculos reglamentarios para impedir que los doctores puedan recetar buprenorfina, un medicamento cuya eficacia ha sido demostrada en el tratamiento de la adicción a los opiáceos. 

La DEA no ha conseguido frenar la heroína en Estados Unidos. La heroína es más barata que los opiáceos de venta con receta, y resulta demasiado fácil dar la espalda a las recetas legales y comprar drogas ilegales en la calle. El 10 de marzo, el Senado aprobó un proyecto de ley relativo al tratamiento y prevención de la adicción a la droga. La incógnita es si se convertirá en ley y, en caso de que así sea, si servirá para algo.

Mañana, otros 44 estadounidenses morirán como consecuencia de los calmantes que toman, según los datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. Si la historia puede servirnos como referente, sabemos que una ley no puede curar una enfermedad y lo único que conseguirá es que los adictos tengan que buscar otras vías para obtener su dosis.

Traducción de Emma Reverter