A los estadounidenses de izquierdas nos gusta pensar que sabemos la respuesta de muchas preguntas; por ejemplo, por qué los que viven fuera de las pequeñas burbujas progresistas han preferido votar a Donald Trump en vez de a Hillary Clinton.
Creemos que los que viven en pueblos de pocos habitantes son republicanos. En el mejor de los casos son beatos, respetuosos y conservadores. En el peor, pretenciosos y santurrones, estrechos de miras y, sin embargo, capaces de tener un amplio abanico de prejuicios. Estamos convencidos de que los que viven en el interior del país son diferentes. Todos los adultos son puritanos que van a la iglesia y están obsesionados por la pulcritud, mientras que todos los jóvenes sueñan con escaparse de allí y encontrar su verdadero camino.
Sin embargo, esta situación se puede analizar desde una perspectiva distinta. Es la siguiente: los pueblos se mueren.
Donald Trump no encarna los valores morales del interior de Estados Unidos. Es el típico tipo astuto de ciudad, un ricachón bocazas que vive en un edificio de 58 plantas y al que siempre se ha identificado con el lujo y el exceso de la ciudad de Nueva York. Los habitantes de las zonas rurales están desesperados. Muchos de ellos votaron a Trump, a pesar de su vulgaridad y de sus modales de habitante de una gran ciudad, porque prometió recuperar la grandeza de Estados Unidos.
Las películas sobre la América profunda no te ayudarán a comprender la situación. Tienes que verlo con tus propios ojos. Y lo que descubrirás, si decides emprender esta aventura y viajar a la zona del Medio Oeste donde yo crecí, es la devastación más absoluta, salvo que la localidad que visites tenga un hospital, una universidad o una cárcel.
Salvo contadas excepciones, las tiendas de la calle principal estarán vacías o llenas de bolas de naftalina. Encontrarás fábricas fantasma y mucha desesperación. Los sitios que fabricaban productos ahora están cerrados. El crecimiento demográfico es negativo. Ya no podrás leer un periódico local o, si existe, tendrá cuatro páginas. Muchos lugareños son adictos a la metanfetamina. Verás casas centenarias que en áreas urbanas codiciadas serían palacios de millonarios. Y verás carteles de Trump.
Cuando las crisis empujaban a la izquierda
Missouri es uno de eso estados que nos viene a la mente al analizar esta situación. Sus habitantes votaron a Trump masivamente. El excéntrico millonario de Nueva York ganó en todos los condados excepto los que tienen las principales ciudades del Estado y los campus universitarios. En algunas áreas rurales obtuvo el 80% de los votos.
No siempre fue así. Diez o veinte años atrás, Missouri era un Estado disputado por los dos partidos y que se podía decantar hacia un lado u otro en unas elecciones presidenciales. En los comicios de 2008, el voto quedó dividido en partes prácticamente iguales. Barack Obama consiguió bastantes votos en las áreas rurales. Si nos remontamos unos años más atrás, descubrimos que Missouri era un Estado demócrata y la cuna de políticos como Dick Gephardt, Stuart Symington y Harry Truman.
Incluso el famoso apodo de Missouri, conocido como 'the show-me state' (tienes que demostrármelo), tiene un origen partidista. Supuestamente debe su origen a un discurso de un congresista que pronunció el siguiente monólogo: “Soy de un Estado que cultiva maíz y algodón, cardos y demócratas, y la elocuencia sin sustancia no me impresiona. Soy de Missouri. Tienes que demostrármelo”.
Estos son, a grandes rasgos, los hechos fundamentales. Si lo piensan, solo aumentan nuestras dudas. Antaño, ante una situación difícil y desesperada, los ciudadanos apostaban por la izquierda. ¿Por qué no ha sido así en esta ocasión?
Para comprenderlo, podemos echar un vistazo a uno de los pueblos que mejor representa al Estado: Marceline. Se trata de una localidad de 2.350 habitantes y es el pueblo natal de Walt Disney. La familia Disney llegó a Marceline procedente de Chicago en 1906 y cuatro años más tarde se mudó a Kansas City. El padre de Walt, un granjero y trabajador de la construcción, era socialista; una tendencia que, “érase una vez”, era bastante común en el Medio Oeste.
Muchos años después, tras hacerse famoso, Walt Disney dio un giro hacia la derecha y, cuando lo hizo, la pequeña localidad donde había crecido se convirtió en un símbolo para él; en un ejemplo de todas las virtudes y bondades de la civilización estadounidense. Pasó a simbolizar todo lo que la sociedad estadounidense moderna había perdido. El principal homenaje que Disney hizo a su pueblo fue esa utopía llamada Disneylandia. Los visitantes acceden al parque temático desde “la calle mayor de Estados Unidos”, y los biógrafos de Disney coinciden en afirmar que, de alguna manera, Disney se inspiró en Marceline al diseñar las calles, los establecimientos e incluso las viejas locomotoras.
Se podría afirmar que cuando Disney se propuso recuperar la grandeza de Estados Unidos utilizó el pueblo como referencia. En la actualidad sería bastante improbable que alguien que quisiera levantar una cadena de parques temáticos utópicos se inspirara en Linn, Missouri, el condado donde se encuentra Marceline. En la actualidad este pueblo ha caído en las garras de las mismas fuerzas económicas crueles que han sacudido todo el condado, como se puede comprobar con un simple paseo por su centro.
Al reflexionar sobre cómo estas zonas se han ido convirtiendo gradualmente en feudos republicanos, podemos descartar un motivo: los habitantes de estos condados no votaron a Trump porque hayan hecho dinero y se hayan aburguesado sino más bien todo lo contrario.
Como me contó el ganadero y exparlamentario del Estado Wes Shoemyer: “Si vives en un condado de Missouri que no tiene una universidad o un hospital, has visto cómo todo se desmoronaba. Hemos perdido nuestras minas de carbón. Teníamos fábricas de ladrillos. Hemos perdido todas las fundiciones, todos los sindicatos”.
Un voto incómodo pero previsible
Rhonda Perry, una granjera de Missouri y directora de programas del Missouri Rural Crisis Center, una organización que defiende los intereses de los pequeños agricultores, me explica que muchos votantes de las zonas rurales fueron acercándose al multimillonario de Nueva York. Según ella, no se debió al entusiasmo que despertó; es más bien una opción incómoda pero previsible.
“Estuvieron dispuestos a pasar por alto algunas de las declaraciones horribles que hizo porque hizo otras que conectan con su situación”, señala. Más concretamente, las críticas de Trump a acuerdos comerciales como el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) y los efectos negativos que tienen sobre los trabajadores estadounidenses.
Al principio esta afirmación me sorprendió. Evidentemente, sabía que Trump estaba en contra de los tratados de libre comercio pero siempre pensé que los granjeros eran unos grandes defensores de los acuerdos comerciales, ya que Estados Unidos exporta grandes volúmenes de alimentos. Sin ir más lejos, los granjeros se opusieron al presidente Jimmy Carter cuando este decretó el embargo de las exportaciones de grano a Rusia. Además, los lobistas de los agricultores siempre están presionando para que se permita exportar a Cuba.
Sin embargo, las cosas han cambiado. Según Perry, a los pequeños agricultores los ahoga un grupo reducido pero poderosísimo de multinacionales de la alimentación, y los tratados de libre comercio han fortalecido a estas empresas en detrimento de la agricultura familiar.
Esta aterradora teoría se confirmó hace algo más de un año, cuando el organismo de apelación de la Organización Mundial del Comercio terminó con una ley para los supermercados de Estados Unidos llamada “etiquetado del país de origen” (COOL por sus siglas en inglés), que exigía que en la etiqueta de la carne y de las verduras figurara el país de origen de estos alimentos. A los granjeros estadounidenses les encantaba esta iniciativa, parecía de sentido común. Sin previo aviso, una organización internacional oscura y partidaria de las grandes empresas la vetó.
Cuando Obama empezó a negociar su ansiado acuerdo TPP, muchos de los agricultores que habían visto cómo la OMC fulminaba la ley de etiquetado del país de origen llegaron a la conclusión de que esa alianza representaba una nueva amenaza. El presidente siguió insistiendo en la necesidad de aprobar ese acuerdo incluso después de que la sucesora que él mismo había escogido, Hillary Clinton, tratara de convencer a sus votantes de que ella se oponía.
Al estudiar el apoyo del Medio Oeste rural a Trump, Obama ha sido otro factor a tener en cuenta. Los habitantes de las ciudades ya no se acuerdan pero muchos pequeños agricultores ultrajados lo votaron en 2008 porque pensaron que los iba a salvar.
La decepción con Obama
A diferencia de los otros políticos de la capital, Obama parecía comprender el problema cuando llegó a la Casa Blanca. Prometió hacer cumplir la legislación antimonopolio a las grandes empresas de alimentación y controlar las grandes operaciones de compra de ganado.
Rhonda Perry puntualiza que la agricultura era uno de los puntos del programa de su campaña: “Parte de su programa electoral hablaba de frenar el poder de las grandes empresas y los monopolios que han creado. Hablaba de la necesidad de garantizar que los pequeños agricultores operaran en los mercados de forma equitativa y compitieran en igualdad de condiciones. Nada de esto se cumplió”.
En cambio, en esta última campaña presidencial, la candidata demócrata se presentó como una aliada de las empresas mientras que el candidato republicano fingió estar indignado con las despiadadas multinacionales.
“Los ciudadanos tienen la sensación de que hemos perdido el control sobre las grandes empresas”, indica Perry: “Y están dispuestos a arriesgarse para frenarlas, incluso cuando desde muchos puntos de vista votar a Trump es una mala decisión”. Le pregunté si lo que quería decir es que votaron a Trump para recuperar el control sobre las empresas y me contestó que sí. “La corporatización está fuera de control y muchas personas votaron a Trump por este motivo”.
¿Qué tengo que perder?
No todos los estadounidenses del interior siguen esta lógica política. Lo pude constatar en diciembre, durante un desayuno con los miembros del Lions Club de Macon, un pueblo situado en un condado al norte de Linn. El grupo se reúne periódicamente en torno a unas mesas de cuadros rojos en la trastienda del Apple Basket Cafe.
Me contaron que esta habitación solía albergar la imprenta del extinto periódico local. En una de las paredes se anuncian todos los otros clubes que suelen reunirse en el local: los Kiwanis, Optimist, Rotary; otra de las paredes cuelga una copia de una obra de Thomas Kinkade. Los miembros del club, hombres afables de mediana edad, empezaron la reunión con un juramento de lealtad y luego debatieron cuál era el mejor plan para hacer lo que este tipo de asociaciones hacen: recaudar fondos para buenas causas.
Más tarde hablaron de política. En general todos habían votado a Trump pero pocos lo apoyan incondicionalmente. Les preocupa qué medidas impulsará como presidente y no saben qué pueden esperar de su mandato. Sin embargo, todos lo votaron a pesar de las reservas.
¿Por qué? Uno de los hombres me dijo que el motivo se podía resumir en una sola palabra: Hillary. Otro parafraseó la famosa propuesta de Trump a los votantes negros ya que también se identifica con ella: “¿Qué vas a perder si consigues propiciar el cambio?”.
También salieron a relucir los típicos argumentos conservadores. Por ejemplo, el relativo a una Administración que se entromete en la vida de los ciudadanos. Estos hombres conocen a granjeros que se quejan amargamente de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA). “No nos gusta que nos digan qué tenemos que hacer y cómo tenemos que hacerlo”, dijo uno.
Sin embargo, no solo sacaron a relucir los típicos lugares comunes republicanos. También se quejaron de cómo los grandes bancos evitaban ser englobados por la Corporación Federal de Seguros de Depósitos. A lo largo de la conversación usaron la expresión “Goldman Sachs” como una abreviatura verbal de riqueza e influencia. Asimismo, se quejaron de los multimillonarios que controlan la vida política del Estado. Era muy evidente que detestan lo que ellos perciben como la altivez moral de los progresistas. Más de uno se presentó como uno de los “deplorables” definidos por Hillary Clinton.
El derecho a ser un “guarro repulsivo”
También era perceptible su resentimiento hacia los “licenciados en las universidades de élite del país” que se creen “con el derecho de gestionar hasta el último detalle de la vida de los estadounidenses”. El hombre que hizo esta afirmación, un tipo que lucía la gorra de los militares estadounidenses retirados, también me dijo que “si quieres ser un guarro repulsivo, estás en tu derecho”.
Este “derecho a ser aborrecible” plantea una cuestión fascinante: para estos hombres los progresistas no son más que unos mojigatos bocazas, unos moralistas intolerantes que quieren que todo el país siga sus reglas; es exactamente el mismo estereotipo de los progresistas cuando piensan en un conservador.
Todas las personas con las que hablé a lo largo de la mañana parecían dar por sentado que los progresistas se han apropiado de una moral que es injusta y que los sitúa en una posición de ventaja frente a los conservadores. Uno de los hombres señaló que los partidarios de Hillary fueron los que se expresaron con más contundencia y agresividad durante la campaña. “Los conservadores no se atrevían a opinar porque temían las críticas de los progresistas”, me dijo: “Y Dios sabe que les hemos dado una lección”.
¿Y un apunte curioso? Este mismo hombre explicó que en una ocasión, cuando era un niño, pudo estrechar la mano de Harry Truman. A mediados de la década de los cincuenta, su clase de primaria fue de excursión a Kansas City y el expresidente se reunió con los alumnos. Le pregunté qué opinaba de un presidente demócrata que, como él ya sabía, indignó a la derecha cuando decidió prescindir de los servicios del general Douglas MacArthur. “Uno de los mejores presidentes que hemos tenido”, afirmó.
El precio de la nostalgia
Mientras recorría estos pueblos del interior pensé que tal vez la nostalgia es un sentimiento inevitable. La grandeza del pasado, en contraste con la desolación del presente, te sacude a cada paso que das. Los edificios sólidos y bien construidos de la era de Benjamin Harrison se desmoronan. También una enorme piscina construida durante el New Deal. Se respira esta misma nostalgia en el impresionante museo Disney de Marceline, que explica con todo lujo de detalles la relación del cineasta con su pueblo natal (el pueblo fue tan amable y servicial que abrió el museo, que está cerrado durante el invierno, especialmente para mí).
También respiré esta nostalgia en la colección de recuerdos de Harry Truman que llena el salón de la casa centenaria donde me alojé durante mi visita. Así como en una tienda que descubrí durante mi viaje y que vende viejos equipos estéreo. El propietario estaba escuchando un disco de vinilo de Stairway to Heaven de Led Zeppelin, uno de los mejores ejemplos de nostalgia del rock clásico, en uno de esos bellos tocadiscos de la década de los setenta. Me preguntó, con un entusiasmo que no esperaba encontrar en ese entorno: “¿Has escuchado esto antes?”.
Tal vez al escribir este reportaje me he comportado como Walt Disney en la década de los cincuenta. Como él, he regresado a un paisaje familiar de mi infancia y he reflexionado sobre qué le ha pasado a Estados Unidos y qué le ha pasado a nuestra democracia.
Tal vez la nostalgia es el problema. En Macon, conocí a un demócrata que me explicó que “la gente quiere regresar a Mayberry”. Hacía referencia a la comunidad ficticia del decorado del Andy Griffith Show; un programa que fue muy popular en la década de los sesenta. Curiosamente, Mayberry se inspiró en un pueblo de Carolina del Norte, Mount Airy, que, como informaba The Washington Post, también se ha sumado a las filas de Trump.
Tal vez sea cierto, como creen muchos de mis amigos de izquierdas, que los habitantes de esta parte del país sueñan en secreto con regresar a esos tiempos en los que el Ku Klux Klan estaba en su mejor momento, o el guerrillero William Quantrill aterrorizaba a los habitantes de Kansas o Dred Scott [el primer esclavo estadounidense que demandó a sus amos] perdía su batalla judicial. Podría ser que esto explique, en parte, el fenómeno Trump.
Sin embargo, me gustaría hacer una propuesta distinta: la nostalgia no tiene por qué ser reaccionaria. Querer que tu pueblo vuelva a florecer no va en contra del progresismo. Tampoco es reaccionario reconocer que tu pueblo no está mejorando o que los progresistas de los años cincuenta del siglo pasado lo hicieron mejor que los actuales.
La nostalgia crece del siguiente modo (al menos para mí). Cuando viajo a esta parte del país, siempre lo hago acompañado de una guía WPA [una guía publicada por primera vez durante el New Deal por la principal agencia creada durante ese periodo]. Esta guía me permite encontrar los grandes logros arquitectónicos de la era Roosevelt. Solía ir a los mismos restaurantes que le gustaban a Harry Truman (muchos de ellos han cerrado). Y ahora, constantemente, veo carteles de Trump, uno tras otro. Y me pregunto cómo es posible que tantos partidarios de Truman hayan votado a un tipo con tics dictatoriales.
Tal vez sueño en un Reino Mágico Progresista; un Medio Oeste no racista que vuelve a activarse, una zona rural con pueblos en los que los negocios florecen, también las tabernas, y son capaces de crear nuevos puestos de trabajo.
Sueño con un Estado en el que las grandes cadenas no han provocado el cierre de los pequeños negocios. Sueño con una economía en la que los trabajadores pueden formar sindicatos y comprarse un coche nuevo cada dos años y en la que los agricultores están protegidos por leyes y los empresarios no pueden hacer triquiñuelas para reducir los salarios de los trabajadores y jugar con el destino de localidades desesperadas.
Tal vez es otra utopía imposible. El sueño brillante pero imposible de regresar a Mayberry. Yo creo que no.
Traducido por Emma Reverter