Irán sabe cómo silenciar las protestas, pero no escuchar al pueblo

Azadeh Moaveni

En Kermanshah, una ciudad kurda al noroeste de Irán, las protestas que se produjeron el viernes recordaron a la clásica escena de rebelión: hombres jóvenes con ropa gastada gritan y lanzan piedras mientras un cañón de agua lanza un chorro que no sirve de mucho sobre sus cabezas. En las imágenes que se pudieron ver en las redes sociales, nunca pareció que la multitud estuviera formada por más de unos pocos cientos, pero la sensación de desafío era palpable. ¿Qué está irritando al pueblo de Kermanshah? ¿Qué está irritando a los iraníes que han llevado a cabo protestas en 20 ciudades en todo el país durante cinco días seguidos?

Dependiendo de los medios que sigas, quieren de todo desde precios más bajos y una mejor situación económica hasta la caída completa del Gobierno controlado por clérigos. Parece que el mundo podría estar enfrentándose a cualquier cosa: desde un descontento diseminado hasta una nueva plaza Tahrir.

En la república islámica de Irán, las manifestaciones de disidencia pública no son tan insólitas como se dice: las mujeres protagonizan actos de desobediencia civil contra los códigos de vestimenta y por el acceso a espacios públicos, los ciudadanos de a pie protestan contra el impago de los salarios y la pérdida de ahorros.

Pero los disturbios callejeros en Irán no son tan comunes, y comprender lo que sucede se convierte en un laberinto: un Gobierno nervioso culpa a agentes externos, los países rivales en la zona propagan rumores, y una serie de activistas o grupos de la oposición que no han perdido nunca la esperanza proyectan sus ideologías y sueños sobre lo que son, normalmente, serias peticiones para que el gobierno rinda cuentas, para que haya una menor diferencia entre ricos y pobres, y menos corrupción.

En Kermanshah, la gente está harta de la inflación, del desempleo y de otros elementos precarios de la economía iraní, pero también se siente perjudicada por lo que percibe como la negligencia del Gobierno en su región, la cual padece todos esos problemas de una manera más acuciante que la media nacional.

El Estado es muy consciente de las quejas del pueblo y de los peligros que conlleva ignorarlas. Un informe de un think tank relacionado con el Ministerio de Interior, por ejemplo, reconocía que las protestas estaban alimentando el apoyo a grupos yihadistas salafistas en la región fronteriza del noroeste. También esbozaba vías para afrontarlo.

Lo que estalló en Kermanshah tenía que ver con los problemas de Kermanshah, pero se propagó desde Mashad en el noreste, donde a principios de semana la gente se manifestó por la situación económica, pidiendo “la muerte de Rohaní”. Mashad es la base de operaciones de los dos oponentes clave del presidente iraní Hasán Rohaní. Uno de ellos, el líder local de la oración de los viernes, simpatizó abiertamente con los manifestantes. Curiosamente, también apoyan las protestas los medios de comunicación de línea dura.

Ya el jueves, hubo señales de que los sectores que se oponen a Rohaní estaban buscando torpedear sus planes económicos y quizá incluso hacer que le sea imposible políticamente optar al puesto de líder supremo, cuando el puesto quede vacante.

Como suele suceder siempre, una vez más se ha dado el caso del caprichoso Irán que parece estar en calma hasta que de repente no lo está. El malestar encontró un impulso propio. Los jóvenes trabajadores de todo el país dieron salida a su frustración protestando contra un sistema político inestable, que no ofrece ningún tipo de dignidad económica, mientras que permite que la élite tenga éxito, viaje y prospere, y cada vez más a la vista de la población.

A medida que las protestas se extendieron provincia a provincia, se produjeron otras en regiones que, como Kermanshah, se sienten ignoradas por el Gobierno central. Rohaní fue elegido en mayo con una victoria abrumadora, y estos disturbios son un punto de inflexión indeseado de su segundo mandato.

¿Qué pasa con las reformas económicas?

Aunque su programa electoral prometió una recuperación económica, Rohaní se ha visto bloqueado en todo momento. El levantamiento completo de las sanciones prometidas por los estados occidentales a cambio de firmar el acuerdo nuclear no se ha producido, y sus planes para reformar el sistema bancario se han topado con la oposición de las poderosos círculos religiosos y de seguridad que saldrían perdiendo.

Sus rivales han arrestado al hermano de su vicepresidente, han amenazado a su propio hermano con procesarlo, y han truncado importantes acuerdos de gas y petróleo. El presidente se ha visto obligado a llevar a cabo medidas menores, como el aumento de impuestos para los viajes al extranjero. Estas medidas han afectado de manera negativa a la clase media y se le critica que no haya implantado otras que impulsasen cambios estructurales.

Los iraníes no olvidan los desafíos reales a los que se enfrenta el país. Esperan, con diferentes grados de paciencia, a que el sistema encuentre la manera de gobernar y de cumplir con sus promesas económicas, mientras está atrapado en su actual situación de estancamiento: un brazo ejecutivo cuyos poderes están limitados por instituciones militares y religiosas con agendas políticas y financieras a menudo contrarias; una república teocrática que nunca ha determinado lo viable que puede llegar a ser, mientras impone reglas insostenibles a una sociedad que está desesperada por integrarse con el resto del mundo.

¿Cómo podemos entender a un Irán como este, especialmente cuando está paralizado por las protestas, pese a que sean pequeñas? ¿Se puede decir algo más concreto con seguridad? Quizás solo que, mientras que las claras injusticias económicas alimenten las protestas, un amplio sector de iraníes son más nacionalistas que nunca, desconfiando de la hostilidad que emana de los estados suníes del Golfo.

Los ciudadanos están divididos en torno a las actividades de Irán en la región, y si el gasto en el extranjero es dinero desperdiciado, pero unidos en una creciente xenofobia antiárabe. Por cada grito que se oyó la semana pasada contra el apoyo de Irán a Hizbolá, hay barrios enteros llenos de tiendas de campaña de estilo militar que dan la bienvenida a los combatientes que han estado luchando en Siria.

En las ciudades iraníes se han escuchado gritos de “muerte al dictador”, pero los iraníes durante cerca de 40 años han estado condicionados para gritar como acto reflejo “muerte a” algo cuando estaban enfurecidos. Y esto puede significar cualquier cosa desde “por favor, revise todo el sistema” hasta “por favor, deshagámonos de este líder concreto que encarna todo mi dolor en una vida llena de problemas”.

Esto es lo que pasa cuando un pueblo con una fuerte tradición de avanzado compromiso con la política se enfrenta a graves consecuencias por expresar su desacuerdo. “Muerte a” se convierte en una cultura en sí misma cuando el espacio para articular demandas legítimas es muy pequeño.

El domingo, Rohaní lo reconoció al decir “la gente es completamente libre de hacer críticas y de protestar”, aunque lanzó un avisó contra el caos y el desorden durante el proceso. Las palabras del presidente fueron concisas, pero abrir un espacio para la crítica le obligará a recuperar a los reformistas que fueron expulsados de la escena política, y abordar las quejas de la gente joven que parece sentir que no tiene sitio en el sistema. La dificultad de conseguir todo esto al mismo tiempo ha marcado a Irán todos estos últimos años, y parece que continuará siendo así, más allá del drama que cada cierto tiempo inunde sus calles.

Traducido por Cristina Armunia Berges