Si alguien quisiera hacer un experimento en la Tierra para entender el comportamiento humano, la pandemia sería la oportunidad perfecta. En algunas personas, el virus que causa la COVID-19 no provoca síntomas. En otras, lleva a una enfermedad letal. El virus enfrenta a los jóvenes con los viejos y a los sanos con las personas con problemas de salud.
Las enfermedades infecciosas pueden unirnos o separarnos, como saben bien en los países de ingresos más bajos. Muchos se enfrentan a múltiples brotes de enfermedades infecciosas cada año. Pero los países más ricos aún están aprendiendo a base de sufrimiento que los virus no solo atacan al cuerpo humano. Son un espejo de las debilidades de cada país y causan estragos en la sociedad y la economía.
En todo el mundo, la pandemia ha dado lugar a unos perversos 'Juegos del Hambre' en los que los países han competido unos con otros en tasas de mortalidad mientras intentaban salvar la economía y enfrentar las sucesivas oleadas de la enfermedad.
En febrero y en marzo, los gobiernos europeos andaban detrás de las limitadas existencias de oxígeno, equipos de protección individual (EPI), respiradores, esteroides y medicamentos experimentales y sustancias químicas para sus laboratorios agotadas. Estados Unidos fue acusado de robar respiradores a Barbados y equipos de protección a Alemania, además de comprar los derechos del medicamento remdesivir, limitando el suministro disponible para otras naciones.
En la Asamblea Mundial de la Salud de mayo, los gobiernos se comprometieron a compartir los resultados de sus investigaciones y a abordar de forma colectiva el problema de la COVID-19. Pero las promesas de cooperación se rompieron cuando los gobiernos tuvieron que tomar decisiones difíciles sobre cómo compartir los recursos.
La pandemia ha sido una demostración de nuestro egoísmo, tanto a nivel individual como nacional. Una de las cuestiones clave ha sido la responsabilidad de los países más ricos hacia los más pobres, en particular cuando se trata de garantizar la distribución equitativa de una vacuna.
A principios de este año, 171 países se comprometieron a participar en Covax, una iniciativa que nació con el objetivo de ayudar al desarrollo y distribución equitativa de 2.000 millones de dosis de vacunas antes de que terminase 2021. Pero cuando se demostró que la primera vacuna funcionaba, desarrollada por Pfizer y BioNTech, los países más ricos compraron el 80% de las dosis.
De hecho, y según un análisis de Oxfam, incluso si las cinco candidatas a vacuna más avanzadas tuvieran éxito, no habría suficientes dosis para la mayoría de la población mundial hasta el año 2022. Es algo que siempre pasa en salud global: quien paga más se lleva los frutos de la investigación. La Organización Mundial de la Salud ha tratado activamente de alertar contra este enfoque nacionalista, pero las palabras y las promesas no sirven de nada cuando no van seguidas de acciones. Lo que cuenta es el dinero y el poder.
La misma pregunta sobre el egoísmo se puede hacer con relación a nuestro propio compromiso en casa y hacia los demás. ¿Qué responsabilidad tenemos cada uno de nosotros en nuestra propia comunidad?
La pandemia ha dividido a familias, amigos y vecinos entre los que están dispuestos a hacer excepciones para satisfacer sus deseos individuales y los que creen necesario hacer sacrificios por el bien de los demás. Las diferentes reacciones a las vacaciones de verano lo reflejaron claramente: algunas personas decidieron viajar a otros países, con el riesgo de llevar el virus con ellos, mientras otras se quedaban en casa. En Reino Unido, en algunos colegios, hubo que aislar en su domicilio a burbujas enteras de compañeros de clase solo porque uno de ellos había pasado las vacaciones en otro país y sus padres no habían querido respetar los 14 días de cuarentena.
La celebración de la Navidad también ha dividido a las familias. ¿Es sensato que varias familias se junten en un solo encuentro? ¿O esperar y retrasar la celebración hasta la primavera o el verano, cuando esté en marcha el programa masivo de vacunación?
En muchas ocasiones, el virus nos ha obligado a decidir cuál es nuestro nivel de tolerancia frente a determinados riesgos, así como evaluar a los demás según sus propios umbrales de riesgo. Es posible que nos hayamos acercado a familias que comparten nuestra forma de pensar y que nos hayamos distanciado de otras con visiones diferentes en esta pandemia. Tal vez corramos el riesgo de exagerar lo mucho que la pandemia nos ha cambiado si comparamos cómo éramos antes de la COVID-19 y cómo somos ahora, cuando lo único que hizo fue mostrarnos, a cada uno de nosotros, quiénes somos de verdad.
También ha habido muchos momentos luminosos de altruismo. Mucha gente ha hecho sacrificios personales enormes, especialmente los trabajadores sanitarios que han arriesgado su propia vida para tratar a los pacientes necesitados de cuidados. Debido a su trabajo, la probabilidad de contraer COVID-19 grave para los empleados sanitarios es siete veces superior a la de los demás trabajadores. En marzo y en abril muchos se presentaban a trabajar aunque no tuvieran el EPI adecuado, dispuestos a aceptar lo que se les presentara.
Los conductores de autobuses, los guardias de seguridad, los trabajadores sociales, el personal de la limpieza, los dependientes de las tiendas de comida, las redes vecinales y los maestros también priorizaron las necesidades de la sociedad por encima de su propia salud y bienestar. Si esta pandemia debe hacernos pensar en algo es en quién aporta valor a nuestra sociedad y en si estamos remunerando sus funciones como corresponde.
Por otro lado, una y otra vez hemos visto cómo hay unas reglas para algunas personas (los ricos y poderosos) y otras para los demás (el resto). En las restricciones de la cuarentena, el Gobierno británico, por ejemplo, creó un vacío legal por el que los viajeros de negocios de “alto nivel” podían saltarse el aislamiento obligatorio de 14 días a su regreso al país. Los famosos organizaban fiestas privadas mientras el resto evitábamos los encuentros sociales y nos quedábamos sin ver a familiares y amigos. Lo más memorable fue la imagen de Dominic Cummings, por aquel entonces asesor jefe del primer ministro, saltándose las reglas contra la COVID-19 y, a pesar de ello, permanecer en el cargo.
De todas las lecciones aprendidas con esta pandemia, la más significativa ha sido lo desiguales que han sido sus consecuencias. Al parecer, la mejor protección contra la COVID-19 es la riqueza. Mientras las personas pobres se apiñaban en viviendas hacinadas, los ricos escapaban a sus residencias en el campo. Dos de los mayores factores de riesgo de morir con COVID-19 son pertenecer a un entorno desfavorecido y a una minoría étnica, lo que da una idea de la importancia que han tenido las desigualdades sociales, las condiciones de vivienda y el trabajo.
Para recuperarnos de esta enfermedad deberíamos centrarnos en construir sociedades más igualitarias y resistentes, donde la gente de todas las partes del mundo tenga acceso tanto a protección contra las enfermedades como a los avances de las investigaciones. Todo comienza con el gobierno. Tras un año agotador, las palabras de Abraham Lincoln resuenan en mi mente: la pandemia ha demostrado que necesitamos “un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, y no solo un gobierno para la élite adinerada. Tal vez sea esa la principal lección de la COVID-19.
- La profesora Devi Sridhar es catedrática de salud pública mundial en la Universidad de Edimburgo.
Traducido por Francisco de Zárate