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El caos en Libia y la crisis de refugiados: “Se comportaban como psicópatas”

Una balsa de goma transporta a 140 personas, entre ellas 14 mujeres embarazadas. Todos fueron rescatados por el Bourbon Argos // Copyright: Sara Creta/MSF

Patrick Kingsley

A bordo del Bourbon Argos —

Cuando Kevin, de dos años, asoma de entre la multitud de cuerpos que se agitan en medio del Mediterráneo Sur y es empujado hacia los brazos abiertos de un hombre, todo hace pensar que el pequeño camerunés será el primero y el último en salir sano y salvo del bote que se está desinflando.

“¡Primero el niño!” grita Ahmad Al Rousan, el miembro del equipo de rescate de Médicos Sin Fronteras (MSF) que acaba de detener su lancha rápida junto al bote. Al Rousan está diciendo algo sobre los chalecos salvavidas. El equipo de MSF quiere asegurarse de que los 18 pequeños apiñados a bordo del bote inflable dañado tengan puesto un chaleco antes de empezar a subir a sus pasajeros al buque nodriza de MSF, el Bourbon Argos.

Pero los pasajeros no entienden o, tal vez están tan aterrorizados que lo único que les importa es llevar a sus hijos hasta el barco de salvamento, tengan o no puesto el chaleco, y se abalanzan hacia delante, empujando a los pequeños contra la tripulación del Bourbon Argos.

De repente la embarcación corre peligro de volcar. Hay 140 personas amontonadas a bordo de esta balsa endeble, entre ellas 38 mujeres, de las cuales 15 están embarazadas. Cuando cambian de lugar en el bote, se vuelve inestable. Sus tubos inflables, que ya estaban perdiendo aire, empiezan a hundirse bajo la creciente presión. Algunos pasajeros se aplastan unos a otros.

De alguna manera, Kevin logra escapar de ese caos. Su madre, Natasha, de 22 años, todavía sigue atrapada en el bote, y se pregunta si este será el final para ella y sus dos hijos mayores.

A tan solo un metro de distancia, en la lancha de MSF, el líder del equipo, Sebastian Stein, tiene el mismo temor. “No podemos controlar la situación”, dice a sus colegas. En los últimos dos años, los equipos de MSF han rescatado por lo menos a 24.000 personas en el Mediterráneo Sur, ¿a cuántos podrán salvar hoy?

Sobrevivir a un horrible viaje por el Sáhara

Por más aterrador que parezca, cruzar el Mediterráneo no es la situación más peligrosa por la que pasan los inmigrantes. Si el vigía de MSF con vista de águila no los hubiera distinguido navegando sin rumbo unos 40 kilómetros al norte de Libia, probablemente todos se hubieran ahogado: tras 10 horas y media de viaje desde Libia, el motor dejó de funcionar y la embarcación comenzó a hacer agua.

Como primer paso antes de llegar al mar, estos africanos occidentales tuvieron que sobrevivir a un horroroso viaje por el Sáhara, corriendo el riesgo de caerse de la camioneta de los traficantes, de ser secuestrados o golpeados o de morir de deshidratación.

Pero las peores experiencias de estas personas probablemente hayan ocurrido dentro de la misma Libia. Disputada por tres regímenes rivales, y arrasada por una guerra civil que libran decenas de milicias, Libia se ha convertido en un infierno para los trabajadores migrantes. Con la falta de seguridad que provoca la ausencia de un Gobierno central fuerte, los migrantes se han vuelto presa fácil para secuestradores y milicias que usan sus rescates para recaudar, para empresarios sin escrúpulos que buscan mano de obra esclava y para traficantes que buscan pasajeros de los que aprovecharse.

Desde principios de 2016, más de 52.000 personas, en su mayoría africanos subsaharianos, han huido de este caos en dirección a Italia (para el horror de los políticos europeos, una cifra muy similar a la de 2015). Tras el cierre de la ruta de los Balcanes en marzo, la UE intenta ahora obtener el mismo resultado con la del Mediterráneo sur.

Algunos políticos europeos han sugerido que los migrantes con rumbo a Italia regresen a Libia. Otros ejercen presión sobre el nuevo Gobierno que la ONU colocó en Trípoli para que frene por su cuenta la inmigración.

La experiencia de estas 140 personas apesadumbradas, mar adentro y a la deriva, demuestra por qué el plan de los políticos europeos está lleno de problemas. Varias personas informaron haber sufrido abusos dentro del sistema parcialmente descentralizado de detención de inmigrantes de Libia, manejado por milicias. Muchos también dijeron haber sido maltratados por los secuestradores que operan con impunidad en Libia, o por las mismas personas a las que habían pagado para que los llevaran de forma ilegal hasta Europa.

Una investigación de la ONG Amnistía Internacional hecha pública la semana pasada reveló que algunos de los migrantes devueltos a Libia habían sufrido torturas mientras estaban detenidos por el Gobierno. Según investigaciones previas de The Guardian y de Vice News, algunos guardias penitenciarios trabajan con los cárteles de traficantes y con el negocio de los secuestros que asuelan el país: les entregan migrantes a cambio de una pequeña tarifa.

Francis Memfils, un cantante camerunés de rap de 23 años, dijo haber sido víctima de esas asociaciones antes de abordar el bote. Según su relato, hace cuatro meses llegó a Libia buscando trabajo en la construcción. A tan solo unas semanas de vivir en Trípoli, un grupo de libios armados lo agarró en la calle y lo llevó a la estación de policía local. Tras una breve detención, la policía lo metió con otros detenidos en un camión. Los condujeron a una especie de lugar subterráneo donde, según Memfils, le dijeron que tenía que pagar el rescate o quedarse encerrado.

Según Memfils, “la gente que custodiaba ese horrible lugar tenía kalashnikovs”. No sabe qué grupo armado manejaba la cárcel pero sí que la gente que lo llevó hasta allí formaba parte de la policía.

“Tenías que hacerte tus necesidades encima”

Las condiciones del lugar eran atroces. Daban comida de forma esporádica, los cautivos vivían en plena oscuridad y no había baño. “Tenías que hacerte tus necesidades encima”, dijo Memfils. Cada cierto tiempo, los guardias disparaban a un prisionero, aparentemente por diversión: “Se comportaban como psicópatas”. Como no tenía dinero para el rescate, Memfils se quedó allí un mes y medio hasta que otro prisionero pagó por la libertad de los dos.

Al Rousan toma testimonio a la gente rescatada por MSF. Dice que no ha oído hablar del lugar que Memfils describió, pero que el abuso sin control contra los migrantes se da tanto en centros de detención gubernamentales como en los escondites de los traficantes, también conocidos como casas de conexión.

“Para mí, está muy claro que la violencia sufrida en los centros de detención y en las casas de conexión está en aumento este año, al igual que la deshumanización de estas personas”, dice Al Rousan. “Queda claro que, en ambas situaciones, se obliga a los migrantes a llamar a sus parientes para pagar un rescate, aun después de haber sido supuestamente rescatados en alta mar por los libios. Algunas personas nos dijeron que a algunos los sacan de estos centros de detención para que trabajen gratis. ¿De qué manera Europa puede justificar que se detenga la migración desde Libia si sabe que los refugiados van a terminar en estos centros de detención?”

Sebastian Stein usa palabras más fuertes: “La idea de que algunos políticos europeos quieren colaborar con el Gobierno libio para evitar que la gente huya desde la costa de Libia es inhumana y espantosa y lo único que traerá es más sufrimiento”. En su opinión, “es la peor manera de abordar el problema”: “Lo que necesitan los refugiados es la posibilidad de buscar protección sin tener que hacer este viaje, para empezar”.

El abuso que sufrió Messie, una estudiante camerunesa de 16 años que también viajaba en el bote, resalta el peligro de la decisión europea de colaborar estrechamente con las cambiantes fuerzas de seguridad libias. Como Memfils, Messie dijo haber sufrido abusos de las autoridades libias. Luego supo que los involucrados estaban compinchados con un grupo de traficantes.

“No era una prisión oficial, era solo una casa”

Después de que a ella y otras personas las hicieran pasar de forma ilegal a través del Sáhara, “esos hombres con armas y uniformes camuflados marrones” los encerraron, cuenta Messie. “No era una prisión oficial, era solo una casa. A veces venían y hacían trabajar a los hombres en la granja. Pedían dinero y decían que iban a matar a los que no tuvieran. Por la noche, abusaban de las chicas”.

Después de tres semanas en la misma situación, un día los mismos hombres uniformados llevaron a Messie y a su grupo hasta Trípoli. Allí pasaron una noche en una casa de conexión, desde donde los llevaron a la costa y los subieron a un bote.

La historia de Tehio Jean Marie, mecánico camerunés de 35 años, es parecida. En mayo estaba llegando a los suburbios de Trípoli cuando la camioneta en la que viajaba fue detenida en un control fronterizo miliciano. Marie dice que lo hicieron bajar del vehículo a punta de pistola a él y a otros 20 migrantes. Los llevaron a un campamento, donde los obligaron a trabajar sin paga durante varios días. “Venían todas las mañanas a llevarnos para que hiciéramos trabajo de pintura”, recuerda. “Así, todos los días”.

Anastasie, una esteticista camerunesa de 30 años, fue secuestrada por un grupo en el sudeste de Libia. Dice que, mientras llegaba en un camión de traficantes repleto proveniente del Sáhara, el conductor les robó a todo su grupo y los entregó a un grupo armado en una ciudad llamada Sabha. “Pensamos que allí continuaríamos el viaje”, recuerda. “Pero, en cambio, nos encerraron en un recinto”.

Según cuenta Anastasie, le dijeron que tenía que pagar 1.500 dinares (unos 950 euros) por su libertad, o llamar a un amigo para que enviara el dinero. Como el único contacto que ella tenía en Libia no respondía al teléfono, los secuestradores comenzaron a golpearla. No la dejaban ir al baño, así que se hacía encima sus necesidades. Hasta que su amiga atendió por fin el teléfono y envió el rescate a los secuestradores.

Cuando la liberaron, su amiga se enfadó con ella por haber viajado hasta Libia buscando trabajo. “¿Para qué viniste?”, le dijo. “¡Estamos en guerra, no hay trabajo!”. Asustada, Anatasie decidió entonces irse a Europa en bote. Si volvía a Camerún atravesando el desierto, se arriesgaba a que la secuestraran de nuevo. Así que recurrió a los traficantes del Mediterráneo que, después de encerrarla durante tres semanas en una casa de conexión, la enviaron al mar. “Nadie tiene ningún poder allí”, contó. “Vienen y se llevan a las mujeres y hacen lo que quieren con ellas”.

A bordo del buque nodriza de MSF, la doctora Paola Mazzoni forma parte del equipo de cuatro médicos a cargo de la sala de emergencias completamente equipada. Según Mazzoni, esas historias coinciden con las que ella se encuentra, semana tras semana, en el Mediterráneo. “Por más que tengas la imaginación más grande del mundo, no puedes imaginarte la clase de violencia por la que han pasado estas personas”, dice. “Los refugiados no tienen muchas enfermedades o infecciones. Los problemas que presentan son mayormente por violencia, inanición o sed”.

Son supervivientes de torturas y violaciones

Mazzoni atiende a menudo a supervivientes de torturas y violaciones. “Vemos que los golpearon con grandes tubos metálicos, que tienen heridas en los brazos que indican que quisieron protegerse la cara. Un hombre contó que habían tratado de golpearle en el ojo. También violan a las mujeres, pero trato de no preguntar mucho porque pasaron por muchas situaciones trágicas. En el último rescate llegó una mujer con un bebé que era el resultado de una violación”.

Muchos de los 140 refugiados en el bote salvavidas habían pensado en Libia como destino y no tenían intención de ir a Europa. Pero cambiaron de planes y pusieron rumbo a Italia por los abusos en Libia y por el temor de ser secuestrados de nuevo si trataban de regresar a casa a través del Sáhara.

“No pensaba en ir a Italia”, cuenta Kennedy Akhigbe, de 22 años, una nigeriana carpintera de aluminio. “Pero no hay otra solución. No podemos quedarnos en Libia, y es muy peligroso volver atravesando el desierto. En el camino de Argelia hasta aquí, vi que violaban y asesinaban a dos chicas”.

Ahora, a la deriva en el Mediterráneo y sin tierra a la vista, este escape marítimo también parece ser muy peligroso. Los equipos de MSF llegan justo a tiempo. Los pasajeros se abalanzan hacia la lancha de la ONG, alcanzando los niños a sus salvadores. Stein teme una estampida. Para calmar la situación, el conductor de la lancha intenta alejarse, pero todavía hay gente aferrándose a la embarcación.

Los adultos gritan, los bebés lloran y los niños pequeños son trasladados por encima del agua. Después de Kevin viene Brian, un bebé camerunés de seis meses nacido durante el éxodo migrante desde Argelia. Luego sigue Devine, una niña de tres meses nacida en una prisión de Libia. En unos segundos, seis bebés están a bordo del barco de MSF, y el rescate se empieza a descontrolar.

Repentinamente, la lancha se logra liberar y la balsa se estabiliza. Los bebés son llevados cuidadosamente al Bourbon Argos. Siguiendo el plan original, el Argos se coloca junto al bote de los refugiados, y los pasajeros restantes son llevados a bordo de manera ordenada.

Los 140 refugiados se salvan. Uno por uno, cada uno de ellos llega a zona segura. Algunos bailan con alegría y abrazan a sus amigos. Otros están tan agotados que lo único que atinan a hacer es desplomarse sobre cubierta, acalambrados por el duro viaje de 11 horas.

La mayoría canta alegres himnos cristianos en francés, después de haber estado, momentos antes, rezando por sus vidas. “Jésus a accompli sa promesse”, cantan. “Jesús ha cumplido su promesa”.

Por delante, les espera una deprimente lucha dentro del deficiente sistema de asilo italiano. Pero, por ahora, la mayoría de ellos solo celebra haber sobrevivido. “¿Eres un Dios?”, pregunta Akhigbe a uno de sus salvadores, momentos después de abordar el Argos. “Creíamos que nos íbamos a morir. Y entonces vimos tu barco”.

Traducido por Francisco de Zárate

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