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Las fotografías de los linchamientos de negros en EEUU se convirtieron en la gran prueba de cargo contra el racismo

Andrew Belonsky

En julio de 1916, al final de un largo día, lectores de todo Estados Unidos cogieron el número más reciente de una revista nueva, quizás de una mesa baja o de la biblioteca. La imagen en la tapa no era nada extraordinario: graduados de la universidad, las mujeres vestidas de encaje blanco, los hombres de traje. Los artículos también parecían dentro de lo común, tocando temas como jóvenes doctores, una nueva producción de una obra de Shakespeare y béisbol.

Pero al final, los lectores quedaban impresionados por algo absolutamente espantoso: un suplemento de ocho páginas con fotografías del linchamiento de un hombre afroamericano, paso por paso, desde la convocatoria de la turba hasta el cuerpo colgado sobre una pila de cenizas. No censuraron nada, y ése era la intención.

La revista era The Crisis, una publicación mensual de la NAACP (siglas en inglés de la Asociación Nacional por el Avance de las Personas de Color, fundada en 1909), editada por WEB Du Bois. Las imágenes eran parte de una campaña que se apropiaba de las imágenes racistas y las subvertía con fines progresistas. Eran una revelación y consolidaron a la NAACP como una de las principales organizaciones por los derechos civiles, abriendo los ojos de los estadounidenses a los horrorosos crímenes que se estaban cometiendo en todo el país. 

La víctima en aquellas imágenes de pesadilla era Jesse Washington, un joven negro de 17 años acusado de asesinar a Lucy Fryer, la mujer blanca para la cual él trabajaba en Waco, Texas, el 8 de mayo de 1916. Fryer había sido golpeada hasta la muerte con un martillo y a Washington lo encontraron cubierto de sangre. Arrestado en el mismo lugar, Washington confesó bajo coacción: las autoridades le dijeron que lo protegerían de un linchamiento público. Esa confesión fue el epicentro del juicio que se llevó a cabo una semana más tarde, el 15 de mayo.

Al jurado le llevó tres minutos llegar a un veredicto: pena de muerte. Las 1.500 personas abarrotadas en el tribunal querían que sucediera en ese mismo momento. En cuestión de segundos, cogieron a Washington y lo sacaron a la calle, donde fue golpeado, apuñalado, arrastrado y encadenado.

La multitud fue aumentando hasta llegar a ser miles de personas, y todos miraron extasiados cuando a Washington lo colgaron de un árbol y lo quemaron vivo. Una multitud de espectadores blancos embobados y riendo a carcajadas, estirando el cuello para ver mejor y cediendo el sitio solamente a un hombre, un fotógrafo llamado Fred Gildersleeve.

El alcalde de Waco había llamado personalmente a Gildersleeve para que fotografiara el evento, y el fotógrafo aceptó sin reparos, llegando a la escena con su bolso con la cámara y el flash. Tomó las fotografías con la misma profesionalidad con la que capturaba actos deportivos y desfiles, sólo que esta vez estaba fotografiando la agonía de Washington y su carne quemada. 

Nada de esto era inusual. Los linchamientos fueron una parte tolerada de la cultura estadounidense desde 1836, cuando un hombre mestizo llamado Francis McIntosh fue quemado vivo por supuestamente obstruir una investigación policial. En los años siguientes, miles de personas fueron asesinadas de forma similar.

Las víctimas más frecuentes eran hombres negros –se calcula que entre 1885 y 1915 lincharon a 2.812 hombre negros y Washington fue la 31ª víctima de 1916– pero también linchaban a mexicanos, judíos, nativos americanos, mujeres negras y a veces a hombres blancos progresistas que representaban una amenaza para la supremacía blanca y cristiana.

Dentro de la cultura de los linchamientos, existía una especie de subcultura que disfrutaba intercambiando fotografías de los crímenes igual que los niños de hoy intercambian cromos de béisbol. Por eso Gildersleeve estaba tomando fotografías del asesinato de Washington: para hacer dinero. Luego podría vender las impresiones a 10 céntimos cada una, casi 2 euros al cambio actual. Lo que Gildersleeve no se imaginaba era que aquellas mismas fotografías serían utilizadas para subvertir el guión y serían empuñadas por la NAACP en su búsqueda de Justicia.

La NAACP, constituida en 1909, se concentró durante sus primeros años en luchar contra las leyes Jim Crow y otras formas de segregación racial, pero los líderes no dudaron en involucrarse en el pujante movimiento antilinchamientos. En cuanto supieron del asesinato de Washington se dieron cuenta de que debían redoblar sus esfuerzos.

Por eso, el secretario de la NAACP, Roy Nash, envió un telegrama a Elisabeth Freeman, una sufragista nacida en Inglaterra que él sabía que estaba en un mitin en Fort Worth, y le pidió que viajara a Waco a investigar. “Probablemente no te cueste encontrar gente progresista o del Norte con quienes hablar en confianza,” escribió Nash el 16 de mayo, el día después del linchamiento.

Freeman no estaba segura. No sabía mucho del caso y nunca había trabajado en una campaña antilinchamientos. “Estoy muy verde en este tema y no estoy muy segura de lo que quieres averiguar”, contestó. Pero Nash insistió y Freeman, una convencida en los derechos igualitarios, aceptó ir a hacer algunas preguntas.

A pesar de sus dudas, Freeman era una investigadora nata. Pasó ocho días en Waco, entrevistando a participantes y testigos del asesinato de Washington. Muchos se negaron a cooperar, por no dar mala imagen a su pueblo, pero Freeman utilizó su ingenio y algunas artimañas para averiguar la verdad, incluso con el alcalde.

Desconcertaba a la gente con una frase, que pronunciaba con su acento inglés: “Hace cuatro meses que estoy en Texas y quiero viajar al Norte y mostrar a la gente que Waco no está tan mal como ellos piensan”. Encantados, los residentes de Waco aceptaban contarle historias, dando a Freeman el material que necesitaba y que se convirtió en el suplemento de la revista The Crisis. Y eso incluyó las malditas pero finalmente útiles fotos de Gildersleeve. Era un tesoro macabro.

Con los hallazgos de Freeman, Du Bois se decidió por un título de impacto: “El horror de Waco”. Si bien el texto no daba muchos detalles, sobresalían las fotografías de  Gildersleeve, presentadas en orden cronológico.

Cincuenta y tres años antes del linchamiento de Washington, los estadounidenses ya habían visto las fotografías de la espalda marcada por latigazos de un esclavo llamado Gordon que intentó escapar, lo que hacía innegable la violencia de la esclavitud. El suplemento de The Crisis era igualmente poderoso.

Por supuesto que todo el mundo había oído hablar de los linchamientos, pero pocos estadounidenses los habían visto. Y lo más importante era que el asesinato de Washington no sucedió en páramo perdido del Sur, sino en Waco, un pueblo conocido por albergar la Universidad Baylor y por su movilidad social ascendente. La NAACP había utilizado las fotografías tomadas originalmente para los racistas y las había convertido en prueba del salvajismo racista, de la banalidad de la maldad en un típico pueblo estadounidense, en crudo blanco y negro.  

Sin embargo, Freeman y la NAACP no habían acabado allí. Mientras The Crisis circulaba las imágenes entre sus 30.000 lectores, Freeman comenzó una gira de conferencias por el país en la que relató su experiencia en Waco en sitios como Detroit, Buffalo, y Des Moines, y utilizaba las fotografías tomadas por Gildersleeve de Washington agonizando y muerto para enfatizar su argumento, como dijo en Buffalo a fines de julio: “No puedes estar contento con tu suerte mientras a tus hermanos les niegan sus derechos naturales”.

No hubo acusados por la muerte de Washington, pero su asesinato y las imágenes de aquel día cambiaron el rumbo de la historia. Gracias a los esfuerzos de Freeman y la NAACP, el sufrimiento de Washington, el sufrimiento que Gildersleeve fotografió, despertó una nueva generación de activistas. Al utilizar imágenes que eran destinadas para la diversión de los racistas contra sus propios creadores, la NAACP logró que el país abriera los ojos a la horrible realidad y fortaleció al movimiento antilinchamientos.

La circulación de The Crisis creció en 50.000 ejemplares en los siguientes dos años, y la muerte de Washington también abrió las billeteras. En los meses siguientes, la NAACP recaudó 20.000 dólares (más de 400.000 euros actuales) que le sirvieron para incrementar la búsqueda de justicia. Incluso compraron una bandera que ponía “Ayer lincharon a un hombre” y la colgaron en la fachada de las oficinas de la organización en la Quinta Avenida de Nueva York. 

Si bien los linchamientos fueron disminuyendo en Estados Unidos, no finalizaron por completo. James Byrd fue encadenado a un coche y arrastrado hasta que murió en las calles de Jasper, Texas, en 1998. Y si bien la muerte a puñaladas de Timothy Caughman en 2017 en la ciudad de Nueva York no sigue el patrón, puede decirse que fue un linchamiento: su asesino, un confeso racista, viajó desde Baltimore especialmente para matar hombres negros como parte de su cruzada contra las parejas interraciales. Luego afirmó: “Odio a los hombres negros desde que era un crío”.

Además de los linchamientos propiamente dichos, las sombras psicológicas de estos hechos son oscuras y largas. Por poner un ejemplo, en 2016, un hombre de Florida colgó muñecos negros de un árbol en el jardín al frente de su casa, junto a carteles de la campaña electoral de Trump. Cuando le preguntaron, dijo que era un montaje para Halloween.