No vivimos más y mejor gracias al capitalismo, sino a las políticas progresistas

Jason Hickel

Antropólogo y escritor —

En los últimos años, prominentes gurús como Steven Pinker, Jordan Peterson y Bill Gates han invocado los avances en la esperanza de vida en el mundo para defender al capitalismo contra una creciente ola de críticos.

Es cierto, hay mucho que celebrar en este ámbito. Al fin y al cabo, la esperanza de vida ha aumentado considerablemente. “Cuando leen un escrito que defiende el capitalismo los intelectuales tienden a escupir”, escribe Pinker en su reciente libro, Enlightenment Now. Sin embargo, afirma, es “obvio” que “el PIB per cápita se correlaciona con la longevidad, la salud y la nutrición”.

Este argumento me resulta familiar. Según esta narrativa predominante, el capitalismo fue una fuerza progresista que puso fin a la servidumbre y desencadenó un considerable aumento del nivel de vida. En realidad, esto no es más que un cuento de hadas que no se sostiene con datos objetivos.

El feudalismo y la servidumbre que generaba eran un sistema brutal que provocaba una miseria humana extraordinaria, sí. Sin embargo, no fue el capitalismo el que terminó con esta situación. Como demuestra la historiadora Silvia Federici, una serie de exitosas rebeliones campesinas en toda Europa en los siglos XIV y XV derrocaron a los señores feudales y dieron a los campesinos más control sobre sus propias tierras y recursos. Los frutos de esta revolución fueron asombrosos en términos de bienestar. Los salarios se duplicaron y la nutrición mejoró. Si atendemos a los parámetros de esa época, en ese período el progreso social fue espectacular.

Entonces, vino la reacción a esos cambios. Indignada por el creciente poder de los campesinos y trabajadores, y por el aumento de los salarios, una nueva clase capitalista organizó una contrarrevolución. Comenzaron a cercar los bienes comunes y a expulsar a los campesinos de la tierra, con la clara intención de reducir el coste de los salarios. Con las economías de subsistencia destruidas, la gente no tenía otra opción que trabajar por poco dinero para, simplemente, poder sobrevivir. Según los expertos en economía de Oxford Henry Phelps Brown y Sheila Hopkins, desde finales del siglo XV hasta el siglo XVII los salarios disminuyeron hasta un 70%. Las hambrunas pasaron a ser cada vez más normales y la nutrición se deterioró. En Inglaterra, la esperanza media de vida descendió de 43 años en el siglo XVI a los 30 años en el siglo XVIII.

En resumen, el ascenso del capitalismo generó un prolongado período de empobrecimiento. Fue uno de los momentos más sangrientos y tumultuosos de la historia de la humanidad. Sin embargo, Pinker hace como si nada de esto hubiera pasado. En su lugar, obvia este hecho y pasa directamente al período industrial moderno. Fue el capitalismo industrial, afirma, el que realmente impulsó que aumentara la esperanza de vida.

Lo cierto es que los historiadores ofrecen una versión más compleja de la historia. Simon Szreter, uno de los principales expertos mundiales en datos históricos de salud pública, muestra que el crecimiento industrial a lo largo del siglo XIX no provocó una mejora en la esperanza de vida, sino un deterioro notable. “En casi todos los casos históricos, el primer y más directo efecto del rápido crecimiento económico ha sido un impacto negativo en la salud de la población”, escribe Szreter.

“La evidencia de este trauma”, continúa, “permanece claramente visible en la forma de una discontinuidad negativa de una generación en las tendencias históricas de la esperanza de vida, la mortalidad infantil o los logros en la estatura”. Basándose en una amplia gama de estudios, Szreter muestra que las poblaciones directamente afectadas por el crecimiento industrial en Gran Bretaña experimentaron una disminución constante de la esperanza de vida, desde la década de 1780 hasta la de 1870, hasta niveles no vistos desde la Peste Negra en el siglo XIV.

De hecho, fue precisamente en los lugares donde el capitalismo estaba más desarrollado donde este retroceso es más pronunciado. En Manchester y Liverpool, los dos gigantes de la industrialización, la esperanza de vida se derrumbó en comparación con las zonas no industrializadas del país. En Manchester cayó a solo 25,3 años. En cambio, en la zona rural de Surrey, la esperanza de vida de la población era de 20 años más.

El patrón no solo se repite en Gran Bretaña. Según Szreter, lo mismo ocurrió en “cada uno de los países en los que se ha investigado”, incluyendo Alemania, Australia y Japón. En colonias como Irlanda, India y Congo se experimentó un deterioro similar en este mismo período, ya que fueron amarradas por la fuerza al sistema industrial europeo.

Es difícil exagerar el sufrimiento que conllevan estas cifras. Cuentan la historia de poblaciones enteras que fueron desposeídas por la clase capitalista y reducidas a la servidumbre en las fábricas y plantaciones de la revolución industrial. Y sin embargo, nada de esto aparece en la narrativa de color de rosa de Pinker.

La esperanza de vida urbana no comenzó a aumentar, al menos en Europa, hasta la década de 1880. Pero, ¿qué impulsó este repentino progreso? Szreter descubre que se debió a una simple intervención: el saneamiento. Los expertos que abogaban por políticas de salud pública descubrieron que si se separaban las aguas residuales del agua potable, la salud de la población mejoraba. Sin embargo, la clase capitalista se opuso a esta mejora, no la permitía: los terratenientes liberales y los dueños de fábricas se negaban a permitir que los funcionarios construyeran sistemas de saneamiento en sus propiedades, y se negaban a pagar los impuestos necesarios para llevar a cabo el trabajo.

Solo fue posible plantar cara a su negativa cuando los plebeyos obtuvieron el derecho al voto y los trabajadores se organizaron en sindicatos. Durante las décadas siguientes, estos movimientos hicieron que el Estado interviniera en contra de los terratenientes y propietarios de fábricas, para ofrecer no solo sistemas de saneamiento sino también atención médica universal, educación y vivienda pública. Según Szreter, el acceso a estos bienes públicos estimuló el aumento de la esperanza de vida a lo largo del siglo XX.

Pinker no menciona este movimiento. Su argumento se basa más bien en un gráfico de dispersión conocido como la curva de Preston, que muestra que los países con un PIB per cápita más alto tienden a tener una esperanza de vida más alta. No duda en afirmar que se da una causalidad en situaciones en las que se carece de pruebas que lo confirmen. De hecho, una nueva investigación encuentra que el factor causal detrás de la curva de Preston no es el PIB sino la educación.

Sin lugar a dudas, una red de prestaciones sociales necesita recursos. Y es importante reconocer que el crecimiento puede ayudar a ese fin. Pero las intervenciones que importan cuando se trata de la esperanza de vida no requieren altos niveles de PIB per cápita. La Unión Europea tiene una esperanza de vida más alta que Estados Unidos, con un 40% menos de ingresos. Costa Rica y Cuba superan a Estados Unidos con apenas una fracción de los ingresos, y ambos lograron sus mayores avances en esperanza de vida durante períodos en los que el PIB no estaba creciendo en absoluto. ¿Cómo? Mediante el despliegue de la atención sanitaria y la educación universales.

“Los datos históricos muestran que el crecimiento económico en sí mismo no tiene implicaciones positivas directas y necesarias para la salud de la población”, escribe Szreter. “Lo máximo que se puede decir es que crea el potencial a largo plazo para mejorar la salud de la población”.

El hecho de que ese potencial se materialice depende de las fuerzas políticas que determinan cómo se distribuyen los ingresos. Por lo tanto, al César lo que es del César: el progreso en la esperanza de vida ha sido impulsado por movimientos políticos progresistas que han aprovechado los recursos económicos para crear bienes públicos sólidos. La historia demuestra que en ausencia de estas fuerzas progresistas, el crecimiento a menudo ha ido en contra del progreso social, no a su favor.

Jason Hickel es antropólogo económico y autor de The Divide: Una breve guía sobre la desigualdad mundial y sus soluciones.The Divide: Una breve guía sobre la desigualdad mundial y sus soluciones

Traducido por Emma Reverter

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