Cuando en 1987 me mudé a Hong Kong tras la prohibición permanente de mis libros por parte del Gobierno chino, la personalidad característica del lugar se hacía evidente desde el primer instante. Aquel aire salado y potente tenía el aroma de la libertad. En los gigantescos bulevares de China, en sus vastos desiertos y sus montañas, mis pensamientos siempre se habían sentido encerrados. Se liberaron encontrando un espacio infinito para vagar en las estrechas calles de Hong Kong y en sus pequeñas y repletas librerías. Allí no había libros ni pensamientos prohibidos. Durante diez años, Hong Kong fue el refugio donde pude hablar, escribir y publicar en libertad, sin temor a una detención arbitraria.
La seguridad y la libertad de expresión son los dos derechos civiles básicos en juego si se aprueba la vilipendiada ley de extradición, que legalizaría el envío de presuntos delincuentes a China continental, donde no existe la posibilidad de un juicio justo.
Los derechos civiles de Hong Kong llevan años retrocediendo, con profesores encarcelados y pequeñas librerías disidentes cerradas. Hace cuatro años, cinco libreros de Hong Kong fueron secuestrados y trasladados a China, donde uno de ellos, Gui Minhai, sigue detenido. Su crimen es haber escrito un libro sobre la vida privada del presidente Xi Jinping.
En noviembre experimenté personalmente el temor a ser secuestrado. Poco antes de salir hacia Hong Kong para hablar en su festival literario sobre mi novela El sueño chino (una sátira en torno a la tiranía de Xi), me fue comunicado que el centro de artes Tai Kwun ya no deseaba celebrar el evento. Los organizadores me prometían encontrar un lugar alternativo, pero mis amigos me aconsejaron que no acudiera. No querían que corriera la misma suerte que Gui Minhai. A pesar de eso fui. Tenía la intención de dar la charla en la calle si no aparecía ese lugar alternativo porque no podía soportar la idea de que Hong Kong se hubiera convertido en un lugar donde hablar de libros fuera peligroso.
Gracias a la solidaridad de otros escritores y a la atención de la prensa extranjera, el centro Tai Kwun terminó por cambiar de opinión. Pero desde el momento en que llegué hasta el que me fui, estuve aterrorizado por la idea de que en una calle, en un taxi o en mi habitación del hotel, me secuestraran y llevaran de forma clandestina a China. Si el proyecto de ley de extradición es aprobado, ese temor alcanzaría a todos los que viven en Hong Kong. Cualquier persona que critique al régimen de Xi, por moderada que sea esa crítica, podría ser secuestrada de forma legal y pública.
En la manifestación contra el proyecto de ley del 9 de junio marchó un millón de residentes de Hong Kong. Una semana después, cuando Carrie Lam (jefa del Gobierno de Hong Kong) ya había anunciado la suspensión temporal del proyecto, dos millones de personas –una cuarta parte de la población– salieron a las calles para exigir una retirada total en una de las mayores protestas pacíficas en la historia de Hong Kong. Viendo las impresionantes imágenes desde mi pantalla en Londres entendí que las marchas habían trascendido el proyecto de ley para convertirse en un momento crucial de la historia, un hito en la lucha de las personas contra la tiranía.
Las dos multitudinarias protestas ocurrieron a pocos días del treinta aniversario de la masacre de Tiananmen. Para los disidentes chinos de mi generación, las marchas de Hong Kong tenían ecos evidentes de 1989. Estudiantes, abogados, padres, sacerdotes y personas en sillas de ruedas luchando de forma pacífica por la libertad; voluntarios armando casetas de aprovisionamiento y primeros auxilios; vecinos rociando con agua a los manifestantes para aliviarles el calor sofocante… Cuando una ambulancia necesitaba pasar, el mar de personas se separaba de forma espontánea para abrirle camino.
Hace treinta años, fui testigo de escenas similares en la Plaza de Tiananmen, donde sentí la euforia de ser una gota de agua dentro de un poderoso y bien intencionado océano de gente. El Gobierno chino aplastó al movimiento de Tiananmen y eliminó toda mención del mismo en el continente, pero su espíritu sobrevive en Hong Kong. Cada año se le homenajea en monumentos conmemorativos del Parque Victoria y en las calles de Admiralty y Causeway Bay vuelve a estar vivo hoy. Hong Kong se ha convertido en el refugio de los recuerdos prohibidos de China, de su conciencia moral y de su ansia de libertad.
Cuando las personas se juntan en multitudes para defender una causa justa encuentran una fuerza de la que no eran conscientes. Dentro de la muchedumbre, el individuo deja de ser pasivo y pasa a convertirse en un ciudadano activo y autónomo, una versión mejorada de sí mismo, capaz de sentir el sufrimiento del otro tan intensamente como el propio.
El espíritu combativo de Hong Kong se había debilitado con las detenciones y encarcelamientos que siguieron al movimiento prodemocrático de 2014 llamado “de los paraguas”. Pero la ley de extradición ha sido la gota que colma el vaso. Sin posibilidad de votar, los hongkoneses han vuelto a encontrar el valor para usar el único arma disponible en su arsenal: sus pies.
La esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que es lo correcto, independientemente de cómo resulte, decía Václav Havel. La esperanza de los hongkoneses es aún más poderosa. No protestan porque crean que pueden tener éxito, sino porque saben que con toda probabilidad fracasarán. Protestan porque luchar pacíficamente por los valores civilizados es siempre lo correcto.
Carrie Lam y sus amos y señores en Pekín se han visto obligados a pasar a la defensiva. Los hongkoneses están enfrentándose a los tiranos de China y ahora Occidente también debe hacerlo. Basta de apaciguar a Pekín para obtener beneficios económicos a corto plazo. El Reino Unido debe exigir al Gobierno chino que respete la Declaración Conjunta Sino-Británica que garantiza el respeto del modo de vida de Hong Kong hasta el 2047. Los líderes mundiales tienen que ignorar las exigencias de Pekín y tocar el tema de las protestas de Hong Kong y de la terrible reclusión de musulmanes uigures en los campos de reeducación de Xinjiang.
Es tan sencillo como hablar de estos temas. No es mucho pedir a los líderes mundiales. Lo único que necesitan tener es una fracción del valor, la sabiduría y la compasión que ha mostrado el pueblo de Hong Kong.
Este artículo está escrito antes de que decenas de manifestantes asaltasen el Parlamento de la ciudad durante una protesta celebrada este lunes.decenas de manifestantes asaltasen el Parlamento de la ciudad
Ma Jian es autor de 'El sueño chino'
Traducido por Francisco de Zárate