Los pistoleros llevaban uniformes militares negros y máscaras de ninja cuando llegaron a Seropédica, un pueblo de 84.000 habitantes cerca de Río de Janeiro, y comenzaron a expulsar sistemáticamente a las pandillas de narcotraficantes. A los que se negaban a marcharse, los mataban.
“Hubo tres semanas de muertes”, recuerda un habitante que, igual que la mayoría de los residentes del pueblo, no quiere revelar su identidad aunque hayan pasado tres años. “Mucha gente sabe lo que pasó, pero nadie quiere abrir la boca”.
Desde que surgieron las conocidas como milicias a principios de los 2000, estos grupos paramilitares –de los que a menudo forman parte policías y bomberos retirados o en servicio– han ido silenciosamente tomando el control de los suburbios al oeste de Río.
Como hicieron en Seropédica, suelen llegar a un barrio diciendo que echarán a los criminales y narcotraficantes, pero pronto comienzan su propia red de extorsión y protección. “Es como un impuesto. Eso dice todo el mundo. Un impuesto para mantener la seguridad del barrio”, afirma un habitante.
Desde entonces, varios grupos paramilitares han ejercido un discreto pero efectivo control sobre Seropédica y otros barrios en las paupérrimas llanuras que rodean Río de Janeiro, conocidas como la Baixada Fluminense.
Sus mecanismos para hacer dinero incluyen controlar o exigir el pago de “impuestos” a los comercios, a la venta de bombonas de gas, la instalación ilegal de televisión por cable e internet y la circulación de furgonetas que cubren la ausencia de transporte público en los barrios.
A diferencia de las bandas de narcos de Río, las milicias no tienen puestos de control ni patrullan el barrio en motocicletas con metralletas al hombro, pero sí asesinan de forma rutinaria a aquellos que se les enfrentan, que les desobedecen o que hablan abiertamente sobre ellos.
“El homicidio es utilizado como un instrumento de fuerza y para imponer el terror en la comunidad”, explica Daniel Braz, coordinador del grupo de fiscales de Río que investiga el crimen organizado.
Mejor organizados que los narcos
Tras años en las sombras, las milicias brasileñas volvieron en marzo al centro de atención tras el asesinato de Marielle Franco, una concejala negra de la ciudad de Río de Janeiro, y su chofer, Anderson Gomes.
Franco había condenado sin reparos los asesinatos a manos de la policía en las favelas de la ciudad. Su muerte suscitó una amplia condena internacional y la petición de una investigación independiente. Si bien no se ha arrestado a nadie, se cree que los grupos paramilitares estuvieron involucrados en el doble asesinato.
“Tienen la capacidad de hacer esto, tienen las armas y están mejor organizados que los narcos,” dice el detective Alexandre Herdy, director del departamento de la policía de Río que lucha contra el crimen organizado. Los asesinos de Franco “eran profesionales, eso seguro,” señala.
Franco era miembro de una comisión del Ayuntamiento que supervisaba la “intervención federal” por la cual el Ejército tomó el control de la desintegrada seguridad de Río de manos del corrupto gobierno local, que no puede ni pagar la reparación de los coches de la policía.
Pero antes de convertirse en concejala, en 2008 Franco había colaborado en una investigación del diputado Marcelo Freixo sobre los grupos paramilitares. Aquella fue la primera investigación importante sobre las milicias, que antes se escondían tras una fachada de honorabilidad. La investigación provocó cientos de arrestos. Freixo fue amenazado de muerte y vive hasta hoy con protección policial.
Las raíces de las milicias se remontan a los escuadrones de la muerte formados por policías en los años 70 en la Baixada, según ha estudiado José Alves, profesor de Ciencias Sociales y coordinador de un grupo de investigación sobre la violencia en la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro en Seropédica. “Es una estructura de poder que sigue creciendo y se construye sobre violencia, muerte y ejecuciones sumarias”, dice.
Hace 20 años, cuando las milicias comenzaron a aparecer en los barrios al oeste de Río, muchos habitantes les dieron la bienvenida, ya que se presentaron como grupos “de autodefensa ciudadana” y prometían eliminar el crimen y el tráfico de drogas.
Muchos brasileños conservadores no tienen problema en hacer la vista gorda a las sangrientas soluciones contra la epidemia del crimen violento en el país. Al principio, los políticos tampoco condenaban a las milicias.
En 2006, el entonces alcalde de Río, Cesar Maia, declaró que las milicias eran un problema “mucho menor” que el narcotráfico. Eduardo Paes, que luego fue alcalde de la ciudad durante los Juegos Olímpicos, dijo que habían “traído tranquilidad” al barrio de Jacarepaguá, al oeste de Río.
“Así fueron expandiéndose. Tenían objetivos pseudomorales como mantener el orden en las comunidades y asesinar a narcotraficantes o delincuentes”, explica Fabio Corrêa, miembro de la unidad de fiscales contra el crimen organizado. Hoy, unos dos millones de personas viven en zonas controladas por estos grupos paramilitares, según una investigación realizada por el diario G1.
Los grupos siempre están buscando nuevas formas de hacer dinero, dice Braz. En algunos sitios, dividen terrenos cuya propiedad es dudosa y lo venden. En Seropédica, también cobran un “impuesto” a las empresas de construcción y canteras. Pero también han reducido el crimen callejero y el tráfico de drogas, logrando que algunos habitantes los describan como el mal menor.
“Dejando a un lado las cosas malas que hacen las milicias, como matar a la gente y su crueldad, en general pienso que son algo bueno”, afirma un habitante de Seropédica.
Conexiones con la política
Las milicias aprovechan sus contactos con la policía y con los políticos para vender esta línea argumental. Cuando son arrestados, los milicianos a menudo intentan convencer a los policías de que están del mismo lado, explica Herdy, añadiendo que los policías suelen ver mejor a los milicianos que a los traficantes por la forma en que reaccionan al ser arrestados.
“El narcotraficante es más sucio”, afirma. “El narco te va a intentar disparar, mientras que el miliciano tiene la cultura de no reaccionar. Esto tiene cierto peso”, señala.
La investigación de 2008 de Freixo sobre las milicias de Río recomendaba la imputación de 225 personas, incluidos concejales, policías, personal penitenciario y bomberos.
Entre los que fueron encarcelados estaban dos expolicías que se habían convertido en legisladores: el diputado Natalino Guimarães y su hermano Jerônimo Guimarães Hijo, concejal. Los dos hombres fueron declarados culpables de dirigir un grupo paramilitar en el oeste de Río llamado la Liga de la Justicia y continúan en prisión.
Con diferentes líderes, una versión de la Liga de la Justicia sigue siendo el grupo paramilitar más poderoso de Río, según la policía y los fiscales, y se cree que ha expandido sus redes hasta pueblos de la Baixada, incluida Seropédica.
El control que ejercen las milicias sobre la propaganda electoral les ha ayudado a construir fuertes lazos con algunos políticos locales. Una fuente policial que ha pedido no revelar su nombre asegura que al menos tres de los actuales concejales de Río están estrechamente vinculados a las milicias. “Son el único grupo criminal de Río que transforma el dominio territorial en poder político”, señala Freixo.
En mayo, el periódico O Globo informó de que un testigo había declarado a la policía que el asesinato de Franco fue organizado por Orlando de Araújo, exagente de policía y miembro de una milicia, junto a Marcello Siciliano, concejal de Río.
De Araújo –que está en la cárcel por posesión ilegal de armas de fuego y se enfrenta a cargos de homicidio y organización criminal armada– ha negado la acusación en una carta desde prisión, según medios locales. Siciliano negó la acusación en una rueda de prensa. El ministro de Seguridad de Brasil, Raul Jungmann, ha confirmado que ambos hombres están siendo investigados.
Días después, el programa de televisión 'Fantastico', de la cadena Globo, reveló escuchas de la policía a Siciliano hablando con un miembro de una milicia del oeste de Río. Siciliano llamaba “hermano” al hombre y se despedía diciendo: “Te quiero, hermano”. Siciliano dijo al programa que no tiene ningún vínculo con las milicias.
Hoy, las milicias de Río están cambiando, dice el fiscal Corrêa. Algunas milicias permiten la venta de drogas en su territorio o incluso han hecho pactos con los narcos. Mientras tanto, algunas bandas de narcos han comenzado a cobrar “impuestos” a los comercios y servicios.
Cada vez es más difícil distinguir a las organizaciones criminales que operan en Río de Janeiro.
Traducido por Lucía Balducci