El Partido Laborista no tiene ninguna opción buena con el asunto del Brexit. Aceptarlo es deprimente pero también liberador. Se supone que ser de izquierdas es tener un optimismo ilimitado y creer que la imaginación y el empeño hacen realidad lo materialmente irrealizable para los “adultos sensatos” de la política. Pero después de un tiempo buscando lo imposible, reconocer que no hay una píldora mágica para ponerle fin al debate del Brexit es todo un alivio. En este tema, los partidarios de cada postura deben reconocer los inconvenientes de sus respectivas estrategias.
La prioridad del Partido Laborista es, con razón, que haya elecciones generales. En abril de 2017, cuando Theresa May declaró desde su podio en Downing Street que quería disolver el parlamento, su objetivo era generar unas elecciones en torno al Brexit. Pero los laboristas no se lo permitieron. Llevaron el debate hacia asuntos domésticos en los que ellos pisaban fuerte: desde aumentarle los impuestos a los ricos hasta invertir en servicios públicos o pasar empresas a manos del Estado. Temas que unían a los votantes partidarios del Brexit con los votantes pro Unión Europea.
Pero repetir hoy esa estrategia laborista de 2017 es mucho más difícil, por decirlo de la manera más suave posible. Es cierto que los electores siguen teniendo otras preocupaciones aparte del Brexit, como el estancamiento de los salarios o los problemas de la vivienda y de la Seguridad Social, pero la coalición electoral laborista (donde entran tanto el barrio londinense y pro UE de Kensington como el distrito pro Brexit de Ashfield, en Nottinghamshire) se verá sometida a fuertes presiones. Al Partido Laborista no le conviene que el Brexit domine el debate político porque anula su política de lucha contra el establishment y hace aparecer a los líderes laboristas como políticos calculadores, igual que los demás.
Luego está la posibilidad del segundo referéndum, que aún podría materializarse. Si se produce, el laborismo tendrá que hacerlo lo mejor posible pero el voto popular sobre la independencia escocesa y sobre el Brexit ya nos enseñaron lo que hacen los referéndum con nuestra vida política. Fomentan las divisiones radicales de una manera que no suele darse con las elecciones parlamentarias. Por eso son terreno fértil para populistas y partidos de extrema derecha. En los hechos, la campaña de un nuevo referéndum sería como regalar un megáfono durante meses a los miembros más demagogos y reaccionarios de la vida política británica. Hay quienes dicen que las divisiones radicales ya están entre nosotros, ¿en qué cambiaría la situación? Por decirlo suavemente, les falta imaginación. Un nuevo voto será mucho más desagradable que el anterior y los que piden ese segundo referéndum deberían tener algunas ideas sobre cómo lidiar con eso.
El malestar económico fue clave para el resultado del referéndum, pero el Brexit ha terminado desatando una guerra cultural integral. Pero la división más significativa en la sociedad no se da entre los que se quieren quedar y los que se quieren ir, o entre los jóvenes y sus abuelos. Ni siquiera entre los votantes laboristas y los del Partido Conservador. La verdadera división es la que hay entre la avariciosa élite que ha sumido a Gran Bretaña en una crisis económica y social y la gran mayoría que sufre las consecuencias.
La guerra cultural es una distracción que se lleva el foco lejos de la política de clases que fundamenta el accionar del Partido Laborista. Un referéndum podría hacer parecer a los laboristas como sostenedores del status quo y arruinar todo el trabajo que el partido ha desarrollado en circunscripciones pro Brexit sin las que no puede ganar las elecciones.
La izquierda ha sido tradicionalmente criticada por anteponer los principios a la toma del poder, por no entender que sin gobernar no se puede ayudar a la gente. Ahora que su estrategia es ganar las elecciones y lidiar con las injusticias que explican el voto del Brexit, los mismos que los acusaban de principistas los denuncian por anteponer los intereses del partido a los del país.
“Díselo de nuevo”. Ese eslogan pro Brexit podría acalorar los ánimos y tener mucho eco. Las encuestas demuestran que los partidarios de quedarse en la Unión no representan una mayoría clara, y eso que en este momento no hay una campaña en marcha por el Brexit. ¿Se imaginan qué pasaría si los partidarios de dejar la Unión Europea vuelven a ganar? El mensaje que eso enviaría es el de una élite pro Unión que habría perdido todo su discurso después de intentar darle la vuelta al primer referéndum arrastrando al país por otra despiadada campaña.
Otra posibilidad es la que se ha llamado “Mercado Común 2.0”, o Noruega Plus. El Reino Unido seguiría formando parte del mercado único europeo y entraría en una unión aduanera permanente. ¿Es buena opción? No. Ninguna lo es. Pero este tipo de acuerdo resuelve el insoluble problema de la frontera en Irlanda del Norte y, según sus defensores, deja a la Unión Europea sin jurisdicción en la justicia y en las políticas agrícola y pesquera británicas. Gran Bretaña quedaría con margen para resistirse a una mayor integración política.
Es cierto que esta alternativa no termina con la libertad de circulación (algo positivo desde mi punto de vista), pero el gobierno podría imponer controles técnicos si demuestra “serias dificultades económicas, sociales o medioambientales”. Gran Bretaña también tendría libertad para definir sus propias normas sobre el sector financiero. Otro argumento de los defensores del modelo Noruega Plus es que reduciría significativamente las contribuciones financieras a la Unión, pero eso aún está por demostrar.
Quedaría un tema clave por resolver: qué pasa con las políticas laboristas de ayudas estatales, intervencionismo económico y estatización de activos. Aunque los defensores de la alternativa “Mercado Común 2.0” dicen que las ayudas estatales en Noruega figuran entre las más altas de Europa, el Partido Laborista teme no poder implementar su programa de transformación si Europa le restringe la libertad de acción en esos campos. Yo me remito a lo que sugiere el economista Laurie Macfarlane: las normas actuales no descartan cierto nivel de socialdemocracia (dentro de ciertos límites) pero podrían obstaculizar los intentos de seguir avanzando.
Los laboristas tendrían que ver qué pasa con eso una vez en el poder: cualquier intento de impedir que un gobierno electo implemente su programa desencadenaría un enfrentamiento que, por el bien de la democracia, los laboristas deberían ganar haciendo un llamado a la solidaridad internacional. El acuerdo con Europa podría tener carácter provisional. De esa forma, si hay un bloqueo a las propuestas del Partido Laborista, por ejemplo, se termina.
¿Significa esto que estamos dejando para mañana el problema del Brexit? Sí. ¿Es un intento desesperado? Por supuesto que lo es. Pero consideremos esto: el tejido social de Gran Bretaña está en plena desintegración; hay una crisis de vivienda; la pobreza infantil se dispara; los salarios siguen estancados; y nuestros servicios públicos se desmoronan junto con nuestra infraestructura. Mantener como el tema principal del discurso político a la relación de Reino Unido con un bloque comercial significa desatender y empeorar la crisis social británica.
Cuando se rechace el acuerdo de May, el Partido Laborista deberá presionar para que haya elecciones generales. Pero el modelo Noruega Plus podría terminar siendo el único que obtenga mayoría en el parlamento. Los simpatizantes del partido laborista deberán recordar todas las cosas que los unen, más allá del Brexit. ¿Podría negociarse un acuerdo así incluso con el apoyo de los diputados? Nadie lo sabe. Pero teniendo en cuenta el escaso atractivo de las otras opciones, tal vez esta sea la única que el Partido Laborista pueda digerir.
Traducido por Francisco de Zárate