Jan Shijún es un pueblo fantasma. Sus calles desiertas y silenciosas parecen estar de duelo por las víctimas de la atrocidad que ocurrió aquí unos días antes.
Lo único que recuerda lo que sucedió es un cráter pequeño y negro cerca de la parte norte de la ciudad, donde impactó un misil que contenía un gas nervioso. Más de 70 personas murieron en lo que fue uno de los peores ataques masivos con armas químicas en los seis años de guerra en Siria.
Todo lo que queda del ataque en este pueblo de la provincia de Idlib —controlada por los insurgentes— es una vaga pestilencia que hace arder la nariz y un trocito verde del misil. No queda ni un ser vivo en las casas de alrededor.
Los síntomas de las víctimas coinciden con los del gas sarín, el gas nervioso con el que se atacó un área cercana a Damasco controlada por los insurgentes en 2013 y que mató a más de mil personas. Después de ese ataque, el régimen supuestamente había entregado su arsenal de armas químicas.
Moscú, principal defensor de Bashar al Asad en la guerra, dijo que el Gobierno sirio había bombardeado en Jan Shijún una planta química en manos de los rebeldes y que el gas se había escapado de la planta por el ataque.
The Guardian, uno de los primeros medios en llegar al lugar del ataque, ha examinado un almacén y unos silos que se ubican justo al lado de donde impactó el misil. No ha encontrado nada más que un espacio abandonado cubierto de polvo y silos medio destruidos con olor a granos podridos y estiércol.
Los residentes afirman que los silos fueron dañados por ataques aéreos hace seis meses y que estaban abandonados desde entonces.
“Se puede ver que no hay nada allí excepto algunos granos y estiércol. Quedó incluso una cabra que murió en el ataque”, afirma uno de los habitantes del municipio. Los residentes respondían incrédulos a las afirmaciones rusas.
No hay pruebas de que ningún edificio haya sido atacado en los últimos días o semanas cerca de donde tantas personas murieron y resultaron heridas por el gas nervioso. Las casas al otro lado de la calle quedaron indemnes por fuera. No había ninguna zona de contaminación cerca de ningún edificio. Más bien, el área de contaminación irradió desde un agujero en la calle.
The Guardian ha entrevistado a testigos, servicios de emergencia, familiares de las víctimas y heridos en un intento por reconstruir el ataque. Los testimonios ofrecen detalles desconocidos que ayudan a entender un episodio que ha provocado indignación internacional y que ha puesto a la guerra siria de nuevo en la primera plana por su nivel de brutalidad. “Parecía el día del juicio final,” dice Hamid Khutainy, voluntario de defensa civil en Jan Shijún.
Los testigos aseguran que los ataques aéreos comenzaron el martes a las 6.30 de la mañana, con cuatro bombas que cayeron en todo el pueblo. Al principio pensaron que era un ataque aéreo común, hasta que vieron que los servicios de emergencia que llegaban al lugar de los ataques se desplomaban en el suelo.
“Nos dijeron ‘llamad a la base, estamos perdiendo el control’. Nosotros no entendíamos qué nos querían decir”, dice Khutainy. “Luego nos dijeron ‘venid a salvarnos, no podemos caminar’. Después llegaron un segundo y un tercer equipo de rescate con mascarillas. El gas se podía oler a 500 metros de distancia.”
La gente describe el lugar del ataque como un escenario dantesco. Los heridos sufrían convulsiones y temblaban en el suelo, les salía espuma por la boca, se les ponían los labios morados e iban quedando inconscientes.
“Vi niños en el suelo, agonizando y con los labios morados,” asegura Abú al Bará, un vecino de la zona que se acercó a ayudar cuando vio lo que estaba sucediendo. De pie, al otro lado de la calle donde impactó el misil, añade: “Había muertos en los tejados y en los sótanos. Muertos tirados en el suelo, en la calle. Donde miraba había personas muertas”.
Los pacientes que se estaban ahogando y los muertos fueron llevados a un centro cercano de defensa civil y a una clínica construida dentro de la ladera de una montaña rocosa para protegerla de los ataques aéreos. Pusieron a los muertos en un cobertizo cercano mientras los trabajadores de emergencias les daban a los heridos agua y atropina, un antídoto contra los agentes nerviosos.
Pero mientras los trabajadores de emergencias estaban intentando controlar la situación, cayeron entre ocho y diez misiles sobre la clínica y el centro de defensa civil. El cobertizo se desplomó sobre los cuerpos de los muertos y el centro médico quedó fuera de funcionamiento.
“Quizás los pilotos conocían el mito de que algunos muertos por gas sarín pueden volver a la vida 48 horas después y decidieron bombardearlos otra vez por si acaso”, afirma un miembro del grupo insurgente Ahrar al Sham que estaba en el lugar. “Gracias a Dios hay un día del juicio en la otra vida.”
The Guardian ha visitado brevemente las instalaciones médicas y el centro de defensa civil destruidos. Los locales aseguran que antes de los ataques vieron aviones de reconocimiento sobrevolando la zona y creen que se podría haber decidido atacar la zona ese mismo día.
El sitio estaba lleno de escombros. Dentro había equipamiento médico, camas, instrumentos de cirugía, y pequeñas cajas con medicamentos, todo cubierto de polvo o roto en el suelo. No se veían armas en ningún sitio y las habitaciones dentro de la cueva estaban a oscuras porque se había cortado la electricidad.
En un cementerio cercano, todavía están frescas las tumbas cavadas el día anterior, la tierra roja todavía se ve removida. En una esquina cavaron 18 nuevas tumbas, con los nombres puestos con un cincel sobre las lápidas. Dentro yacen los cuerpos de 20 personas, incluidos dos niños pequeños que fueron enterrados junto a su madre. Todos pertenecían a la misma familia.
Abdulhamid al Yousef, uno de los supervivientes de la familia, intenta controlar las lágrimas mientras recibe el pésame de los vecinos en su casa de Jan Shijún, un día después de enterrar a su esposa y a sus hijos mellizos de nueve meses, Ahmed y Aya.
Yousef se había apresurado a ayudar a las otras víctimas del ataque. Cuando llegó a su casa se encontró con que su propia familia estaba muerta, incluidos sus hermanos, sobrinos y sobrinas. Su esposa se había escondido en el refugio subterráneo con los bebés, pero el gas tóxico llegó hasta abajo y los mató a todos.
Esa tarde en el cementerio, Yousef insistió en llevar él mismo los cuerpos de los bebés y enterrarlos personalmente. Casi en trance, Yousef repetía los nombres de los niños, ahogándose en su lamento. “Aya y Ahmed, almas mías. Yaser y Ahmed, hermanos míos que me apoyaban. Amura y Hamudi, Shaimá, tantos otros,” recitaba.
Traducido por Lucía Balducci