Opinión

Y tras la pompa, un reinado que tendrá más difícil sobrevivir

19 de septiembre de 2022 22:43 h

0

Los diez días de luto por la muerte de la reina Isabel II en Reino Unido han llegado este lunes a su punto álgido en la Abadía de Westminster, entre las lágrimas de la nación y con la participación de centenares de líderes mundiales. Las autoridades de todo el mundo no han ido a Londres a honrar el poder o el éxito, sino la idea de nación encarnada en una sola persona. Han sido testigos de una semana extraordinaria en la historia reciente de Reino Unido, una semana en la que no se ha permitido que ocurra nada más.

La monarquía moderna siempre se ha basado en la orquestación de la emoción. En ese sentido, la escenificación del funeral de la reina ha seguido esa línea. La fusión del dolor de una familia con el fallecimiento de una figura nacional ha sido elevada por el ritual, pero diluida por ciertos momentos de informalidad.

La gestión de los medios ha parecido impecable. Los miembros de la realeza en uniforme no han salido del foco de atención, siempre con el telón de fondo de una multitud lúgubre, sonriente y adoradora. La escena se ha visto reforzada, hora tras hora, por una cola interminable; la nación como coro griego de los acontecimientos. La cola de Westminster Hall, el salón del Parlamento donde estaba el ataúd de la reina, con las incesantes declaraciones a los medios de la gente que estaba esperando, parecía casi ensayada. E incluso cuando “el reinado” llega a su fin, la continuidad se hace evidente con los gritos de “larga vida al Rey”.

El día después

El martes habrá terminado la ópera y volveremos a encontrarnos con la monarquía como antes. El reto será entonces “conocer el lugar por primera vez”, en palabras de T.S. Eliot. De la popularidad de la reina no hay duda. Terminó su reinado con un 81% de apoyo, tan alto como siempre, mientras que el rey Carlos III comienza el suyo con un impresionante 70%, por encima del 54% de hace solo unos meses.

El atractivo global de la reina se debe a su longevidad y a su consideración como “madre de una nación”. Mantenía con estilo la ficción de una soberana sin poder envuelta en ceremonia, pero fue sobre todo su personalidad lo que generaba atracción. Su institución solo recibe un apoyo abrumador entre la mitad más mayor de la población. Menos de un tercio de los menores de 30 años está a favor de la monarquía. A algunos, posiblemente a muchos que permanecen en silencio, les habrá resultado incómodo todo lo ocurrido la semana pasada: un último y extravagante intento de dar impulso al país, un anticuado culebrón real que llega a su fin.

El de Carlos es un reto más problemático. La familia real es disfuncional; su riqueza, indefendible; su obsesión por la soldadesca, anticuada. En la última semana se ha hecho mucho hincapié en Escocia, Gales e Irlanda del Norte, y con razón. Reino Unido es prácticamente la única nación de Europa con una unión aún inestable y esto es resultado del fracaso de la clase política londinense a la hora de tolerar una autonomía federal. Perdió a Irlanda con el abuelo de Isabel II y aún puede perder Escocia bajo el reinado de su hijo. Puede que esto no sea culpa de la casa de Windsor, pero convierte a la monarquía en un dudoso custodio de la unidad.

Separar la jefatura de Estado de los cargos electos ha demostrado ser, en general, un principio constitucional sólido. El no hacerlo está desgarrando actualmente a Estados Unidos. La separación distingue la encarnación mística de la nación de la agitación resultado de la división democrática y las discusiones.

Sin embargo, la forma de institucionalizar esa encarnación sigue siendo escurridiza. Las mayores potencias del planeta tienen presidencias electas, pero pocas podrían considerarse democracias seguras. Mientras tanto, la mayoría de los Estados más progresistas de Europa, en Escandinavia y los Países Bajos, se contentan con sus monarcas. Utilizan el absurdo de la herencia como garante tanto de la continuidad como de la impotencia política. Para ellos parece funcionar.

Si Reino Unido quiere mantener un monarca elegido por nacimiento, debe ser por voluntad pública abrumadora. Eso requiere que el cargo se actualice por consenso democrático y no dependa de las decisiones propias del nuevo rey. Carlos III toma posesión del cargo tras lo que ha sido un indudable triunfo de las relaciones públicas. Tales triunfos son débiles si se ciegan a la necesidad de reformas.

Traducción de Javier Biosca