El hundimiento de la constructora británica Carillion no es un caso de error aislado, ni una casualidad, ni una aberración. Es un síntoma más de la decadencia de un orden social antidemocrático, ineficiente y que pone el beneficio por encima de las necesidades de las personas, sus aspiraciones y hasta sus vidas. Ese orden social se llama neoliberalismo.
Es verdad que el término no está precisamente de moda en el bar de la esquina y que despierta risas de ignorancia actuada entre los analistas de las noticias. Que nos quiten una palabra que sirve para describir cómo se dirige y estructura nuestra sociedad es cómodo para nuestros amos. Nos impide ver el conjunto y entender que el derrumbe de Carillion es solo una manifestación más de un sistema fracasado: uno que en todas partes hace retroceder al sector público para que avance el privado, que recorta los impuestos de las grandes corporaciones y los ricos, y que desrregula de manera compulsiva.
“Una historia de imprudencia, arrogancia y avaricia”. Ese fue el juicio, publicado el miércoles, de los diputados en dos comisiones creadas para analizar lo ocurrido con Carillion. Un epitafio perfectamente válido para el neoliberalismo. Según los diputados, el modelo de negocio de una empresa que construyó carreteras y hospitales, sirvió comidas en los colegios y facilitó alojamiento al Ejército fue “correr de manera implacable en busca de dinero”. Independientemente de los beneficios que tuviera, “aumentaba su dividendo cada año, pasase lo que pasase”. Sus cuentas “eran manipuladas de forma sistemática”. Cuando la empresa comenzó a derrumbarse, “el consejo se preocupó por aumentar y proteger las generosas bonificaciones de los ejecutivos”.
Con un gran sentido de la oportunidad, el presidente de Carillion, Philip Green, asesoró tanto a David Cameron como a Theresa May en temas de “responsabilidad corporativa”.
A los reguladores los dejaron sin armas. PwC, EY, Deloitte y KPMG, las “cuatro grandes” empresas de contabilidad, funcionaron como miembros de un “acogedor” club en el que aprobaron “cifras fabulosas”, sin identificar los catastróficos problemas internos o simplemente ignorándolos. Se embolsaron enormes sumas de dinero a cambio de conceder sellos de respetabilidad a una desastrosa empresa pagada por los contribuyentes. “Carillion podría ocurrir de nuevo y pronto”, fue la conclusión de los parlamentarios.
Ya lo creo que sí. Así lo garantiza todo un sistema en el que los servicios públicos esenciales son prestados por empresas que tienen como objetivo, por definición, obtener beneficios. De acuerdo con las cifras de la Oficina Nacional de Auditoría para 2016, el Gobierno gasta unos 258.000 millones de euros entre proveedores privados y asociaciones, casi el 30% de todo el gasto público. Hay que recordar que las cuatro grandes empresas de contabilidad tienen otras funciones. Son consejeras del Gobierno: lo asesoran para redactar las leyes fiscales y luego ayudan a sus clientes a saltarse las mismas leyes en cuya redacción contribuyeron.
Repasemos los múltiples fracasos y escándalos que ha generado nuestro orden social neoliberal. El día en que los diputados publicaron su informe sobre Carillion, el Gobierno anunciaba la renacionalización transitoria del servicio ferroviario de la Costa Este después de que sus operadores privados confesaran que ya no podían pagar lo que cuesta tenerlo funcionando. La última vez que lo renacionalizaron había sido en 2009.
Para vergüenza de los fanáticos neoliberales, aquella terminó siendo una historia de éxito: ingresó al Tesoro público cientos de millones de libras esterlinas, fue la línea más eficiente y obtuvo la mejor puntuación de pasajeros satisfechos entre todas las líneas de larga distancia. Cuando la privatizaron, los nuevos gerentes quitaron muchos de los billetes baratos de venta adelantada, lo que en los hechos multiplicó por dos el precio de algunos pasajes.
Todo el sistema privado de ferrocarriles es un desastre, ineficiente y fragmentado. Tiene algunos de los billetes más caros del mundo occidental y recibe subvenciones públicas mucho más altas que las del British Rail. Todo el sistema ferroviario, no solo el de la Costa Este, debería ser nacionalizado. Pero el dogma neoliberal de los conservadores está en guerra con el sentido común. En cuanto puedan, van a dejar la línea en manos de otra desastrosa banda de especuladores.
Acuérdense de Serco, la empresa a la que le encargaron los brazaletes electrónicos para delincuentes. Con los beneficios como objetivo, Serco cobró al Estado más de 78 millones de euros en brazaletes para delincuentes que no estaban siendo vigilados, o que habían vuelto a la cárcel, o que simplemente habían muerto.
Y luego está la empresa G4S, que se llevó el contrato de seguridad de los Juegos Olímpicos. Cuando incumplió sus obligaciones, el Estado tuvo que salir al rescate poniendo a trabajar al Ejército británico. Incluso el tory Philip Hammond, por aquel entonces ministro de Defensa, admitió que solía tener el “prejuicio de mirar la forma en que el sector privado hace las cosas para saber cómo hacerlas en el Gobierno”, pero que el incidente con G4S había sido “bastante instructivo”.
También hay escándalos en los gobiernos regionales, la sanidad pública y el sector de cuidados. Después de que en Sussex privatizaran en 2016 los servicios de transporte no urgente del la sanidad, cientos de enfermos de cáncer y de riñón perdieron las citas que tenían porque las ambulancias no llegaron a buscarlos.
En 2011 se derrumbó la empresa Southern Cross, propiedad del fondo de inversión Blackstone. Four Seasons Health Care, el segundo proveedor más grande del país en hogares para ancianos, tiene en este momento una deuda de cientos de millones y ha cerrado o vendido muchos de sus hogares.
Diseñada durante el gobierno de John Major y expandida intensamente por el Nuevo Laborismo, la figura de la iniciativa financiera privada compromete al Gobierno en contratos de hasta treinta años con empresas privadas para construir escuelas, hospitales y otras infraestructuras. En la actualidad hay 700 proyectos en marcha que pueden costar hasta un 40% más de lo que costarían con préstamos del Gobierno.
Desde la privatización del agua, que dejó a los consumidores ingleses pagando un extra de 2.600 millones de euros más al año (incluso el periódico The Financial Times la llamó una “estafa organizada”) hasta el derrumbe de los bancos, el escándalo de Carillion no es un caso aislado.
No estamos ante la historia de una compañía obsesionada con obtener ganancias antes que asegurar un servicio público. Estamos ante la consecuencia inevitable de un sistema podrido y antidemocrático en sus fundamentos. El Estado se ha obligado a sí mismo a cumplir contratos que duran una generación, sin importar lo poco eficientes o pobremente hechos que estén, mientras los políticos electos han renunciado a muchos de sus poderes en favor del mercado.
Desde que comenzó el neoliberalismo a finales de la década de los setenta, Gran Bretaña ha sufrido sus tres peores crisis en la posguerra, así como un crecimiento menor que además se ha distribuido de manera menos equitativa. En los últimos diez años los trabajadores han sufrido la peor reducción de salarios de los tiempos modernos. Todo está relacionado: desde la privatización a la desregulación, pasando por el trasvase de poder de trabajadores a empresarios.
La historia de Carillion es la de un sistema que por encima del bien común pone a los beneficios, los dividendos y los intereses de los accionistas. Ese sistema se llama neoliberalismo. Mientras no tengamos un gobierno que rompa estos contratos y traiga todos estos servicios públicos de vuelta a casa, seguirá habiendo muchos más Carillion.
Traducido por Francisco de Zárate