En un día de verano de 1962, un año después de que las autoridades comunistas levantaran el muro de Berlín, tres hombres con abrigo gris irrumpieron en un aula de una escuela de secundaria de Mahlow, en las afueras de la capital de Alemania Oriental, mientras se impartía la asignatura de alemán. Uno de ellos señaló a Regina Herrmann, una adolescente de 14 años, y le ordenó que lo siguiera.
El hombre le explicó que el Gobierno consideraba que su padre era un enemigo del país. Concretamente, creía que simpatizaba con el capitalismo porque era un pequeño empresario; era dueño de una peluquería. En el viejo sistema, le dijeron, los hijos de los burgueses tenían asegurada una educación universitaria. Ahora las cosas habían cambiado. Le anunció que ella ya no podría seguir asistiendo a la escuela en el Estado socialista de partido único. Podía dar por terminados sus sueños de convertirse en médico.
En los meses y años siguientes, Herrmann a menudo tuvo la sensación de que la estaban siguiendo. Siempre había algún hombre que le pisaba los talones, “como una sombra”. En la ciudad donde vivía, empezó a circular el rumor de que era una Flittchen, una chica fácil. Trabajaba en la peluquería de su padre y algunos hombres le hacían comentarios inapropiados o la tocaban. En dos ocasiones, en una feria y en un autobús nocturno, la intentaron violar.
Tras la caída del muro de Berlín en 1989, Regina Herrmann tuvo acceso al expediente de la Stasi con su nombre y supo que la policía secreta de la República Democrática Alemana había ordenado a cinco de sus colaboradores que la siguieran en bares y clubs nocturnos. “Es de sobra conocido que a Herrmann le gusta bailar y después le gusta que sus compañeros de baile la inviten a tomar una copa”, señalaban los documentos.
Esta semana Alemania se prepara para celebrar el 30 aniversario de la caída del símbolo más famoso del telón de acero. Herrmann es una de las miles de víctimas del régimen de la RDA a las que se les ha negado acceso a redes de apoyo o una indemnización apropiada, ya que muchos funcionarios de la Alemania reunificada ignoran las técnicas que utilizaban las autoridades para intimidar y subyugar a los ciudadanos, y no entienden que personas como Herrmann han sido víctimas de un sistema que las atacó de forma encubierta.
El artículo 17 del tratado que selló la reunificación de Alemania Oriental y Occidental prometía que las víctimas políticas tendrían derecho a una “compensación adecuada”. Pero cada vez que Herrmann ha tratado de acceder a esos fondos de forma legal, sus solicitudes han sido rechazadas por falta de pruebas sólidas. Vive en Frankfurt, en la vieja Alemania Occidental. En una ocasión, un funcionario llegó a insinuarle que regresara al este, donde el sistema burocrático sería más comprensivo con su difícil situación.
Para completar su pensión de jubilación de 1.073 euros al mes, Herrmann, que en la actualidad tiene 72 años, trabaja como recepcionista en una empresa de seguridad. “Mi intención nunca ha sido ir suplicando ayudas del Estado”, puntualiza. “Siempre he tratado de trabajar más duro que mis colegas para demostrar mi valía”. De hecho, en 2011 a Herrmann le diagnosticaron que tenía una relación adictiva con el trabajo físico. “Desde que me sacaron de esa clase de alemán, he tenido la sensación de que necesitaba demostrar algo”, afirma.
Tortura encubierta
En los primeros años de vida del Estado satélite soviético, a los disidentes políticos se les castigaba principalmente a través de canales legales oficiales. Sin embargo, después de la construcción del muro, el Estado trató de limpiar su imagen y declaró su compromiso con los derechos humanos mediante la firma del Tratado Básico de 1972 con Alemania Occidental y los acuerdos de Helsinki de 1975. Como resultado, cualquier movimiento contra enemigos reales o imaginarios del Estado socialista debía tener lugar “en silencio”.
Una directiva de 1976 del jefe de la Stasi, Erich Mielke, propuso un catálogo de métodos de guerra psicológica llamado Zersetzung, un término pseudocientífico para lo que ahora se llamaría “luz de gas” [manipulación emocional muy sutil], que literalmente significa “biodegradación”. A los enemigos del Estado, instruyó Mielke, se les tenía que dañar su reputación “de forma sistemática, mediante rumores ”falsos“, pero ”creíbles, no refutables“. Para destruir la autoestima de sus enemigos, la Stasi ”planeaba sistemáticamente fracasos profesionales y sociales“.
Desde una perspectiva actual, las razones por las que los ciudadanos de la RDA podrían ser sometidos a Zersetzung pueden sonar absurdas. En el caso de Annegret Gollin, de Neubrandenburg, bastó con que la adolescente llevara sandalias y vaqueros acampanados y que disfrutara haciendo autostop, un acto de rebelión en gran medida simbólico en un Estado pequeño donde el transporte público era barato y las autopistas, escasas y lejanas.
Los autostopistas eran, junto con los punks, los rockeros, los góticos y los nuevos románticos, uno de los numerosos movimientos juveniles “negativos y decadentes”. La Stasi creía que formaban parte de un esfuerzo occidental concertado para socavar la moral de Alemania Oriental.
Después de que la policía secreta llegara a la conclusión de que Gollin estaba con la gente supuestamente equivocada en un festival de blues, desarrolló un plan para aislar sistemáticamente a la joven de 18 años de sus amigos y su familia y frustrar su aspiración de convertirse en librera, culminando en una sentencia de 20 meses de prisión por “vilipendio público de un órgano del Estado”, cuando la joven se emborrachó y maldijo a un hombre que creía que era espía.
Tras la reunificación de Alemania, Gollin encontró un trabajo como guía turística en la cancillería alemana. Ese trabajo, sumado a una pensión de 300 euros mensuales que reciben los ciudadanos de la antigua RDA que pasaron más de 180 días en la cárcel, le proporciona unos ingresos de unos 1.400 euros al mes, pero le preocupa mucho cómo llegará a fin de mes después de la jubilación.
En un Estado alemán reunificado, los antiguos empleados de la Stasi siguen recibiendo pensiones relativamente generosas. En cambio, muchas de sus víctimas luchan para demostrar a las autoridades que podrían haber encontrado un empleo regular si el Estado no se lo hubiera impedido.
“Me siento como si me hubieran estafado dos veces”, lamenta Gollin. “Todas las sociedades tienen el mismo problema: a ningún país le gusta escuchar los testimonios de las víctimas. La gente quiere que sus sociedades estén formadas por gente sana, nosotros no somos sanos”.
La esperanza de la reparación
Una nueva ley quiere facilitar el acceso de las víctimas a otras ayudas sociales, incluyendo un pago único de 1.500 euros para las víctimas de Zersetzung y una compensación económica para aquellas cuyas aspiraciones profesionales se vieron truncadas por motivos políticos.
Las asociaciones de víctimas han aplaudido esta iniciativa y Gollin tiene la esperanza de que su vida mejore tras la aprobación de la ley. El expediente de la Stasi con su nombre incluye un diagrama de las medidas que la policía secreta tomó en su contra y pruebas de que la policía secreta hizo que una biblioteca le denegara un trabajo como aprendiz con un pretexto inventado.
Sin embargo, otros tendrán menos suerte. Johannes Wasmuth, un abogado con sede en Munich al que el Gobierno alemán consultó como testigo experto en la materia, dice que la nueva ley mezcla aleatoriamente muchas situaciones, pero no aborda el problema de fondo.
“La Stasi no era estúpida”, señala Wasmuth. “Siguieron la vieja táctica estalinista de camuflar las injusticias que practicaban”. En la mayoría de los casos, predice, los tribunales continuarán desestimando las solicitudes porque las víctimas lucharán en vano por presentar pruebas concretas de que han sido sometidas a una guerra psicológica.
Frank Metzing, de Aschersleben en Sajonia-Anhalt, era el mejor alumno de su curso y quería estudiar medicina. Después de tres años de formación como asistente médico, solicitó una plaza en la universidad, pero se le denegó la plaza. Una de las personas involucradas en el proceso de la entrevista le dijo que su solicitud había sido rechazada debido a su fe cristiana y su pertenencia a la rama de Alemania Oriental de la Unión Demócrata Cristiana.
En mayo de 1983 intentó huir de Alemania Oriental como polizón en un tren de Praga a Nuremberg. Cuando solo faltaba una parada para cruzar la frontera, oyó un golpe en la puerta de su escondite, situado sobre el inodoro. Pasó 16 meses en la cárcel y sufrió graves abusos e intimidaciones.
Después de que el Gobierno de Alemania Occidental lo reclamara, previo pago, en 1984 (una práctica común), intentó estudiar Medicina. Sin embargo, tenía insomnio y ataques de pánico [estrés postraumático como consecuencia de los abusos sufridos] y tenía dificultades para hacer las tareas más básicas. “No podía concentrarme. Fue una catástrofe”, lamenta.
Desde 2005 recibe una pensión de invalidez. En los últimos 15 años ha librado una batalla legal porque considera que le corresponde una pensión equivalente a la de la profesión que nunca pudo ejercer. Los tribunales han desestimado sistemáticamente sus pretensiones por considerar que no puede demostrar que su carrera de médico se viera truncada por razones políticas. Consideran que, en un Estado con pocos recursos, la cantidad de plazas en la facultad de Medicina era limitada.
Han pasado 35 años de su llegada a Alemania Occidental. Este año mandó una carta a las autoridades para lamentar que “el caos legal con el que tiene que lidiar es una burla tan atroz del Estado de Derecho [...] que tengo la sensación de que es como si se hubiera quedado en la RDA”.
Y, lo que todavía es peor para muchas víctimas, en algunos casos los documentos que los tribunales suelen pedir como pruebas de los abusos que sufrieron por parte de la Stasi no sobrevivieron a la destrucción masiva de documentación que tuvo lugar en los últimos días del régimen.
Astrid Giebson, del distrito Oberschöneweide de Berlín, tenía sólo 13 años cuando fue informada, a su regreso de la escuela, que su madre y su padre habían sido detenidos por planear escapar del país. Con sus dos padres en la cárcel, las autoridades la pusieron bajo custodia de un pariente considerado leal al partido en el Gobierno. Sufrió acoso por parte de los profesores en la escuela y le negaron la posibilidad de perseguir su sueño de convertirse en decoradora de interiores.
En 1981, Giebson logró escapar a Alemania Occidental, pero los esfuerzos por conseguir que las autoridades reconocieran la situación solo le han generado frustración. Durante los últimos tres años, ha esperado a que un tribunal responda a su solicitud de indemnización. La última vez que recibió una respuesta, le dijeron que necesitaba demostrar que para las autoridades de Alemania Oriental tenía antecedentes juveniles. Solicitó su expediente pero la informaron de que se había perdido. “Es un fiasco”, dice. “Nos están tomando el pelo.”
En opinión de Wasmuth, el experto legal, si los legisladores hubieran querido realmente ayudar a las víctimas, habrían podido invertir la carga de la prueba, de modo que los tribunales tendrían que encontrar pruebas de que las personas que se encontraban en el punto de mira de la Stasi no estaban sometidas a los métodos de Zersetzung, y no viceversa.
“Después del nazismo, en Alemania tuvimos un problema con los jueces que no reconocían la injusticia que se había cometido”, explica. “La situación a la que se enfrentan las víctimas de la Stasi no es muy distinta”.
Traducido por Emma Reverter