“¡Los ucranianos no tienen que pagar!”. Intento comprar tres shawarmas (el equivalente al kebab) en un mercado en Tiflis, la capital de Georgia, pero el tendero se niega rotundamente a aceptar mi dinero. Intento explicar, aunque me han advertido que no diga esto: “Lo siento, no soy ucraniano, soy ruso”. El vendedor mira el pin de la bandera ucraniana en mi solapa. No me cree.
Antes del 24 de febrero, nunca había pensado en lo que significa ser ruso. Ahora es lo único en lo que pienso. Nací en Moscú y, hasta hace poco, había vivido allí toda mi vida. Pero “soy ruso” era, literalmente, lo último que respondía cuando me preguntaban “¿quién es usted?”. Soy padre, soy director creativo en una empresa de cine, escritor, periodista, podcastero, amigo... ¿Ruso? Bueno, sí, pero esa tan solo es una palabra en un pasaporte, nada más.
Crecí en los años 90 y 2000, época en la que la gente de mi generación —o al menos la que yo conocía— se consideraba a sí misma ciudadana del mundo. Tras mi primer año en la universidad, viajé de autoestopista por toda Europa. La única ocasión en la que pensé en mi nacionalidad fue cuando tuve que solicitar visados. Sin embargo, sé que esto se debió, en última instancia, a mi condición privilegiada. A diferencia de mis amigos de Daguestán, Buriatia, Yakutia u Osetia del Norte, yo podía permitirme no pensar en mi identidad rusa. Con un rostro y un nombre eslavos, no estaba sometido al chovinismo cotidiano que satura la sociedad rusa.
“¿Pero estás con ellos?”
Amaba a mi país, pero nunca ondeé una bandera rusa en una manifestación ni expresé públicamente mi patriotismo: simplemente, no era algo que la gente como yo hiciera. Pensábamos en el patriotismo en términos de política: si te preocupas por tu país, tratas de mejorarlo. Así que lo intenté. Durante más de una década, fui a todos los mítines de la oposición, protestaba contra la injusticia. Personas con ideas afines y yo hicimos todo lo posible por hacer de nuestro país un lugar mejor. Pero nunca caí en los mantras patrióticos sobre lo grande que era Rusia o lo grande que solía ser y debía volver a ser.
¿Por qué debería estar orgulloso de que la Unión Soviética haya sido el primer país en lanzar un hombre al espacio? Yuri Gagarin o Serguéi Koroliov deberían estar orgullosos de ello, fue su logro, no el mío. ¿Por qué debería estar orgulloso de que la Unión Soviética haya ganado la Gran Guerra Patriótica (como llaman en Rusia a la Segunda Guerra Mundial)? Mis abuelos lucharon en ella. La guerra los hizo añicos, pero habían ganado: debían estar orgullosos de ello. Sé que lo estaban. Ciertamente, esos logros nunca formaron parte de mi identidad, como sí lo son para la “mayoría de Putin”, es decir, mis compatriotas que construyen su sentido del yo sobre victorias pasadas a las que solo están asociados por un accidente de nacimiento.
Pero ahora estas preguntas me parecen importantes. “Soy ruso”, le repito al vendedor. “¿Pero estás con ellos?”, pregunta, señalando con la cabeza en dirección a mis compañeros. Maria Belkina y Kirill Zhivoi dirigen Voluntarios de Tiflis, un movimiento que ya ha ayudado a miles de refugiados ucranianos en Georgia. Sí, estoy con ellos. Acabamos de llenar un coche con suministros: alimentos y productos de higiene que serán distribuidos entre los refugiados en uno de los centros de ayuda de los Voluntarios de Tiflis. “Estoy con ellos, pero soy ruso”.
¿Tenemos que avergonzarnos?
El día de la invasión —24 de febrero— es un día que quedará grabado para siempre en mi memoria. La enormidad y la irracionalidad de la guerra se sintieron como un golpe físico. En mi cuidadosamente construida burbuja social no había ni una sola persona que apoyara la guerra. Nos sentíamos como hojas desperdigadas por un huracán. Todavía nos sentimos así.
Algunos nos fuimos de Rusia y otros se quedaron. Yo me fui con el director de cine Kantemir Balagov. Era pasada la medianoche cuando nos encontramos sentados entre los desiertos puestos de comida del aeropuerto de Estambul mientras esperábamos nuestro vuelo a Ereván, en Armenia. Bebiendo un vaso de agua, Kantemir me preguntó: ¿crees que deberíamos dejar de hablar en ruso? ¿Tenemos que avergonzarnos de nuestra lengua? Esa probablemente sea la única pregunta para la que tengo una respuesta inequívoca: “¡No!”.
Permítanme que intente explicarme. Vladímir Putin y Volodímir Zelenski hablan ruso, pero sus idiomas no pueden ser más diferentes. El ruso de Zelenski es apasionado, emotivo y vibrante: vivo. El lenguaje de la propaganda rusa está muerto. Se trata de un montón de burocracia oscura y sin sentido. El gran director ruso Andréi Sviáguintsev hizo una poderosa película, Sin amor, sobre la ausencia de amor en la vida cotidiana en Rusia. El ruso que hablan Putin y sus compinches lo refleja: es deliberadamente poco vivo. Así que no, nunca nos avergonzaremos del ruso. Hablamos una lengua diferente.
No ocurre lo mismo con nuestros pasaportes. En la cola del control fronterizo en Estambul, escuché una conversación entre una madre y una hija ucranianas. Estaban justo detrás de mí: intentaban volar de vuelta a casa, a Kiev. Se habían ido de vacaciones a Turquía antes de la guerra y ahora volvían a un mundo en el que su abuela estaba escondida en un refugio antibombas y su padre y su hermano se habían alistado en las fuerzas de defensa territorial. Escuchaba su conversación y sentía una vergüenza abrumadora. Mi pasaporte ruso en mi bolsillo ardía como carbón caliente.
Redefinir “ser ruso”
No creo que, en el futuro cercano, pueda leer ninguno de mis libros rusos favoritos ni ver las películas rusas o las series de televisión que me gustaban. Ahora todos tienen el mismo final: el 24 de febrero y la voz robótica del presidente Putin anunciando su “operación militar especial”. Bucha, Irpin, Gostomel, Mariúpol... Tendremos que escribir nuevos libros y hacer nuevas películas. Y, paso a paso, iremos descubriendo qué significa ser ruso ahora.
De vuelta a Tiflis, finalmente convenzo al vendedor para que acepte mi dinero. “Usted no apoya la guerra, ¿verdad?”, me pregunta con suspicacia. No, claro que no. ¿Cómo puede alguien apoyar esta maldita locura? Pero, aunque estoy muy en contra de la guerra y de Putin, soy ruso. Por alguna razón, es importante que lo diga. Cuando estoy a punto de irme, el vendedor me da un kebab extra gratis.
* Ivan Philippov es escritor y fue periodista. Actualmente es director creativo en AR Content.
Traducción de Julián Cnochaert