El pasado miércoles se cumplieron 21 años de la llegada de los primeros prisioneros a la prisión estadounidense de Guantánamo. Durante todo este tiempo, un total de 779 hombres han pasado por este centro de detención extrajudicial, repartidos en los ocho campamentos de los que se tiene constancia. En dos décadas, Guantánamo ha pasado de ser un pequeño campamento improvisado y al aire libre, con jaulas de alambre de espino, a convertirse en una cárcel de máxima seguridad con estructuras similares a búnkeres de cemento cuyo funcionamiento cuesta cerca de 540 millones de dólares anuales.
21 años es mucho tiempo. Una generación nació y alcanzó la mayoría de edad en ese tiempo. Cuatro presidentes estadounidenses han pasado por la Casa Blanca (George W Bush, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden). Se reconstruyó el World Trade Center.
Durante ese tiempo, el Ejército estadounidense, la CIA y otras agencias de inteligencia han experimentado con la tortura y otras violaciones de los derechos humanos. Soldados e incluso líderes cometieron crímenes de guerra. El Congreso estadounidense impulsó una investigación y redactó y publicó un informe que documentaba torturas, abusos y tratos inhumanos y degradantes a los presos de Guantánamo y de otros muchos centros de detención secretos en otros lugares del mundo. Sin embargo, también imposibilitó el cierre de Guantánamo.
De los 779 hombres que han estado recluidos en Guantánamo, sabemos que nueve murieron allí; 706 fueron liberados o trasladados. Se ha recomendado el traslado de 20 hombres que permanecen presos, pero siguen allí; 12 han sido acusados de delitos; dos han sido condenados; y tres permanecerán recluidos indefinidamente en virtud de la ley de guerra hasta que alguien exija que sean liberados.
Mi llegada a Guantánamo
Tenía 19 años cuando me enviaron a Guantánamo. Llegué el 9 de febrero de 2002, con los ojos vendados, encapuchado, con grilletes, golpeado. Cuando los soldados me quitaron la capucha, todo lo que vi fueron jaulas llenas de figuras naranjas. Me habían torturado. Estaba perdido, asustado y confundido. No sabía dónde estaba ni por qué me habían llevado allí. No sabía cuánto tiempo iba a estar preso ni qué me iba a pasar. Nadie sabía dónde estaba. Me dieron un número y quedé atrapado en un limbo entre la vida y la muerte.
No sabía mucho sobre Estados Unidos. Sabía que supuestamente era una tierra de leyes y oportunidades. Todo el mundo quería vivir allí. Todos creíamos que nuestra detención sería corta. No habíamos hecho nada. No podían retenernos mucho tiempo sin que alguien se interesara por nuestro caso. Nunca hubiera imaginado que pasaría ocho años en régimen de aislamiento, que me pasaría un total de 15 años detenido y me pondrían en libertad sin acusarme nunca de ningún delito.
Hace poco cumplí 40 años y, aunque soy un hombre adulto, sigo sintiéndome como el joven de 19 años que llegó por primera vez a Guantánamo. En cierto sentido, allí alcancé la mayoría de edad: aprendí a protestar por mi detención, a utilizar mi cuerpo para hacer huelga de hambre, a resistir. Pienso mucho en mi estancia allí. Mientras mis amigos de la infancia iban a la universidad, se casaban, conseguían trabajo y empezaban sus vidas adultas, yo luchaba contra los guardias de la prisión que me acosaban mientras intentaba rezar.
Preguntas sin respuesta
En los primeros días de Guantánamo, cuando no era más que una prisión poco desarrollada, un proyecto en estado embrionario, todos nos hacíamos preguntas: ¿cuándo nos liberarían? ¿Por qué los interrogatorios empeoraban? ¿Por qué nadie se creía nuestra versión? Pero no éramos los únicos que teníamos preguntas. Los jóvenes guardias querían saber qué hacían allí, quiénes éramos y por qué algunos políticos afirmaban que éramos los “peores de los peores” terroristas mientras que otros nos llamaban don nadie o campesinos mugrientos.
Creo que la propia Guantánamo se hacía las mismas preguntas, y que quería saber en qué tipo de lugar se convertiría, durante cuánto tiempo se utilizaría, si sería útil.
Todos esperábamos esas respuestas, año tras año, a medida que nos hacíamos mayores. Me creció la barba y me salieron canas. Guantánamo se oxidó, se deterioró; el Campamento X-Ray, el primer campamento con jaulas y al aire libre, se llenó de maleza y hierba. Los guardias fueron rotando y también lo hicieron los responsables del penal. A los guardias que eran amables con nosotros a menudo los degradaban o castigaban o se iban de Guantánamo confundidos por el conflicto entre su deber oficial y lo que sabían que estaba bien y mal. El general Geoffrey Miller, artífice de lo que Estados Unidos denomina “técnicas de interrogatorio mejoradas” y el resto llama tortura, fue a Irak y a Abu Ghraib. Algunos prisioneros fueron liberados. Otros –como Yassir (21 años), Ali (26) y Mani (30)– murieron violenta y misteriosamente bajo custodia.
Los años pasaban como los capítulos de un libro, y con cada nuevo capítulo pensábamos que nuestras preguntas tendrían respuesta o, al menos, que cada capítulo sería distinto. Hubo nuevos comienzos y nuevas fases, pero la historia siguió siendo la misma: los interrogatorios se mantuvieron. También el trato inhumano y el acoso por motivos religiosos.
Cada capítulo se volvía más oscuro a medida que perdíamos el contacto con las historias de nuestras vidas antes de Guantánamo. Cuando nos llevaron a Guantánamo, éramos padres, hijos, hermanos y maridos; teníamos familias, sueños y vidas en el mundo exterior. Pero en Guantánamo éramos solo un número, animales enjaulados, totalmente aislados del mundo que conocíamos; estábamos atrapados en un bucle interminable de interrogatorios que intentaban que admitiéramos que éramos combatientes de Al Qaeda o talibanes. Vivimos la anarquía y los abusos de Guantánamo, vimos cómo Guantánamo crecía y evolucionaba, mientras que nuestras vidas seguían en el limbo.
El último capítulo
Nos convertimos en Guantánamo y también lo hicieron nuestras historias. Nos resistimos y protestamos contra nuestra detención arbitraria e indefinida, luchamos y nos declaramos en huelga de hambre para que el mundo nos escuchara, viera nuestro sufrimiento y conociera nuestra humanidad. También tuvimos momentos de felicidad, creatividad y fraternidad. Cantamos, bailamos, bromeamos y reímos. Creamos arte. Nos hicimos hermanos y amigos, incluso de algunos guardias y personal del campamento que nos trataban como si fuéramos humanos. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto con nuestro antiguo yo hasta que Guantánamo se convirtió en nuestra vida, nuestro mundo, nuestra única historia.
A medida que Guantánamo crecía, se hacía más fuerte y permanente, nosotros también nos hacíamos mayores, pero más débiles, más frágiles, aún encerrados dentro de sus jaulas. Supimos que personas de todo el mundo protestaban por nuestro encarcelamiento y las torturas y pedían el cierre Guantánamo. Eso nos dio esperanza y nos hizo sentir que no nos habían olvidado. Pero otros, como los políticos, aprendieron a utilizar la prisión para crear sus propias historias falsas, historias que se cebaban con nosotros para crear miedo. Mantuvieron Guantánamo abierto.
Al final de mi estancia, Guantánamo había evolucionado y se había abierto en algunos aspectos. Nosotros también habíamos cambiado; habíamos vuelto a conectar con el mundo exterior. Intentamos recuperar las partes de nosotros mismos que nos habían arrebatado y habíamos perdido. Me apunté a clases y me dediqué al arte. Aprendí inglés y escribí historias sobre Guantánamo. Después de 15 años, me preocupaba no poder sobrevivir en el mundo una vez que saliera. Había crecido en esa cárcel, me había convertido en un hombre. Guantánamo es lo que conocía. Es donde estaban mis amigos.
Pensé que, al irme, por fin podría escribir capítulos nuevos, que cambiaran y tuvieran un buen final. Acabaría la historia como yo quería: Guantánamo sería solo un recuerdo; seguiría adelante, estudiaría, me casaría, empezaría mi vida. Pero la prisión no quería dejarme marchar. Me sorprendió con una nueva historia.
Como yo, cientos de hombres han sido liberados de Guantánamo. Algunos volvieron a casa, a sus países y a sus familias. Muchos fueron enviados a lugares que no conocían: Uruguay, Kazajstán, Eslovaquia. A mí me enviaron a Serbia, donde no tenía amigos ni familia y no hablaba el idioma. Hemos intentado construir nuestra propia historia en estos nuevos lugares, al margen de Guantánamo. Pero Guantánamo nos retiene. Vivimos con el estigma de haber estado recluidos allí.
35 hombres siguen allí. El presidente Joe Biden ha trabajado discretamente para cerrar la cárcel, pero sin la cooperación del Congreso de Estados Unidos, Guantánamo seguirá abierto.
Desde hace años, exprisioneros, activistas, abogados y periodistas intentan escribir el capítulo final de Guantánamo, uno que termine con justicia, rendición de cuentas, reconciliación y el cierre de la prisión. Hagamos que esto ocurra, para que dentro de un año podamos escribir una nueva historia sobre la vida después de Guantánamo.
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Mansoor Adayfi es artista, activista y ex-preso de Guantánamo, liberado en 2016 tras permanecer detenido sin cargos ni juicio durante más de 15 años. Es autor de las memorias 'Don't Forget Us Here: Lost and Found at Guantánamo'.
Traducción de Emma Reverter.