De Tahrir a Trump: el nacionalismo ha secuestrado la esperanza del pueblo

Miles de personas concentradas en la plaza Tahrir corearon el eslogan: “¡Pan! ¡Dignidad! ¡Libertad!”. Era el año 2011; el punto álgido de la primavera árabe. Ese día, rodeado de manifestantes, recordé las palabras de un trabajador de mediana edad que había conocido en Buenos Aires diez años antes. Me explicó por qué él y sus compañeros tomaron una fábrica durante el colapso económico de Argentina. Mencionó razones como el hambre, la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, su voz cambió cuando me explicó otro de los motivos: “Y el jefe... nunca nos dio los buenos días y eso destruye tu dignidad.”

“Dignidad” es una palabra escurridiza; un concepto demasiado etéreo como para ser incluido en un contrato social o para que se tenga en cuenta como uno de los puntos de la agenda de un nuevo movimiento político. Y, sin embargo, es la palabra que mejor refleja el hecho de que estar ahogados por los problemas económicos no es lo único que enfurece a los pobres. De hecho, lo que hace que las consecuencias físicas de su miseria sean insoportables es que se burlen de ellos, los engañen o los priven de lo más esencial para su condición humana. Esto me lo enseñó una madre que tenía a su cargo a cuatro hijos y que vivía en uno de los barrios más pobres de Estambul, situado en una colina con vistas al Bósforo. No estaba furiosa cuando me explicaba que algunas noches sus hijos se iban a dormir con el estómago vacío pero sí se indignó al recordar que su jefe le había dicho con sarcasmo: “ah, pero entonces tienes una casa con vistas al mar”. Me contó que poco después de ese comentario dejó ese trabajo, indicando “si te parece, para cenar podemos mojar pan en el mar”. Su expresión orgullosa me enseñó que defender la dignidad puede tener mejor sabor que el pan; sí, incluso cuando tienes hambre. La Plaza Tahrir en El Cairo, el Parque Gezi en Estambul y la Puerta del Sol en Madrid; no hace mucho estos y otros lugares eran epicentros de protesta y esperanza para movimientos democráticos radicales que querían transformar la política y reivindicar la dignidad de las personas. Todos estos movimientos fueron reprimidos con violencia o absorbidos por el sistema político convencional.

Y ahora, de nuevo, millones de personas están protestando a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, ha cambiado el estado de ánimo y también el mensaje. Piden que se respete su “verdad” y también opciones políticas que polarizan a la sociedad. La batalla a favor de la dignidad ha sido reemplazada por una agresiva afirmación de orgullo; orgullo de la nación o de una peculiar versión de “pueblo”.

De hecho, las palabras “dignidad” y “orgullo” son completamente distintas. Y esta diferencia es lo que permite entender el caos político y moral actual. La necesidad de dignidad es inherente al ser humano y conecta con nuestro amor al prójimo. El orgullo, por otro lado, es una fachada; un ansia de reconocimiento excluyente y una respuesta a la pregunta de quién es superior a quién. Es divisivo. Cuando las multitudes están suficientemente desesperadas, es fácil para los actores políticos sustituir la necesidad de dignidad del ser humano por un clamor vengativo de orgullo. Y esto es lo que hace precisamente el populismo de derechas.

El hecho de que algunos populistas de derechas y autócratas despiadados como Donald Trump (en Estados Unidos), Viktor Orbán (Hungría), Recep Tayyip ErdoÄŸan (en Turquía) y  Jair Bolsonaro (en Brasil) hayan conseguido atraer y beneficiarse de la indignación de los ciudadanos es peligroso y desafortunado. Señalan con el dedo a los periodistas, los científicos y la clase política y afirman: “estas personas han estado jugando con vuestra dignidad”. Lo cierto es que estos líderes suelen pertenecer a las clases más privilegiadas pero consiguen que sus seguidores crean que harán que la elite se arrodille y les devuelva la dignidad perdida. Y es por esta razón que en los mítines de Trump y en las manifestaciones a favor del Brexit vemos rostros marcados por una lucha constante por sobrevivir, y que ahora irradian y muestran una nueva energía. Son almas que están redescubriendo su capacidad para decirle “no” a un mundo que durante décadas se ha doblegado ante el lema capitalista de “no tienes otra alternativa”.

A pesar de la suposición económica predominante de que los humanos rinden más cuando tienen miedo a perder sus bienes materiales o se mueven por el deseo de tener más, el alma humana, la materia más misteriosa del planeta, necesita aferrarse a una vida que tenga significado. A estas alturas, incluso los devotos del capitalismo saben (como vimos en Davos) que los mecanismos económicos del neoliberalismo son disfuncionales, que sus argumentos se han derrumbado y que una historia que se derrumba ya no puede dar héroes que inspiren a la población. Todo ello en un contexto en el que muchas personas sienten que han perdido su dignidad y están furiosas porque tienen la sensación de que los han engañado. Y esto explica por qué están tan deseosas de dejarse convencer por remedios que son demasiado simplones, encontrar cabezas de turco a los que culpar por su situación y, más importante todavía, aferrarse a falsas esperanzas. Están listas para levantarse y seguir a estos nuevos héroes que les prometen recuperar la grandeza perdida.

El hecho de seguir a un héroe que les recuerda que como humanos tienen poder les proporciona una satisfacción tan básica que están dispuestas a sacrificar lo que haga falta. Tiene que ver con un aspecto complejo del alma humana que durante mucho tiempo ha sido ignorado por el sistema económico imperante y ahora esta necesidad humana pone en peligro el sistema. Brexit amenaza con acabar con el libre comercio, el proteccionismo de Trump amenaza el principio más fundamental del neolibarlismo económico, el laissez-faire.

Son muy pocos los líderes políticos que se han opuesto frontalmente a este auge de nacionalismo y nativismo. También son pocos los que están preparados para hablar, con argumentos, de la posibilidad de un mundo mejor, para indicar que hay alternativas, y que estas no se construyen a partir de un orgullo vengativo sino a partir de una dignidad humana pacífica. Y esto explica por qué genera tanto entusiasmo Alexandria Ocasio-Cortez, la nueva estrella de la izquierda de la política estadounidense y la mujer más joven jamás elegida a la Cámara de Representantes. Es una voz poco común, y sabe que la lucha no es sólo por la desigualdad material.

Mientras veía un vídeo de uno de sus discursos, eché un vistazo al recientemente publicado New Deal europeo, hasta ahora el único documento político sólido para un modelo económico alternativo para el viejo continente. Elaborado por el movimiento Democracia en Europa del ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, el manifiesto enumera sus aspiraciones, como democracia, transparencia, pluralismo y muchas otras a las que ninguna persona cuerda se opondría. Sin embargo, no menciona el alma ni la dignidad humana.

Para una organización que habla de internacionalizar a la oposición, trabajando codo con codo con el senador estadounidense Bernie Sanders y recordándonos que la afirmación “no tienes otra alternativa” es una invención capitalista, me pregunto, como partidario de este movimiento, dónde están las palabras mágicas que podrían iluminar los rostros marcados por la lucha por la supervivencia.

Como hemos podido ver en Turquía, en Estados Unidos y en algunos países de Europa, los populistas de derechas alteran el pensamiento racional y atraen a las masas con movimientos que ellos mismos auspician. Sacan provecho de los comentarios nerviosos de la oposición sobre líderes despiadados, desmantelan instituciones y, por último, alteran la naturaleza del país para poder navegar como mejor les convenga cuando haya olas de locura política. Se trata de un problema global que necesita una solución global. Proteger la dignidad humana del peligroso llamamiento al orgullo del populismo en un contexto en el que se debe cuestionar el sistema económico mundial predominante requerirá grandes dosis de solidaridad.