La portada de mañana
Acceder
La declaración de Aldama: “el nexo” del caso Ábalos apunta más arriba aún sin pruebas
De despacho a habitaciones por 1.100 euros: los ‘coliving’ se escapan de la regulación
Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Theresa May se ha quedado sin argumentos para sermonear a Escocia sobre la autodeterminación

Hay días que quedan marcados en la historia. Dividen las eras y se los acaba recordando como el momento en que la historia dio un giro. El 29 de marzo amenaza con convertirse en uno de esos. Digo “amenaza” porque no puedo negar que para mí la puesta en marcha del artículo 50 por parte de Theresa May es un triste día para la historia del Reino Unido y de todo el continente europeo.

Creo en la independencia de las naciones, Escocia incluida. Pero también creo con firmeza en la interdependencia de las naciones: la necesidad que tienen los países de trabajar en conjunto para enfrentar los desafíos y aprovechar las oportunidades que pocos pueden aprovechar actuando por su cuenta. Por eso, una Escocia independiente siempre intentará trabajar de cerca con el resto, en las islas británicas y más allá. Por eso creo que el 29 de marzo es desalentador: es el día en que el Reino Unido empezó a darle la espalda a casi medio siglo de íntima cooperación con sus asociados en el continente europeo.

Por cálidas que sean las palabras de Theresa May acerca de mantener una relación cercana con la UE, el duro Brexit que al parecer tiene previsto la primera ministra implica el final de una era en la que nos hemos acostumbrado al fácil intercambio y traslado de productos, servicios y también personas.

Cuando el Reino Unido se unió al bloque en 1973, nadie se imaginaba la clase de Europa que tenemos hoy, una en la que no solo podemos comerciar libremente y sin barreras, sino en la que la gente puede vivir, trabajar y hacer negocios sin pensar en visados, permisos de trabajo y una infinidad de otras reglamentaciones.

Especialmente la gente joven da por hecho que puede viajar por todo el continente a voluntad. Cuando se cierre esa puerta, será un golpe tremendo para muchos, se mire como se mire. 

El Brexit, en especial el Brexit duro al que se llegó por la incapacidad de May de evadir los planes ocultos de la derecha con resabios del Ukip dentro de su propio partido conservador, amenaza con ser un acto de autoagresión de un nivel que prácticamente no se ha comprendido. Solamente a la economía de Escocia, el Brexit podría costarle más de 12.000 millones de euros por año hasta 2030, con un pronóstico de 80.000 nuevos desempleados en los próximos diez años. Esos efectos pueden multiplicarse de manera significativa en todo el Reino Unido.

El peligro para los servicios públicos, en particular para el Sistema Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés), es bien real. Ya hay advertencias por el impacto directo y negativo que puede provocar la falta de personas cualificadas para trabajar en el NHS. Siguen siendo terriblemente inciertas las consecuencias que tendrá para otros sectores clave, como la educación superior y la financiación de proyectos de investigación.    

Pero el Brexit no es solo una insensatez desde el punto de vista económico. También amenaza con socavar la capacidad de los países del continente para cooperar en temas de suma importancia, como el cambio climático y la seguridad.

La puesta en marcha del artículo 50 es también imprudente desde un punto de vista político y constitucional. Todavía está por verse cuál será el pleno alcance del Brexit sobre Irlanda del Norte, enfrentada hoy a la posibilidad de volver a ser gobernada directamente desde Londres.

Tampoco ha habido serias intenciones de hacer concesiones o de aceptar las propuestas para mantener a Escocia, cuyos ciudadanos votaron decididamente por permanecer en Europa, dentro del mercado único europeo. Por eso ahora debemos asegurarnos de que al pueblo escocés se le dé la oportunidad de elegir entre el Brexit duro que está siendo negociado y la independencia. 

El lugar de Escocia en Europa fue un tema central en el referéndum sobre la independencia de 2014. En la campaña por el “no”, muchos argumentaban que sólo un voto contra la independencia aseguraría el lugar de Escocia en la Unión Europea. Hoy esas palabras suenan desesperadamente vacías. 

El año pasado, el gobierno escocés fue reelegido con esta promesa en su programa: “El parlamento escocés debería tener el derecho a realizar otro referéndum (…) si hubiera un cambio importante y concreto en las circunstancias que prevalecían en 2014, como forzar a Escocia a dejar la Unión Europea contra nuestra voluntad”.

Ese programa fue respaldado con un porcentaje de votos jamás obtenido por ningún partido desde la devolución de poderes a la nación escocesa. Con la elección, el parlamento escocés volvió a tener una mayoría de representantes en favor de la independencia. Unido al resultado en Escocia del referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea, es una orden democrática innegable para que el gobierno escocés convoque un referéndum sobre la independencia. 

Esta semana, el parlamento escocés votó exigir al gobierno británico un debate formal sobre el proceso a seguir para que el pueblo de Escocia tenga la posibilidad de elegir su futuro. Sería democráticamente indefendible que la primera ministra niegue a Escocia su derecho a la autodeterminación después de haber dicho el miércoles que el Brexit era precisamente eso, un ejercicio de autodeterminación.

Desde que se celebró el referéndum del Brexit en junio, mi objetivo es buscar el debate y el mutuo acuerdo. La primera ministra dice que este no es momento para un referéndum sobre la independencia y yo estoy de acuerdo. Pero May también ha dicho que los detalles de la propuesta del Brexit estarán definidos en un período de entre 18 y 24 meses, la misma franja de tiempo que yo había indicado como apropiada para permitir a la gente de Escocia elegir su futuro.

Cuando llegue el momento de hacer esa elección, que llegará, habrá que elegir entre una Escocia independiente que mira hacia fuera y ocupa su lugar en Europa y el mundo; y un Reino Unido que mira hacia dentro tras la decisión casi inexplicable de retirarse a un aislamiento postimperial.

Traducido por Francisco de Zárate