Trump convierte la ayuda humanitaria en fango para su circo político

Con su distintivo color gris, los Air Force C-17 de EEUU que se dirigen al aeropuerto Camilo Daza de la ciudad colombiana de Cúcuta tienen una apariencia más agresiva que amistosa. Puede ser que esa sea la cuestión. Los almacenes de la ciudad no paran de acumular cajas de ayuda humanitaria etiquetadas con el distintivo USAid (la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), destinadas a que la oposición de Venezuela pueda distribuirlas pasado el cruce fronterizo.

Es una perspectiva que importa, porque, parece que estando en el punto álgido de una crisis humanitaria y política genuina en Venezuela, el gobierno de Trump tiene intención de crear la ilusión de que existe una secundaria. Los vuelos de sus fuerzas aéreas son una pieza más en el teatro político que ha montado en torno a la acumulación de ayuda, estancada por su disputa con el régimen de Nicolás Maduro, que se niega a permitir el paso a través de la frontera.

Este fenómeno parece una copia barata del puente aéreo de Berlín en los años 1948 y 1949, cuando la Unión soviética bloqueó los enlaces de transporte para los sectores de la ciudad que controlaban los aliados. Es la cruda ilustración (por si hacía falta una más) de cómo maneja EEUU el asunto de la ayuda en la era Trump: un período caracterizado por una visión global transaccional y políticas exteriores que parecen responder en mayor medida a los intereses personales del presidente que a la posición del país como un actor internacional.

Ningún presidente estadounidense ha sido tan rudimentario y evidente como Trump a la hora de usar la ayuda humanitaria como palanca global para establecer influencias, contando con que las políticas de asistencia de EEUU se han politizado desde que se aplicó el Plan Marshall en la época de la posguerra.

Si a las medidas de la administración de Trump se le pueden llamar doctrinas, y no una serie de impulsos egocéntricos destinados a llamar la atención, han demostrado carecer en los dos últimos años de cualquier pretensión de adaptarse a principios generalmente aceptados como humanitarios. Por el contrario, suelen favorecer a medidas populares que caen en saco roto y que terminan por cobrarse la efectividad de asuntos de mayor calibre en términos de política exterior.

Desde el principio, Trump ha calificado el desarrollo de la ayuda de EEUU como puramente transaccional, tal y como reiteró en la Asamblea General de las Naciones Unidas del año pasado: “Estados Unidos el mayor proveedor de ayuda extranjera del mundo por diferencia. Pero pocos nos dan algo a nosotros”.

Si los métodos de Trump resultan tan abominables es porque todos los presidentes, tanto republicanos como demócratas, han reconocido la importancia de la asistencia estadounidense. En plena discusión para aprobar la constitución de la USAid, fue John F Kennedy quien propuso reconocer oficialmente y no solo basar en factores morales que “la seguridad de EEUU se vería amenazada y su prosperidad puesta en peligro” en una situación continua de pobreza e inestabilidad generalizada.

Bajo el mandato de Ronald Reagan (y no la de un presidente demócrata), la entrega de ayuda por parte de EEUU llegó a su auge en las décadas posteriores a la aprobación del Plan Marshall: se llegó a destinar 0,6% del PIB. Reagan remarcaba, al igual que Kennedy, que “no es exagerada la extremada relevancia que tiene para Estados Unidos el desarrollo y la seguridad de los programas de ayuda”.

Y, sin embargo, mientras que Trump suele amenazar mucho más de lo que realmente llega a hacer en otros ámbitos, con el asunto de la ayuda humanitaria ha resultado cumplir sus advertencias. Un ejemplo es Palestina, donde ha ralentizado la entrega de asistencia crucial a modo de cuentagotas para obligar a los líderes palestinos a sentarse a negociar su adorado plan de paz para Oriente Medio.

Esto no quiere decir que Trump no se haya encontrado con impedimentos a la hora de aplicar sus políticas de asistencia en el extranjero. El año pasado, se vio forzado a abandonar su plan de retrotraer miles de millones de dólares del presupuesto de ayuda exterior de EEUU esquivando al Congreso.

Todas estas ocurrencias arrojan luz sobre las verdaderas intenciones de amontonar la ayuda humanitaria en la frontera de Venezuela y Colombia. En realidad, los vuelos estadounidenses a Cúcuta representan mucho más que lo que Nathaniel Myers apodó como una tendencia preocupante de corto plazo sobre la “ayuda extrema” en un informe de 2015 dirigido al Fondo Carnegie para la Paz Internacional. Myers argumentaba que esto amenazaba con debilitar “la misión tradicional de desarrollo reconocida como imperante para el futuro de la seguridad de América”.

En vez, los vuelos representan algo más mezquino: una peligrosa artimaña para utilizar la ayuda con otros propósitos. “Los actos humanitarios deben ser independientes de objetivos políticos, militares o de otro tipo”, dijo al respecto el portavoz de la ONU Stéphane Dujarric a la prensa la semana pasada, en Nueva York.

Tal y como dijo un directivo del New York Times esta semana, “Trump está hablando por encima en nombre de los oprimidos. Su motivación suprema parece servir para asentar sus bases de extrema derecha y proclamarse a sí mismo un guerrero contra el 'socialismo', un villano que no solo asocia con las políticas radicales de Hugo Chávez (el predecesor y mentor de Maduro), sino también con las plataformas de algunos aspirantes presidenciales demócratas”.

Mientras las políticas de asistencia de EEUU en la era Trump se catapultan a un sitio incluso más oscuro, sus herramientas parecen convertirse cada día más en autoritarias que en democráticas.

Traducido por Naiara Bellio