El sábado se reunieron en Trafalgar Square, el centro de Londres, más de 10.000 personas. A cara descubierta, sin mascarilla, demasiado cerca las unas de las otras, para protestar contra lo que los carteles del evento calificaban de “nueva normalidad” del coronavirus: mascarillas, restricciones de apertura de locales y lo que algunos califican como “el fantasma de la vacunación obligatoria” o los pasaportes sanitarios que no respeten la privacidad.
El mensaje apunta hacia ideas libertarias al estilo de Estados Unidos, bajo la bandera de “Unidos por la Libertad” frente al control del Estado, pero el ambiente tiene un aire claramente de conspiración. Allí hablaron personal médico y de enfermería suspendidos por sus colegios profesionales por argumentar que el coronavirus es un engaño orquestado por quienes consideran “globalistas”.
A Piers Corbyn, veterano anti-vacunas y negacionista del cambio climático, se le sumó a última hora David Icke, conocido fabulador que ha escrito libros en los que se combinan las teorías de conspiración del antisemitismo clásico con inventos sobre reptiles de la cuarta dimensión.
Entre los manifestantes, hay mucha variedad de causas. Había pancartas anti-vacunas y anti-5G. Algunas camisetas y carteles aludían a QAnon, una teoría de la conspiración nacida en Estados Unidos y de tal barroquismo que incluso cuesta explicarla. Su premisa central es que Donald Trump libra una guerra clandestina contra una conspiración pedófila global desde su fortaleza rebelde en la Casa Blanca. Entre la multitud, hombres con banderas de Unión Británica de Fascistas. El mismo día, una protesta similar atrajo en Berlín a casi 20.000 personas y un grupo de extrema derecha intentó asaltar el Reichstag.
No costaría nada descalificar estos eventos como una mezcla aleatoria de egoístas y locos que se unen bajo la presión psicológica de los confinamientos. No es así. Si me aceptan una pizca de conspiranoia propia, estas protestas son menos espontáneas de lo que parecen. No son sólo un síntoma de la comprensible, aunque probablemente errada, frustración ciudadana derivada de todo lo que lleva meses sucediendo.
Representan una enajenación a medio y largo plazo de muchas personas que dejan de sentirse parte de una realidad compartida, de la esfera pública. Es probable que este incremento de las teorías de la conspiración y ocurrencias exóticas que, por otra parte, ya han penetrado en la política, haya llegado para quedarse una buena temporada.
Los grupos tan aparentemente dispares que organizan y participan en estas protestas forman parte de una coalición multiforme, cambiante, de conspiranoicos y extrema derecha. Uno de los principales organizadores de la protesta del sábado es un movimiento anti-5G con sede en el Reino Unido conocido como Stand Up X (o por sus imbatibles siglas: “SUX”). Según la organización Hope Not Hate, dicho grupo ya ha apoyado antes otras protestas menores de un grupo vinculado a Estados Unidos y que apoya a QAnon en Manchester y otras ciudades del Reino Unido. Dicen que forman parte de un número creciente de grupos “dispuestos a dejar de lado diferencias en cuanto a las creencias” para colaborar. Ciertas investigaciones periodísticas publicadas en Estados Unidos han mostrado los vínculos entre la extrema derecha y los grupos de Facebook que organizan protestas contra los confinamientos.
Todo esto es parte del popurrí de conspiraciones y extrema derecha que emerge en la política actual. Las conspiraciones siempre han tenido diversas capas superpuestas, pero en los últimos años el movimiento anti-vacunas se ha escorado cada vez más a la derecha mientras que los principales partidos de extrema derecha y los populistas de derecha se han vuelto cada vez más amantes de las conspiraciones.
En Italia, el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga Norte han comenzado a cuestionar la eficacia de la vacuna, al igual que el Frente Nacional en Francia. En Hungría, Viktor Orbán sugiere una y otra vez que el millonario judío George Soros siempre está a punto de inundar el país con migrantes. Y Trump afirmó esta semana que Joe Biden estaba “controlado” por “gente de la que nunca has oído hablar. Gente que está en la sombra más oscura”.
Las teorías de la conspiración generalmente tienen un componente antiautoritario: están en contra del Estado, o de los illuminati que lo controlan todo o de los lagartos que controlan a los illuminati. Cada vez se entienden mejor como parte de lo que el académico Mark Davis ha llamado discurso “contra lo público”. Lo público significa la esfera pública y, en el caso de la extrema derecha, los populistas de derecha y los conspiranoicos, su causa se ve favorecida, dice Davis, por cualquier cosa que “desacate radicalmente las normas éticas y racionales que sustentan el discurso democrático”, socavando de hecho el debate racional y la confianza en las instituciones y el conocimiento experto de la élite que solía contribuir en gran medida a determinar realidades de consenso.
Para algunos, este discurso contra lo público proviene de un sentido de alienación de las instituciones tradicionales. En los últimos años, el aumento de la desigualdad y las crisis han sacudido el sistema. Que hay una serie de actores oscuros que mueven los hilos para conducir los acontecimientos mundiales es mucho más fácil de entender que los complejos sistemas financieros y políticos que determinan nuestras vidas. Para quienes están en el poder, como Trump, el autoengaño colectivo les permite ofuscar, culpar a otros, sembrar el desorden y erosionar todavía más la autoridad de las instituciones destinadas a controlarlos. Cuando lo que queda del orden tradicional se enfrenta a estas crisis de confianza –financiera, política o viral– la amplificación de las teorías que pasan por alto el pensamiento científico o el debate democrático exacerba aún más el declive de la confianza que queda.
Así, no importa tanto que la probabilidad de que los antivacunas que se manifiestan consigan algo o no. No van a evitar que la vacuna llegue y se utilice (una encuesta de Ipsos-Mori de esta semana mostró que el 85% de los británicos “están de acuerdo o muy de acuerdo” en que se pondrán una vacuna Covid-19, uno de los mayores porcentajes de aprobación del mundo). Pero suponen una carga de profundidad contra el poder establecido y actúan como andamio para que suban otros movimientos que aún ni siquiera existen.
No se sabe qué teoría dará el próximo salto a ese nuevo centro poroso que conforma el mundo de las conspiraciones. No habría apostado por QAnon, pero a principios de este mes Trump dio alas a los seguidores de QAnon, al decir que ha “escuchado que son personas que aman nuestro país” y esta semana The Telegraph publicó un relato asombrosamente crédulo sobre una de las afirmaciones favorita de QAnon - que los emojis de la pizza se usan como código secreto por parte de pedófilos que usan las redes sociales para abusar de los niños. Se esperaba que la crisis del coronavirus fortaleciera el Estado y las instituciones - los extremos del arco político parecían en declive - pero mientras este discurso tan vivo contra lo público siga prosperando en los márgenes, el choque con la esfera pública actual no va a disminuir.
Traducido por Alberto Arce