La vida en Kiev hoy: cuando no te olvidas de la guerra, pero “te cansas de tener miedo”
Los restaurantes vuelven a llenarse y las discotecas organizan fiestas diurnas porque sigue habiendo toque de queda y las sirenas antiaéreas suenan en la capital
Al caminar por este pequeño mercado callejero al aire libre en un bonito patio de Kiev, uno se puede permitir olvidar, aunque sea por un breve instante, que Ucrania está atravesando una guerra brutal y que hace no mucho algunos de los combates más sangrientos de este conflicto se producían a pocos kilómetros de la capital.
Un DJ pone música tecno, tan querida en una ciudad que se enorgullece de autodenominarse “la nueva Berlín”, mientras algunos venden ropa vintage.
Pero, si se escarba bajo la superficie, de inmediato queda claro que las trascendentales consecuencias de la guerra continúan dominando prácticamente todos los aspectos de la vida en Kiev.
“Todo el dinero que ganamos lo donamos a las Fuerzas Armadas. Estamos aquí para ellos”, dice Yana Koval en un puesto de ropa. Koval también vende souvenirs con mensajes contra la guerra y pulseras hechas a mano que ridiculizan al presidente de Rusia, Vladímir Putin. “Estamos intentando seguir con nuestras vidas. Pero el dolor siempre está ahí”, cuenta.
Casi cuatro meses después de que Moscú invadiera Ucrania, las señales de normalidad han comenzado a regresar a Kiev. Los controles antitanques se han retirado y las familias pasean por los numerosos parques de la ciudad. Las terrazas han vuelto a llenarse con kievitas bien vestidos que beben Aperol Spritz.
Hace dos semanas que la capital ucraniana no ha sido bombardeada, ya que Rusia se ha visto obligada a ajustar drásticamente sus objetivos militares. Hoy, la mayoría ignora las sirenas antiaéreas que suenan a diario.
“Nadie se olvida de la guerra”
La ciudad sigue teniendo un toque de queda que rige a partir de las 11 de la noche. Durante la tarde de un domingo reciente, se formaban colas frente a un club nocturno que ahora organiza fiestas diurnas.
“No te dejes engañar por todo esto, porque es obvio que seguimos en guerra”, dice Anna Levchuk, encargada de la pizzería Kometa. “Todo el mundo sigue hablando de la guerra. Todo el mundo está afectado o implicado de algún modo”, apunta.
Kometa, al igual que muchos otros restaurantes, cerró al inicio de la guerra y pronto se dedicó a cocinar para el Ejército y los hospitales locales. “Nuestro restaurante se está llenando de nuevo, aunque sigue más vacío que de costumbre”, cuenta.
“La gente está volviendo a tener citas y celebrar cumpleaños”, dice, y añade que comprende perfectamente que la gente necesite una forma de desahogarse.
Al entrar al restaurante, los visitantes se encuentran con una pila de postales que proclaman: “Rusos, váyanse a la mierda”. En casi todos los restaurantes y bares de Kiev ondea la bandera ucraniana o cuelgan carteles de apoyo a las Fuerzas Armadas del país. El arte antibélico y anti Putin puede verse en prácticamente cada esquina.
Justo al otro lado de la calle, Valeriy Shevchenko, director de una pequeña galería, relata que él también está viendo cómo su espacio artístico poco a poco vuelve a la vida.
“Kiev era una ciudad fantasma, pero la galería por fin se está llenando de nuevo”, dice. “Simplemente nos cansamos de tener miedo. Pero, por supuesto, nadie se olvida de la guerra”, agrega.
Debido al calor que ha descendido sobre Kiev durante las dos últimas semanas, algunos han optado por ir a las playas de la ciudad, a orillas del río Dniéper. Pero el peligro nunca está lejos. Las autoridades ucranianas han advertido a los ciudadanos del riesgo de que haya municiones no detonadas en lagos y ríos. Bajo la ley marcial, la población civil también tiene prohibido sacar sus propias embarcaciones al agua.
Hace unos días, un hombre que nadaba en una playa de Odesa murió delante de su familia tras pisar una mina naval que había sido colocada allí por las fuerzas ucranianas con el fin de disuadir a los rusos de asaltar la ciudad portuaria.
Y día a día se ven en Kiev enormes contrastes entre la apariencia de normalidad y la realidad de la guerra en curso.
De funeral en funeral
A unos pocos pasos de distancia de los bares y restaurantes, cientos de ucranianos se han reunido bajo la cúpula dorada del monasterio de San Miguel para el funeral del activista Roman Ratushnyi, que murió recientemente en combate cerca de Járkov.
Ratushnyi fue uno de los manifestantes estudiantiles golpeados por la policía durante la primera noche de la revolución europeísta de Maidán, en 2013. La decisión del presidente prorruso Víktor Yanukóvich de reprimir las manifestaciones estudiantiles no tardó en desencadenar mayores protestas y acabó por provocar la huida de Yanukóvich desde Kiev a Moscú.
Desde entonces, Ratushnyi era un activista popular y decidió unirse a las Fuerzas Armadas ucranianas al comienzo de la guerra.
“Todos nuestros hombres más brillantes y valientes están muriendo. El coste de la guerra para la sociedad es inmenso”, cuenta la activista Ivana Sanina, de 23 años, mientras apenas puede contener las lágrimas.
La muerte de Ratushnyi se ha convertido en símbolo de los estragos que la guerra ha causado en su joven y prometedora generación. “Era la voz de la nueva Ucrania independiente. Tenía un gran futuro por delante”, dice Sanina.
Se cree que el número de ucranianos que mueren cada día en el campo de batalla asciende a 200. Mientras tanto, los combates se han convertido en una prolongada guerra de desgaste, sin un final inmediato a la vista.
“Estaba en el funeral de otro amigo cuando me enteré de lo de Roman”, dice la fotógrafa Valya Polishchuk. “Estos días voy de funeral en funeral”, relata.
Polishchuk asegura que le alegra que Kiev esté volviendo a la vida, pero pide a los demás no darse por satisfechos. “No podemos olvidar lo que está pasando”, dice, antes de arrodillarse frente al coche que transporta el cuerpo de Ratushny.
Tranquilidad momentánea
Mientras se pone el sol, un grupo de hombres y mujeres juega al bicipolo en el velódromo de Kiev.
El estadio, que data de 1913 y es una de las instalaciones deportivas más antiguas de Kiev, permaneció cerrado durante meses, por lo que Artur Kulak y sus compañeros no pudieron practicar su amado deporte, un juego similar al polo tradicional, pero en el que se utilizan bicicletas en lugar de caballos.
“Es agradable venir y olvidarse de la guerra. Hacer lo que más te gusta”, dice Kulak mientras recupera el aliento sentado en el banquillo.
Su equipo ahora tiene dificultades para reunir gente suficiente para jugar después de que algunos de los amigos de Kulak se presentaran como voluntarios para luchar en el frente.
La práctica de este deporte hizo que Kulak recordara los días de antes de la guerra, cuenta, aunque no tarda en reconocer que esa sensación no dura mucho: “Después de los entrenamientos, me siento muy feliz, mi mente se resetea por completo. Y entonces suenan las sirenas, y pum, de repente vuelvo a la realidad”.
Traducción de Julián Cnochaert.
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