Cuando Donald Trump llegó a Monessen, en Pensilvania, hacía medio siglo que un candidato a presidente no pisaba la ciudad. Kennedy la había visitado en 1960 cuando era un pujante núcleo industrial con 18.000 habitantes y Trump se encontró en 2016 un pueblo deprimido de apenas 7.000. Entre medias había cerrado la planta siderúrgica que daba empleo y sentido a una ciudad artificial, fundada estratégicamente al pie de un río, junto a una autopista y una vía de tren, con la idea de ser una gran fábrica que surtiera de más acero a la capital mundial del acero: Pittsburgh.
Pero el acero ya no es lo que era y Trump quiso hacer de Monessen un símbolo. Por eso fue hasta allí y apareció en el escenario rodeado de bloques de metal prensado. Su “hacer a América grande otra vez” pasaba por prometer a la gente de Monessen y a la de otras tantas ciudades industriales decaídas que si llegaba a presidente haría retroceder el reloj. Que volverían las fábricas y los empleos bien pagados. Que la culpa era de Obama y de México y de los chinos, pero que con él iban a cambiar las cosas. “Podemos darle la vuelta. Y podemos hacerlo deprisa”.
Hoy he llegado a Monessen, dos años y medio después de Trump. Mientras conduzco por el centro de la ciudad, es difícil pensar que las cosas hayan mejorado. El edificio contiguo al ayuntamiento está tapiado y con todas las ventanas rotas. A lo largo de la calle principal se suceden los comercios cerrados y los edificios en ruina. Pasan muchos coches, pero ninguno se para. Igual que hace dos años, más de la mitad de la ciudad parece haberse quedado atrapada en el año 1986, cuando cerró la planta siderúrgica. Parte de la ciudad y también muchos de sus habitantes.
“No han superado el luto”, me cuenta Matt Shorraw, el alcalde milenial de Monessen, cuyos abuelos se conocieron cuando trabajaban en la planta. “Cuando la siderurgia cerró en 1986, despidieron a la gente y les dijeron que no se preocuparan porque volverían a abrir. Pasaron los años y ellos seguían diciendo ‘volverá a abrir, vamos a estar bien’. Y cuando derribaron la fábrica a mediados de los 90 aún decían: ‘lo hacen para construir una nueva’. No lo superaron”.
El día en que Trump visitó la ciudad, Matt aún no era alcalde. Tenía 26 años y estaba en la acera de enfrente del mitin, organizando una protesta contra Trump. Su antecesor, un sindicalista demócrata de casi 80 años, era quien había invitado al candidato a la ciudad. “Trump se aprovechó de la nostalgia de la gente mayor y les dijo ‘voy a reabrir la siderurgia’. Pero ahora todo está automatizado. Incluso si reabrieran la misma planta que en los años 40 empleaba 7.000 personas, hoy necesitarías una ingeniería para hacer la mitad del trabajo. De todas formas, mucha de la gente que tiene esa nostalgia es demasiado mayor como para trabajar allí”.
Muchos de los jóvenes se han marchado de Monessen y los que encuentro tienen pocas ganas de hablar de política. Recuerdan el paso de Trump por la ciudad, pero no tienen mucho interés en las elecciones del martes. El alcalde, un licenciado universitario que vive de lo que gana reparando pantallas de Apple y dando clases de música, está decidido a quedarse en la ciudad. Cree que las de Trump fueron “promesas vacías” y que el futuro de Monessen no pasa por mirar al pasado. “Tenemos una planta de carbón que emplea a 300 personas. Son buenos empleos pero no creo que vaya a ir a más, así que en lugar de decir ‘volvamos a lo que éramos’ tendremos que educar a la gente para hacer cosas nuevas”. Hoy su obsesión es reparar algunos edificios del centro e intentar que se instalen allí una cafetería y un bar. “Cuando perdimos nuestra mayor industria, perdimos nuestra identidad. La ciudad necesita reinventarse. Ya no podemos ser la ciudad del acero. Tenemos que ser otra cosa, pero no sabemos qué”.