THE GUARDIAN

Tokio inaugura los Juegos Olímpicos entre dudas, machismo y contagios

Justin McCurry

Tokio —
22 de julio de 2021 22:07 h

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La alegría y la expectativa con que se recibió en 2013 la decisión del Comité Olímpico Internacional de elegir a Tokio como sede de los Juegos Olímpicos de 2020 parece de otra época, por no decir de otra década. 

Este viernes, la primera dama estadounidense Jill Biden y poco más de 1.000 invitados verán la llama olímpica encenderse en un estadio casi vacío, mientras la población del país se prepara para unos Juegos Olímpicos que pocos quieren y que muchos temen, por la posibilidad de que dejen un legado de salud pública que empañe los logros deportivos. 

Mientras el mundo sigue luchando contra el coronavirus, quizás es pertinente el hecho de que la candidatura de Japón triunfara en parte debido a otra tragedia humana: el terremoto y el tsunami que arrasaron la costa noreste de Japón en marzo de 2011 y desataron el accidente nuclear que llevó a un triple desastre en Fukushima.

Si el entonces primer ministro nipón, Shinzo Abe, logró convencer a los miembros del COI de que Fukushima estaba “bajo control” –para sorpresa de muchos evacuados que seguían desplazados– Japón no ha estado bien preparado para evitar los baches de tamaño olímpico que han aparecido desde entonces en el camino hacia Tokio 2020. 

Envueltos en polémica

Aparte de las disputas por la escalada de costes que ya son un rito de iniciación en los preparativos olímpicos, los organizadores se han visto zarandeados por acusaciones de sobornos durante la fase de licitación, una polémica de plagio en relación al logo original de los juegos y el rediseño completo de la pieza arquitectónica central del evento, el estadio principal de 1.200 millones de euros.

En los últimos meses, los preparativos han sacado a la luz las dificultades que tiene Japón para estar a la altura en cuestiones de igualdad de género y diversidad, valores plasmados en la Carta Olímpica. En febrero, el entonces presidente del comité organizador, Yoshiro Mori, uno de los primeros ministros japoneses más impopulares de la posguerra, dimitió a regañadientes por sus comentarios machistas.

El mes siguiente, Hiroshi Sasaki, director artístico de las ceremonias de apertura y clausura, tuvo que dimitir tras asociar a la actriz Naomi Watanabe, que iba a participar, con un cerdo.

Este pasado sábado hubo más momentos bochornosos, después de que los medios de comunicación japoneses informaran de que el músico Keigo Oyamada, miembro destacado del equipo creativo de la ceremonia de apertura, reconoció haber acosado a compañeros de clase con discapacidad y restó importancia a esos incidentes, entre risas, en entrevistas de los años 90. Oyamada, más conocido por su nombre artístico Cornelius, pidió disculpas. Pero la oleada de críticas ha terminado con su dimisión.

El enésimo escándalo que salpica a los Juegos Olímpicos ha llegado un día antes de su inauguración, y dos días después de la renuncia del compositor de parte de la música que iba a ser empleada en la ceremonia. El responsable escénico de las ceremonias de apertura y cierre, Kentaro Kobayashi, ha dimitido tras las críticas recibidas por unas grabaciones de 1998 de una actuación en la que bromeaba sobre el holocausto.

Unos Juegos Olímpicos sin precedentes

Sin embargo, nada ha igualado a la pandemia a la hora de fomentar la duda y la división. Después de que los Juegos Olímpicos se pospusieran por primera vez en tiempos de paz en marzo de 2020, por momentos pareció casi seguro que el coronavirus haría pasar a la historia a Tokio 2020 como los “casi juegos”. 

Pero aquellos que creían que ni siquiera el COI iba a imponer el evento en un país anfitrión cada vez más escéptico y temeroso, no contaban con la determinación de la organización a la hora de asegurarse los miles de millones de dólares por derechos de emisión.

Mientras los sondeos mostraban que la mayoría de los japoneses querían que los Juegos Olímpicos se pospusieran otro año más o directamente se cancelaran, el COI siguió su colosal marcha, ayudado por los organizadores locales y por un primer ministro, Yoshihide Suga, que prácticamente admitió no tener poder para pisar el freno.

Ahora que parece no haber marcha atrás para el inicio del 23 de julio, el movimiento olímpico va a presidir unos juegos sin precedentes.

Como Tokio está pasando por la quinta ola de contagios –que ha llevado a restricciones muy impopulares a la hora de comer fuera de casa que se mantendrán incluso después de las Olimpiadas–, casi todos los eventos se celebrarán a puerta cerrada. 

Los habitantes de la capital se ven ahora en la poco envidiable situación de que las autoridades les pidan seguir por televisión un evento que han ayudado a financiar y durante un estado de emergencia necesario para unas Olimpiadas que la mayoría no quiere.

El virus ha burlado los meticulosos preparativos en todo momento, logrando incluso alterar los campos de entrenamiento y el relevo de la antorcha olímpica, que en tiempos normales era el gran símbolo que anticipaba el evento, pero este año entró en su etapa final en Tokio casi escondida de la vista del público.

La pandemia como protagonista

En su empeño de seguir adelante con los Juegos Olímpicos, los organizadores, el COI y el Gobierno de Japón cuentan con que el deporte brinde la distracción que la gente necesita desesperadamente tras 18 meses dramáticos de pandemia.

Suga dijo la semana pasada que la mera imagen de los mejores atletas del mundo –distanciados de la población de la ciudad e incluso de otros deportistas– compitiendo por las medallas “conmoverá a los niños y a las generaciones jóvenes”. “Mientras nos enfrentamos a los grandes desafíos impuestos por la COVID-19 en todo el mundo, es más importante que nunca enviar el firme mensaje de que estamos unidos y superaremos esta crisis gracias a nuestros esfuerzos y a la sabiduría de la humanidad”.

Sin embargo, Suga –cuyo propio jefe médico le advirtió que celebrar las Olimpiadas durante una pandemia era “anormal”– debe saber que el deporte no será el único protagonista de los Juegos Olímpicos, aunque él insista en decir que serán “seguros”.

Después de todo, los rostros radiantes de los atletas a quienes el impopular Suga ha encargado rescatar a Tokio 2020 –y a su propio Gobierno– de la humillación estarán cubiertos por mascarillas cuando reciban las medallas que deberán ponerse ellos mismos en el cuello.

Los periodistas que han llegado a la ciudad se han sentido ofendidos por las advertencias “agresivas” de no romper las estrictas normas sobre sus movimientos, mientras que las agencias de noticias ya están llevando el cómputo de los contagios relacionados con las Olimpiadas, incluido el descubrimiento el pasado sábado del primer caso de COVID-19 en la villa olímpica, sumado a los 87 contagios entre personas vinculadas a los Juegos.

“Estamos haciendo todo lo posible por prevenir un brote de COVID-19”, dijo a los periodistas el sábado pasado Seiko Hashimoto, siete veces olímpica y sucesora del desprestigiado Mori como presidenta del comité organizador, cuando le preguntaron por los temores de que Tokio 2020 pueda convertirse en un evento supercontagiador.

Poco después de que el tenista australiano Nick Kyrgios y su compatriota Liz Cambage, que iba a competir en baloncesto femenino, se retiraran alegando ansiedad por competir en la burbuja olímpica, Hashimoto lo hizo un poco mejor que Suga al intentar reflejar el ambiente.

“Probablemente quienes vengan a Japón estarán muy preocupados. Lo comprendemos”, dijo el sábado. Y también, es justo decirlo, lo están millones de tokiotas.

Traducido por Lucía Balducci.

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