Ir a ver una película política supone entrar en la sala de cine cargado con una gran mochila de expectativas. No importa que se trate de cine político puro y duro, basta con que la cinta abandere una causa de cierto impacto social: en este caso, la lucha por la igualdad [salarial, para empezar] entre hombres y mujeres. Da lo mismo. Es casi obligatorio que lo que se ve en la pantalla supere lo que se espera previamente. Y no nos referimos al nivel de calidad artística del cine que vemos, no, lo que queremos es más madera. Queremos que la película refuerce nuestras posiciones, que nos dé completamente la razón. Salir aún más convencidos que cuando entramos.
La batalla de los sexos falla ampliamente en ese terreno. Y, por hacer de nuevo la distinción, no es que no sea entretenida [que lo es] o que no esté correctamente rodada o interpretada [que lo está]. Es que agarra la lucha feminista con las manos llenas de aceite, y la causa se resbala. Se escapa entre nuestros dedos como si fuera un mero artificio para hacer avanzar la trama. Y eso no es que esté mal, pero no es a lo que hemos venido. La decepción llega. En lugar de presenciar cómo Billie Jean King, la ganadora del US Open femenino de 1972, derrota dialéctica y deportivamente a Bobby Riggs, el excampeón fanfarrón, los directores parecen más inclinados a señalar hacia el interior de la protagonista, sus dudas sexuales y sus miedos.
Jonathan Dayton y Valerie Faris, los directores de Pequeña Miss Sunshine y Ruby Sparks, escogen para la película un hito del showbusiness que tuvo lugar en 1973. Riggs [Steve Carell], extenista profesional, retó ante las cámaras a Billie Jean King [Emma Stone] a un partido de tenis destinado a demostrar que las mujeres no pueden jugar en las mismas pistas que los hombres. El revuelo mediático y deportivo que se generó está presente en la película, pero buena parte del metraje se empeña en conducir al espectador hacia la vida íntima de King, que bien habría servido de base para una película distinta [no en vano ha sido durante décadas una ardua defensora de los derechos LGTB].
Las aceradas réplicas de Stone, sosteniendo los argumentos de una mujer profesional en un contexto machista, se nos quedan cortos; las contradicciones de una sociedad americana aún muy enferma de testosterona parecen anecdóticas. Eso sí, como decíamos más arriba, en el plano estrictamente narrativo La batalla de los sexos sí funcionaLa batalla de los sexos, se ve con facilidad y demuestra, una vez más, que con una mirada y media sonrisa Emma Stona puede secuestrar a todo un patio de butacas. No les convencerá en torno a ninguna causa, pero las dos horas se les pasarán volando.