El país del sol naciente se enfrenta al reto de superar la mayor catástrofe de su historia reciente. No en vano los japoneses vivieron en dos minutos del pasado 11 de marzo el cuarto terremoto más intenso de la historia, por detrás de otros grandes igual de destructivos. El azar quiso que, justo un mes después, el minuto de silencio y homenaje a las 12.000 víctimas mortales y los 13.000 desaparecidos quedara roto por el estruendo de un nuevo seísmo de 7,1 grados en la escala de Richter. El nuevo terremoto del 11 de abril no tuvo la misma intensidad, pero devolvió el recuerdo aún reciente a los millones de personas afectadas por el movimiento de tierra y el tsunami que, según los últimos estudios de la Universidad de Tokio, pudo alcanzar una altura de 32 metros en su camino destructor hasta alcanzar la costa.
Entremedias de este mes han pasado 30 días en los cuales muchas cosas han cambiado en la sociedad japonesa, por ejemplo su opinión ante la energía nuclear como fuente de abastecimiento principal. A lo largo de estas semanas se han multiplicado las manifestaciones de japoneses contrarios al uso de la energía atómica, ciudadanos que se replantean la seguridad de vivir en un país sembrado de centrales nucleares, que desde el 11-M funcionan a medio gas por problemas en sus sistemas de refrigeración. Y, sobre todo, Fukushima. Ese es el nombre de la catástrofe, que iguala ya a Chernóbil. La Agencia Japonesa de la Energía Atómica ha elevado a categoría 7 la grave situación que se desató en la central nuclear, que lleva el mismo nombre de la prefectura que la alberga. Desde 1986, cuando tuvo lugar el accidente de Chernóbil no había sucedido nada igual. Este paso hacia delante reconociendo que la situación es muy grave se debe principalmente a la cantidad de agua contaminada que ha salido al mar multiplicando la radioactividad en las costas orientales de Japón, con el consiguiente efecto contaminante en sus productos marinos. Toda una catástrofe económica para un país que es uno de los primeros productores, exportadores y consumidores de pescado y de algas, elementos básicos en su alimentación.
Fukushima también ha tenido en vilo a toda la población, pero sobre todo a los habitantes del entorno de 20 kilómetros a la redonda que han tenido que huir con lo puesto. Un perímetro de seguridad, que al cumplirse un mes se ha ampliado hasta 30 porque la situación sigue siendo la misma: peligro e incertidumbre, que en cifras son más de dos millones de personas desplazadas y acogidas en albergues improvisados en los que, como todo en la sociedad nipona, los afectados intentan empezar de cero una vida normal. Hasta ellos llegaron las condolencias de los emperadores, cuyas salidas del palacio imperial son escasas por no decir nulas. Sólo Kobe, de nuevo otro gran terremoto, les removió para salir del recinto palaciego e interesarse por los suyos. Se sentaron junto a ellos, les preguntaron si era cómodo dormir en esterillas entre cuatro paredes de cartón levantadas al calor del techo de un polideportivo, y con la atención de los servicios de emergencia que les acompañan día y noche.
Se ha visto llorar a Japón en estos largos 30 días. Y expresar un sentimiento para una sociedad tan encorsetada y rígida como la nipona no es cosa fácil. Los japoneses se educan en unos valores cuya máxima es no expresar en público sus emociones, especialmente las tristes porque socialmente se considera una falta de respeto al prójimo, al que puede afectar la situación de malestar personal. Pero los japoneses han llorado al descubrir el destrozo que el terremoto ha provocado, por fuera y por dentro. Ahora toca la reconstrucción, que afronta un Gobierno con una economía maltrecha y que tiene que buscar soluciones para esos dos millones de damnificados, las 210.000 viviendas sin agua corriente y las 160.000 sin suministro eléctrico. Es todo un drama que la Banca Japonesa afronta junto al Gobierno de Naoto Kan para evitar el colapso económico del país. Al menos, en esta semanas la empresa responsable del mantenimiento de la central nuclear, TEPCO, ha entonado un mea culpa y asumirá los gastos que arrastra el desastre de Fukushima.
Japón guardó silencio un mes después del tsunami, justo a la misma hora en que la tierra comenzó a temblar. Sin embargo, la catástrofe humanitaria se ha visto superada por la nuclear: 11 de los 51 reactores del país quedaron paralizados y aún hoy la central de Fukushima vierte controladamente al mar cerca de 11.500 toneladas de agua radioactiva, una situación embarazosa de explicar para un Gobierno que se ha desplomado en las elecciones locales del 10 de abril por la difícil gestión de la crisis y los fallos en la previsión y la comunicación del estado de Fukushima.
La contaminación ha llegado a los productos básicos como la leche, el pescado, verduras y agua lo que ha afectado a las importaciones amenazando el futuro laboral de millones de japoneses que se han lanzado a las calles para protestar por una energía que no eran tan segura como ellos creían. Japón tiene ante sí el drama y el reto de superar la mayor catástrofe de su historia.