De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera
Rata come rata
- Decimotercera entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
El mensaje, enviado desde la dirección ratacomerata@gmail.com, dice así:
“Ha llegado a nuestras manos un material delicado, muy delicado, sobre usted. Un pendrive dejado en el buzón. Contiene una grabación con cámara oculta, no muy nítida pero se le reconoce perfectamente. ¿Qué hacemos con este material? Somos un modesto medio digital. Quien nos lo entregó debió de pensar que lo publicaríamos, quizás somos su última opción después de que otros no se atrevieran. Hemos dicho ”material delicado“, pero digamos mejor ”material extremadamente delicado“. No hace falta que le digamos qué hay en esa grabación, usted ya lo imagina. Pero tranquilo, no lo vamos a publicar, lo tuvimos claro nada más ver el vídeo. Tampoco vamos a difundirlo por otras vías, ni dárselo a nadie. Ni siquiera se lo devolveremos a quien nos lo envió. No es por aprecio hacia su persona: decir que usted nos provoca repugnancia sería quedarse muy corto. Pero nosotros no somos como ustedes, no somos cloaca. No usamos material obtenido de forma ilegal y que afecta a la intimidad de alguien, por canalla que sea ese alguien. Sabemos que, de ser usted quien recibiese un material así sobre un rival político, no dudaría en utilizarlo. Pero no somos cloaca. No vamos a extorsionarle. De hecho, vamos a entregárselo a usted, antes de que caiga en manos menos escrupulosas. Pero, y aquí viene el pero: hay una condición para entregárselo. Un pequeño capricho que queremos darnos, llámelo si quiere justicia poética. No pensaría que iba a ser tan fácil, ¿no? La condición es que lo recoja usted mismo, al amanecer de pasado mañana, en el lugar que le indicamos al final de este mensaje. Y debe acudir solo. Si no cumple esta única condición, no habrá trato. Y no nos hacemos responsables si este material cae en otras manos…”
Una broma. O una trampa. Es lo primero que piensa al leer el mensaje. Una broma sin gracia. Una trampa burda, habría que ser muy cretino para caer. ¿De verdad esperan que muerda un anzuelo tan grotesco? ¡Por favor! Aficionados, eso es lo que son. Unos pobres aficionados. No hay más que ver el sitio propuesto para la entrega. ¿Por quién le han tomado? Justicia poética, dicen, qué ingenuos.
Por supuesto no va a acudir. Solo faltaría. Tampoco se toma la molestia de responder, mejor la indiferencia. Y no va a perder un minuto en averiguaciones, no pedirá favores a ningún colega para que rastree el origen del mensaje y desenmascare a esos justicieros de pacotilla. Fin de la broma, fin de la trampa. Con un clic arroja el mensaje a la papelera.
Pasa la mañana en el despacho de casa, leyendo prensa. “Somos un modesto medio digital”, recuerda sonriente, mientras ojea en el ordenador diarios, portales, confidenciales, cada vez más pequeños, cada vez más “modestos”. Seguramente no son periodistas sino activistas, gente que trasnocha tecleando para estirar la ilusión de que hacen periodismo “comprometido”. Agotada la prensa, pone su nombre en el buscador. Mala idea: una larga lista de noticias, últimas horas, artículos de opinión y viñetas humorísticas sobre él y su relación con unos audios difundidos esta semana, una vieja historia de policías en misión especial. Nada nuevo, nada que no se haya contado antes, nada que le intranquilice, no más intranquilo de lo que ya está en los últimos meses.
A mediodía recupera de la papelera el correo.
“Hemos dicho ”material delicado“, pero digamos mejor ”material extremadamente delicado“. No hace falta que le digamos qué hay en esa grabación, usted ya lo imagina.”
¡Nada, no tienen nada! “Usted ya lo imagina”, la típica frase anzuelo para que la mala conciencia nuble el entendimiento del incauto y se precipite. ¿Quién no se sentiría apelado, quién no tiene un cadáver en el armario, un secreto inconfesable, su taloncito de Aquiles? Todo el mundo. Si solo fuese un cadáver, ríe, aunque el reflejo de la pantalla le devuelve una sonrisa rígida.
Por la tarde atiende llamadas de un par de periodistas de confianza. Le proponen que haga alguna declaración sobre las últimas informaciones. “No he hecho nunca nada ilícito, tengo la conciencia muy tranquila”, repite monótono. Uno de los periodistas busca complicidad, seguir la conversación ya no como periodista sino como viejo compañero de fatigas, pero él rechaza la confianza, cualquiera se fía hoy de un periodista por muy amigo que sea.
Pero con el segundo periodista es él mismo quien busca esa cercanía:
-Oye, entre nosotros, ¿hay algo más?
-¿Algo más de qué? –pregunta el periodista.
-Sobre mí. ¿Van a salir más cosas?
-Hombre… Hay rumores de todos los colores.
-Solo quiero saber si hay algo en circulación, algo serio de verdad.
-La caja está destapada, eso está claro. Hay gente con ganas de ventilar mierda, y tú estabas siempre en medio. Pero si me entero de algo delicado te aviso.
Delicado. Otra vez la palabra. “Extremadamente delicado”. Relee de nuevo el correo, que ya ha sacado de la papelera para conservarlo. Hace varias llamadas. Gente que le debe favores, de los que aún se fía, tantas guerras juntos. Pero no está seguro de que la línea telefónica esté limpia, así que no menciona el correo recibido y se limita a preguntar generalidades. Tampoco quiere transmitir una preocupación que aún cree no sufrir. Sus confidentes coinciden en tranquilizarlo: es todo ruido electoral, y tú estás bien cubierto, en cuanto pasen las elecciones todo el mundo se olvidará de ti.
En la cena pide a su mujer que apague las noticias. Pero el silencio del comedor es peor, acaba encendiendo el televisor, un concurso de adivinar palabras. “Con la R, mamífero roedor que vive en bodegas, establos y…”
No consigue dormir. No es el insomnio que le tortura hace meses, el de hoy resiste a la infusión y la pastilla. “Ruido electoral”. Quedan muchos días para las elecciones, y vamos a ritmo de revelación diaria. Seguramente dosifican las filtraciones para estirar la atención, pero desde el partido ya le avisaron de que viene tormenta y no habrá paraguas para todos. El partido. Gente que se la tiene jurada de hace años, y otros que no moverán ya un dedo por él, incluso preferirán dejarlo caer, teatralizar la limpieza interna. Primero te dejan fuera de las candidaturas, luego no te cogen el teléfono y acabas siendo “esa persona de la que usted me habla”. El vicesecretario le juró ayer mismo que ellos no están filtrando nada, cómo se le ocurría pensar algo así. Señor, líbrame de mis compañeros de partido, que de los enemigos ya me ocupo yo.
Grabaciones suyas tiene que haber, y muchas, piensa a las cuatro de la madrugada. Aquí todo el mundo graba a todo el mundo. El mejor seguro de vida. Rata no come rata. De algunas grabaciones ya le advirtió un comisario amigo, y cualquier día aparecerán. Pero ninguna le parece lo suficientemente delicada, y en ningún caso “extremadamente delicada”. Cada vez que su gente le revisaba el despacho salía un micrófono nuevo. ¿Cámara oculta? Cualquiera podía llevar una. Tantos momentos en su vida que no querría ver en el telediario de mañana. Como cualquiera, vaya. El que esté libre de pecado, etcétera.
La mañana le saluda sin haber pegado ojo. Dolor de cabeza, cervicales tensas y un pinchazo en la garganta, como un pequeño alfiler.
Lo primero que hace al levantarse es mirar el correo. Nada. Pone la radio y la apaga en cuanto empiezan a hablar del tema, que parece va a ser otra vez el tema del día, de la semana, del año. Llama a un ex comisario de los buenos tiempos, decidido ahora sí a pedirle consejo o ayuda, pero no le coge el teléfono, y cuando veinte minutos después le devuelve la llamada ya se ha tranquilizado, se limita a saludar y preguntar si hay novedades, devuelve el correo a la papelera.
Al salir de misa le pide a su escolta que le deje pasear un rato solo, llamará si lo necesita. El guardaespaldas se lo desaconseja, pero él se pone unas gafas de sol y un gorro de lluvia, y con esa facha de agente secreto de baratillo echa a andar, confiando en que el paseo siempre serena el alma.
Deambula casi dos horas, hablando consigo mismo, pasando revista a su historial, los momentos delicados, tantos después de años en el fango. Camina sin rumbo, o eso parece hasta que, no sabemos si consciente o involuntariamente –cuesta creerlo- se detiene y mira el nombre de la calle: es aquella donde está el lugar señalado por el correo anónimo, a donde deberá ir mañana si quiere recuperar el material delicado, extremadamente delicado, la broma, la trampa.
Qué tontería, se dice, y llama al escolta para que venga a recogerlo. Mientra espera, observa a la gente que pasa y le mira, su incógnito de gafas y gorro lo hace más llamativo. Un grupo de oficinistas se cruza con él. Se giran al pasar, cuchichean, él se aleja deprisa cuando le apuntan con los móviles, y finalmente le gritan “¡rata, vuelve a la cloaca!”
A mediodía no sale del despacho, pide que le traigan la comida, pretexta un principio de resfriado, evita el salón, la compañía, el telediario. Apenas prueba bocado, dedicado a hacer búsquedas en redes sociales con su nombre y ciertas palabras relacionadas. Encuentra un usuario de Twitter llamado “rata come rata”, y que ha escrito un enigmático, o más bien obvio, “A todo cerdo le llega su San Martín. Atentos a los próximos días”. Es un usuario nuevo, apenas tiene seguidores, escribe para nadie, o peor aún: escribe para él.
Mientras manosea indeciso el teléfono, imagina la conversación con el ex comisario. No le tomará en serio, se reirá de su inquietud. Una broma, le dirá. Una trampa para cretinos, le dirá. Pero también puede ser que el solo hecho de mencionar el correo ya levante la liebre. Fácil que el teléfono esté pinchado, el suyo o el del ex comisario, o que este mismo se vaya de la lengua y alguien acabe tirando del hilo y llegando hasta los autores del anónimo, sí, pero también hasta la grabación, caso de existir. No llama.
En la cena acepta el telediario con tal de no pronunciar palabra, pero imagina que un día, mañana mismo, la presentadora anuncia la última hora: la difusión de una grabación, un vídeo de cámara oculta, un material extremadamente delicado, y los ojos desorbitados de su mujer con el tenedor a medio camino de la boca, y la explicación que él tendría que balbucear, es una broma, una trampa, un montaje, van a por mí y son capaces de todo, confía en mí.
No hay quien aguante una segunda noche sin dormir, cuando además lleva semanas en que con suerte y mucha farmacia consigue dormir tres o cuatro horas. A las dos y media decide que sí, que mañana irá al punto de encuentro, todo con tal de despejar esta duda horrible. A las tres menos cuarto se convence de que es un disparate. A las tres considera preferible el ridículo al riesgo, por improbable que sea ese riesgo. A las tres y veinte piensa que podría ser una trampa pero de verdad, un atentado, en cuanto se levante llamará a la policía, presentarse como víctima de extorsión le beneficia. A las cuatro es evidente que no son ni siquiera aficionados, seguramente unos niñatos con ganas de reírse a su costa. A las cuatro y media decide que enviará al escolta. A las cinco menos veinte se cambia de pijama, empapado. A las cinco y cuarto se levanta, se viste a oscuras, los calcetines al revés.
Y aquí está ahora, con los zapatos encharcados y la sola luz del teléfono, preguntándose cómo ha llegado hasta aquí. ¿Cómo? Así: a paso rápido desde casa, casi tan rápido como el único deportista tempranero que se cruzó. Cuarenta minutos de caminata solitaria hasta alcanzar la calle mencionada en el correo, y el número de portal frente al que encontró la tapa sin encajar, a medio abrir. Miró hacia los dos extremos de la calle, nadie a la vista, edificios de oficinas a esta hora todavía apagadas. Con más asco que esfuerzo levantó del todo la tapa y la echó a un lado. Alumbró con el móvil el pozo ahí abajo, los peldaños metálicos. Se lo pensó mejor, evidentemente se lo pensó mejor, el insomnio y la inquietud no alcanzaban aún para delirio, se dijo que cómo era tan necio para morder un anzuelo tan obvio, si querían darle una lección ya era suficiente, adiós, y echó a andar de vuelta a casa, pero no había llegado a la esquina cuando se detuvo, subrayó la duda con brazos en jarra, para por fin volver sobre sus pasos, encender otra vez la luz del móvil, y sujetándolo entre los dientes descender los diez, doce peldaños verticales, hasta meter el zapato en el agua, si se puede llamar agua.
Sin dejar de repetirse lo imbécil que era, avanzó unos pasos, más asqueado que temeroso, en cada desecho flotante creía ver una rata de ojos ciegos. No sabía ni siquiera qué buscaba, una bolsa, una caja, pero estaba todo encharcado, nadie dejaría nada ahí abajo, se confirmaba la broma de mierda, la trampa de los niñatos, y él masticando el anzuelo aunque le aliviaba comprobar que no había pendrive ni por tanto vídeo. No se había dado aún la vuelta cuando oyó el arrastrar metálico de la tapa, el golpe al encajar en la abertura. Corrió, apremiado por el ancestral miedo a la oscuridad, a que se le cayese el teléfono al agua, desorientarse y no salir nunca más y ser devorado por alimañas, pero encontró en seguida la escalera, subió ansioso, empujó la tapa sin levantar un milímetro, la golpeó, confiado todavía en que un vecino madrugador la hubiese visto abierta y cerrado para evitar accidentes.
Y ahí sigue, en lo alto de la escalera, con las piernas agarrotadas por los minutos que lleva encaramado. Aliviado al comprobar la batería que le queda al teléfono y la cobertura suficiente para llamar ahora mismo a alguien y que venga a sacarlo, al escolta, al ex comisario, a su hermano, a quién le explicará cómo ha terminado metido aquí.
Va a salir, no tardará, solo tiene que llamar y pedir ayuda. Solo demora la llamada porque cree oír motores de coches arriba, voces, y no sabe si son los primeros repartidores del barrio o las unidades móviles avisadas por una llamada anónima, las cámaras preparadas, conectadas en directo, para recoger el momento en que la tapa se abra y asome con ojos ciegos.