Nevó anoche en Madrid como hacía 50 años que no nevaba y los madrileños se echaron a las calles para experimentar el raro goce de enterrar las botas en el blanco hasta hundir los tobillos. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, había pedido por favor que la gente se quedase en casa, pues el temporal era fuerte, de alerta roja, y había que evitar sustos. Ni caso. Niños y adultos bajaron a jugar, hacer muñecos de nieve y lanzarse bolazos en una noche de catarsis empañada por la situación en la Cañada Real, donde después del juego no había una vivienda con luz a la que volver para 2.000 menores, a la espera de que se instalen de una vez los generadores provisionales prometidos a última hora por el Ayuntamiento.
Salir a la calle a las 23.00 en medio del temporal, que fue arreciando conforme pasaban los minutos, era una idea sobre cuya prudencia podría tener reparos el ciudadano responsable. Un hombre verbalizó con vehemencia una duda parecida mientras miraba con cara de incredulidad, casi de desprecio, a dos coches (un Jeep y un Mini Cooper) que bajaban por la calle de San Quintín casi hasta la plaza de Oriente, donde no se puede circular tampoco cuando hace bueno. “¿Adónde van esos anormales?”, bramó. Los ocupantes no lo oyeron y acabaron dando la vuelta, un poco torpemente. Más o menos a esa hora aterrizaba en Pamplona el Real Madrid, cuyos jugadores estuvieron retenidos en Barajas dentro del avión durante cuatro horas, a la espera de que la visibilidad permitiese el despegue. La espera fue un “suplicio”, según El Correo.
A pesar de estos episodios de mal humor e infortunio, la estampa en la plaza de Oriente era de alborozo entre las decenas de personas que allí estaban. El reflejo de las farolas en la nieve multiplicaba la luminosidad y parecía que estuviese aún atardeciendo. Tres hombres, más cerca de los 40 años que de los 30, se reían mientras tiraban bolas a la estatua del rey preconstitucional Felipe IV. “Oye, que las estás pasando por encima y al otro lado hay gente”, reparó uno. El otro se rio como un chiquillo y repitió la operación.
Una mujer con un perro se regocijaba porque el animal estaba contento, en su hábitat natural por primera en su vida, posiblemente. “Es un husky, esto para él es el paraíso”, celebró. Antes de la calle Arenal, una pareja discutía bajo el alero de un edificio en lo que tenía todos los visos de ser la bronca de ruptura. Ella se arrojó al suelo y se puso perdida, luego se levantó e intentó abrazarlo a él, que parecía que se dejaba hacer, pero no; tras un breve intercambio de palabras, volvieron a la gresca. En ese momento daba la impresión de que la nieve caía de forma horizontal, directamente en la boca de no ser por la mascarilla, por lo demás empapada e inservible.
Subiendo por la calle de las Hileras se comprobaba uno de los riesgos del temporal. Las ramas de los árboles habían cedido y algunas estaban caídas sobre los coches aparcados. El conductor de un utilitario trataba más arriba, al inicio de la calle, de bajar por la vía, impracticable. Tres hombres que ascendían ayudándose de bastones de esquí le avisaron de que no lo intentase. El piloto empezó a sudar y el vehículo, sin cadenas, a patinar. Un vecino desde un balcón se reía sonoramente. A pocos metros, otro hombre trataba sin éxito de cubrirse con unos cartones para echarse a dormir, intentando que no se le empapasen. Cerca, en la Plaza Mayor, el frío invitaba ya a tomarse incluso un café con leche, pero evidentemente las terrazas estaban cerradas. Una pareja le ponía el toque final a un muñeco de nieve (bastante mejorable, Madrid es primeriza en este arte): una mascarilla de papel. A otro dúo le hizo gracia el gesto y le sacaron una foto.
En la Puerta del Sol, la policía. “Son las doce menos cuarto, tenéis media hora para iros a casa, luego no digáis que no avisamos”, prevenía un agente desde el coche a un grupito. No estaba claro aún a esa hora si la capacidad de dispersión de los aerosoles nevando a todo nevar es igual a la de un día normal, pero los funcionarios de policía municipal (algunos) estaban a priori dispuestos a que el toque de queda por el coronavirus siguiese siendo efectivo.
No intervinieron, sin embargo, en la batalla campal que había en la Plaza de Callao, que enfrentaba a unos divertidos muchachos, por así decirlo, con todo el que pasaba por allí. Lo más recomendable era ir pegado a la acera. Ya en la Gran Vía, los paseantes disfrutaban de la estampa de tener la calzada para su disfrute. Por un momento parecía que Madrid fuese una de esas ciudades pequeñas, sin tráfico, en la que los peatones mandan y los coches avanzan pacientemente y casi ni pitan para que quienes caminan se aparten. Un vehículo de limpieza viaria reconvertido en saladora-quitanieves avanzaba lentamente. “Es un día más”, comentó el conductor. Dos compañeros que iban a pie habían mostrado más entusiasmo minutos antes: “Es una noche magnífica, de lujo”. Con la circulación muy restringida, apenas se veían vehículos. Un coche (de nuevo un Mini Cooper) intentaba remontar la Gran Vía a velocidad de tortuga, forzando el motor.
La nieve se espesaba conforme se descendía hasta Alcalá y Cibeles, al revés que el gentío, que iba diluyéndose. En la parada de autobús, los paneles informativos prometían falsamente que en “más de 20 minutos” llegarían los buses de Hortaleza y Palomeras. La realidad es que el servicio estaba suspendido. Muchos autocares quedaron varados por la nieve y los conductores tuvieron que hacer noche dentro. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz-Ayuso, indicó en la red social Instagram que le gustaba una imagen de un grupo que intentaba empujar un autobús que patinaba. Fue una de sus escasas señales de vida en el día. Su plan de vacunación en fin de semana para alcanzar el ritmo de otras comunidades autónomas quedó frustrado, como tantas otras actividades esenciales. Mercamadrid, principal zoco de la ciudad, con 370 empresas, no abriría el sábado.
Llegando a Cibeles y por el paseo del Prado avanzaba un hombre joven, con zapatillas de deporte, sin calcetines, hablando a voces por teléfono: “Esto es una locura, 'brother', han cancelado los uber y los taxis”, exclamaba, con acento de Hortaleza. A su lado iba una mujer, que resultó ser rusa, y evocaba: “Para mí esto es tan, tan, tan normal. Pero lo echaba de menos, el ruido de la nieve”.
En la calle Atocha otra pareja de la policía local, uno alto, el otro bajo, rechinaba los dientes. “Cómo que periodista, no hay periodistas hoy en la calle, cómo sé que eres periodista. Vete a casa que ya vas una hora tarde”, despachó el alto. Casi en Antón Martín, un trabajador con mucha fe llamaba desde lejos con un vozarrón: “¡Amigo! ¿Cerveza?”. En Tirso de Molina unos chavales se mofaban de una pareja de basureros que esperaban a que amainase un poco debajo de la marquesina del autobús. “¡Hoy no hay trabajo!”, les espetó uno, consciente de que el servicio de recogida está suspendido, antes de recibir un bolazo de una amiga que iba unos metros por detrás.
Bajando hasta La Latina, cinco jóvenes posaban ante otro muñeco de nieve, este sí bien proporcionado y sonriente, que podría dar el pego en Dinamarca. Estaban eufóricos. “Es un día histórico”, celebraba uno de ellos, que insistía en chocar puños con quien pasaba cerca. Cada vez nevaba más y hacía más frío, y para el día siguiente se esperaba otro tanto. El alcalde había hecho otro llamamiento a medianoche: “La previsión meteorológica ha empeorado […] Pido a los madrileños que mañana, también, se queden en casa”.