La mayoría de contraventanas del número 18 de la calle Fray Luis de León están cerradas. Algunos buzones no tienen nombre y otros tienen el de antiguos vecinos. Solo once de los 25 pisos están habitados. “Te puedes imaginar la tristeza en la casa: por las cocinas no oyes a nadie y parece que estás sola en el desierto”, lamenta Alejandra. Tiene 85 años y lleva en este bloque 60. Cuando la empresa Urbania International compró el edificio a principios de 2017, 24 viviendas estaban ocupadas. Desde entonces, Alejandra ha visto con preocupación cómo se han ido vaciando poco a poco, según vencían los contratos de alquiler.
Ella y los inquilinos de los otros cuatro pisos de renta antigua, todos por encima de los 80 años y a los que los propietarios no pueden echar, están condenados a la soledad cuando sus vecinos más jóvenes, con contratos de alquiler, vayan dejando sus casas, contra su voluntad, de aquí a marzo de 2020. También, a la incertidumbre. Porque la empresa anuncia en su web que su objetivo es rehabilitar el edificio y construir en él 35 apartamentos en un barrio “muy atractivo, tanto para la demanda joven consolidada laboralmente, como para el turista que busca oferta de alojamiento de calidad”, con el objetivo de aumentar “el flujo de renta”. “Cómo lo van a hacer, no lo sé”, señala Alejandra. Pero lo cierto es que esta empresa posee varios edificios en la capital con la intención de rehabilitarlos en forma de apartamentos.
Todo, a pesar de que antes de comprar el inmueble a sus anteriores propietarios, los representantes de Urbania International prometieron a los inquilinos que nada cambiaría. Por eso, “cuando llegaron los burofaxes anunciando el cambio de propiedad, me quedé tranquila”, explica Eva, una vecina con contrato hasta abril, “pero a los dos días llegó otro diciendo que me tenía que ir en 20 días. Se sacaron de la manga que terminaba en 2017, como si se rigiera por la que estaba entonces en vigor y no la anterior, cuando yo había firmado”.
El contrato de Merche y Alberto acababa de renovarse automáticamente, por lo que tenían tres años más, hasta principios de 2020. Pero ellos, como el resto de vecinos, excepto los de renta antigua, también recibieron una notificación similar. Fue, recuerda Natalia, otra vecina, “un chorreo de burofaxes”. “Cada dos semanas enviaban uno. Para mí, que nunca había tenido problemas con mis caseros, era una situación muy estresante”, lamenta Eva. Merche sufrió “un cuadro de ansiedad, taquicardias, temblores y no dormía”, por lo que el médico tuvo que recetarle ansiolíticos.
Casas “insultantemente grandes”
“Sabíamos que teníamos derechos y que no era inmediato, que teníamos que revisar los contratos”, explica Magui, otra de las afectadas. Así, pidieron asesoramiento a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y al Sindicato de Inquilinas, contrataron un abogado y plantaron cara. “Fue una situación de muchísima tensión, con reuniones con representantes de la empresa donde se nos llamó okupas, se nos decía que vivíamos en casas ‘insultantemente grandes’ y que no era personal, sino negocios. ¡Claro que es personal, me afecta en lo personal!”, indica Natalia.
Finalmente, Urbania reconoció la legalidad de los contratos. “Excepto el nuestro”, explica Merche. Ellos fueron los últimos en irse por una cuestión de calendario. “Nuestros vecinos, que ya tenían lo suyo resuelto, de forma generosa, dijeron que o se reconocían todos o iríamos por lo penal, por un caso de acoso inmobiliario”, recuerda. El acoso o mobbing inmobiliario es una práctica que asociaciones en defensa del derecho a la vivienda llevan tiempo denunciando. Consiste en hostigar a los vecinos para que abandonen sus casas cuando un fondo buitre o empresa compra un bloque para especular con él.
“Cuando se quedan los de renta antigua, como por ley no pueden echarles, buscan otras maneras. Primero les ofrecen una cantidad de dinero irrisoria para que se vayan. Si se niegan, empiezan con obras, cortan la luz en zonas comunes... Hay un proceso que va de más amable a más violento, intentando que abandonen el edificio”, explica el portavoz del Sindicato de Inquilinas, José Luis Rodríguez, que mantiene que es una práctica “muy difícil de demostrar”, pero fácil de identificar: “Son obras que parecen para fastidiar”, sobre todo cuando las sufren personas mayores.
Algunos vecinos indican que durante los primeros meses les devolvían los recibos o les cambiaban los números de cuenta donde realizar los ingresos. “No sabes hasta qué punto juegan contigo; quieren que cometas un error”, indica Natalia. “Nos salvó que nos habíamos asesorado y que no nos dejamos atemorizar”, resalta Eva. También, la unión “como desahogo, porque estás con personas en tu misma situación, no te sientes solo y cuando a alguien le da el bajón, estás para apoyar”. “Es fundamental formar un bloque humano, porque es la única manera que tienes de defenderte”, añade Merche. Así, se constituyeron legalmente como la asociación ‘Bloque Arganzuela’, con la que ayudan a vecinos de otros edificios en situaciones similares. “Hay gente que no tiene recursos o la cultura o los conocimientos para saber que tiene derechos y le dicen que se vaya a la calle y se va”, explica Magui.
De 840 a 1.200 euros, por un piso similar
Gracias a esa unión, consiguieron una tregua que durará poco. Porque aunque admiten que la empresa propietaria ha dejado de presionar para que se vayan, todos tienen en mente que deberán dejar sus casas pronto. Mientras, ven como otros vecinos ya han tenido que hacerlo. Es el caso de Magui: “Mi contrato vencía en agosto de 2017 y nos tuvimos que ir. A mi marido le afectó muchísimo, porque esos últimos meses se sentía muy incómodo en casa, como si te estuvieran tirando. Habíamos reformado la cocina y cambiamos el suelo pensando que nos íbamos a quedar mucho tiempo”. Y la situación no supone solo un cambio de domicilio. Con el aumento del precio de los alquileres, también afecta al bolsillo. “Pagábamos 840 euros por ochenta metros cuadrados; ahora, por un piso similar, 1.200”, dice. Natalia y su pareja, Guillermo, creen que no se podrán quedar en el barrio; Eva asume que si lo hace tendrá que pagar más; y Merche y Alberto están pensando en irse de Madrid.
Son, como los denomina Eva, “desahucios silenciosos”. Ella y su pareja pagan 800 euros por un piso con dos habitaciones. “Ahora es una ganga, pero no es poco. Están consiguiendo que lo veamos como una ganga, pero no es así”, explica. “Hay muchísima vivienda retenida por fondos buitres para que el precio aumente y nos parezca normal”, dice. En su bloque ya hay 14 pisos vacíos.
En noviembre de 2017, PP y Ciudadanos tumbaron en la Asamblea de Madrid una Iniciativa Legislativa Popular para la creación de una ley urgente por el derecho a la vivienda. Entre las medidas que contemplaba, estaba la cesión obligatoria de las viviendas que estuvieran vacías al menos seis meses. Una medida que tampoco contempla el real decreto aprobado en diciembre de 2018 por el Consejo de Ministros, que sí aumenta de nuevo la prórroga obligatoria de los contratos de arrendamiento de tres a cinco años o siete en el caso de las personas jurídicas, pero no interviene los precios, y que para los vecinos del ‘Bloque Arganzuela’ es “totalmente cosmética”. “No se ha ido a la raíz del problema, no se han legislado las socimis [empresas cotizadas que se dedican a invertir en inmuebles con el objetivo de alquilarlos], hay cero garantías”, asevera Natalia. El precio del alquiler en Madrid subió durante el tercer trimestre de 2018 un 7,4% respecto al año anterior, según datos de Idealista.
“No hay vida”
Cuando estos vecinos con contratos de alquiler se vayan y queden solo los de renta antigua no saben cuál será el siguiente paso de los propietarios. Mover a todos al primero para iniciar reformas en los pisos superiores y cumplir así “la amenaza constante” de las obras; cambiar el ascensor, con la molestia que supondría para las personas mayores; o esperar. “Es un poco extraño, porque al principio tenían mucho interés, pero estamos en 2019 y no han puesto un ladrillo. Yo creo que ya no tienen un interés directo en utilizar el edificio, sino en colocárselo a otra empresa”, reflexiona Merche.
“Existe la idea de que la vivienda en alquiler es algo intercambiable. Mucha gente tiene la percepción de que no es tu casa de verdad. Para mi sí lo es. Hay mucha incomprensión, te dicen: ¿qué más da? Vete a otro piso. No se tiene en cuenta que puedes tener arraigo. Mi vecino ha vivido toda la vida en esta casa; sus padres han vivido aquí; él nació aquí. La comunidad de vecinos también es un valor”, enumera Merche.
Alejandra recuerda a otra vecina que se fue recientemente después de 28 años viviendo en el bloque; o a la pareja de ancianos que se conoció en el edificio y se enamoró en la pequeña plaza de enfrente. Recuerda también que sus suegros y sus nueve hijos vivieron en su piso antes que ella y su familia, durante la Guerra Civil, y que se refugiaban de los bombardeos en el mercado de Santa María de la Cabeza. “Echan a los vecinos y destruyen la historia de la casa y del barrio”, dice apenada. Una historia que se apaga poco a poco: “Estoy triste y preocupada. La casa vacía, ni un vecino en el ascensor, hace años que no se escucha llorar a un bebé. No hay vida”.