Tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera y económica, el sector español de la construcción de viviendas ha ido reinventándose. Por un lado, las constructoras buscaron refugio en lo público, nutriéndose de la privatización y/o externalización de sectores económicos como limpieza, zonas verdes, mantenimiento e incluso otros muy sensibles, que les eran totalmente ajenos, como la educación o la atención social. Y por si las deficiencias en estos servicios y peores condiciones laborales para los profesionales que en ellos trabajan fuera poco, en el otro lado nos encontramos a los promotores o comercializadores, que han virado su negocio hacia la “rehabilitación” de edificios para seguir especulando con lo que debería ser un derecho, la vivienda, mientras vecinos y vecinas son expulsados de sus barrios.
La escalera de Fray Luis de León 18, Arganzuela
La historia que ahora nos ocupa: todos los afectados son legítimos inquilinos que pagan religiosamente sus alquileres en un edificio de la calle Fray Luis de León del distrito de Arganzuela. Los anteriores propietarios de esta escalera, mal que bien, sí mantuvieron sus responsabilidades con el cuidado del edificio. Hasta que vendieron el edificio y los vecinos y vecinas recibieron la primera comunicación de sus nuevos caseros. No era un saludo, ni una bienvenida; eran burofaxes invitando al desalojo de los apartamentos. Burofaxes dirigidos a personas con contratos legalmente en vigor (algo ilegal). Todos los vecinos han seguido pagando sus alquileres, pero es la empresa la que rechaza los pagos y se los devuelve. Si logra echar a los que pueden plantear pelea ya será muy fácil echar a quienes tienen más protección legal pero más debilidad física y social: 6 personas de hasta 96 años y sus familiares, con contratos de alquiler de renta antigua.
Los vecinos y vecinas están sufriendo acoso inmobiliario por parte de la empresa, Urbania, que ha adquirido el edificio en el que viven, con el objetivo de reestructurar las viviendas –dividirlas, en definitiva, para que salgan más– y venderlo o alquilarlo a precios muy superiores. La propia empresa dice en su web que “el edificio se encuentra en un estupendo estado de conservación”. Solo enmascaran una operación económica y de ingeniería social que termina con la expulsión de determinadas poblaciones más o menos vulnerables, y las sustituye por otras con un mayor poder adquisitivo.
Por suerte, muchos de estos vecinos y vecinas han decidido organizarse para resistir, para protegerse unos a otros, para plantar cara a lo que a todas luces es una injusticia. En esa lucha contarán con todo nuestro apoyo, frente a la brutal subida de los alquileres y, en algunos extremos, casos como este en el que se expulsa a vecinos probablemente para intentar cobrarles más dinero a futuros arrendatarios y generar así una segregación clasista entre aquellas personas que pueden pagar y las que no.
Vecinos y vecinas expulsados
La historia es, desgraciadamente, cada vez más repetida. Un edificio histórico en la ciudad de Madrid que tenía una estructura de propiedad vertical, con un único propietario o familia de propietarios, ve cómo, con el paso de las generaciones, la propiedad se va subdividiendo y se hace más difícil la gestión del edificio. En el edificio resisten muchas personas mayores, que en ocasiones incluso han nacido en el propio edificio, y que son titulares de contratos de “renta antigua” (aquellos que garantizaban la estabilidad en la vivienda). Posteriormente han ido llegando otras inquilinas más jóvenes, cuyos contratos ya están sujetos a las diferentes leyes precarizadoras de 1985, 1994 o 2013, en las que los inquilinos no han dejado de perder derechos frente a los propietarios de las viviendas. Se trata de un maridaje perfecto para recortar derechos: un mercado de alquiler desregulado y el parque de vivienda social más insignificante de la Unión Europa, con sólo un 1,1% frente al 32% de Holanda o el 23% de Austria.
En ocasiones se produce un abandono deliberado de estos edificios por parte de propietarios que no realizan el mantenimiento necesario para que la vida en ellos se convierta en algo insostenible. Los inquilinos que viven en su interior se enfrentan a situaciones de precariedad, desperfectos en sus viviendas, suciedad, cortes de agua y luz, etc. Las viviendas van quedando abandonadas, pero también, en ocasiones, algunas personas sin acceso a la vivienda terminan ocupando estas casas vacías y se dedican, por lo general, a hacer reformas, limpiar, pagar el agua y la luz que no pagan los legítimos propietarios, cuidar a sus vecinos y vecinas y acompañarlos en su soledad y en sus necesidades. Sin ir más lejos, lo que habían hecho hasta ahora los residentes de Casas Rojas en Majadahonda, de donde este lunes 24 de abril fueron desalojadas 140 personas, entre ellas 20 menores sin alternativa habitacional.
El objetivo general de muchos propietarios de este tipo está claro: dejar que el edificio se muera, mientras que los inquilinos más jóvenes se marchan y los mayores fallecen. De este modo, los propietarios pueden venderlo al mejor precio posible a nuevos “inversores”, o incluso mejor, derribarlo para construir uno nuevo y así generar un “aumento del flujo de renta”, como al parecer se dice en la jerga de estas empresas especuladoras. Nos cuentan en su web que “la estrategia se centra en una mejora y aumento del número total de viviendas que permita un aumento unitario de las rentas por vivienda y a su vez un aumento en el número de rentas totales. La excelente ubicación, la demanda de producto en la zona y la flexibilidad en cuanto a poder albergar diferentes proyectos de negocio, representan una oportunidad de garantizar un buen retorno a la inversión”. Jerigonza pura y dura mientras los alquileres ya han aumentado en poco tiempo un 20% en el centro de la ciudad de Madrid.
Vecinos y vecinas organizados
El panorama es, por desgracia, bien conocido en todas las ciudades del Estado, siendo Barcelona quizá el caso más paradigmático. Incluso se ha popularizado y casi desgastado un palabro, cuyo uso hasta hace poco estaba reducido a especialistas en urbanismo y activistas sociales, como el de gentrificación o “elitización residencial”, la transformación de zonas urbanas mediante operaciones de marketing urbanístico que cambian las condiciones de vida de los barrios y los “revalorizan”.
A él añadimos el de turistificación: la conversión de los centros históricos de nuestras ciudades en parques de atracciones para turistas, llenos de franquicias de tiendas, lugares de ocio calcados unos de otros y donde las plazas hoteleras y apartamentos turísticos superan a la oferta de vivienda en alquiler para residentes, cuyo mercado se ve completamente distorsionado. En definitiva: violencia inmobiliaria y expulsión de la población más vulnerable que en ocasiones puede llegar a la violencia más física como ocurre con “Desokupa”. Estas cuadrillas de “asustavecinos” de alto porte físico y ligados a la extrema derecha y a grupos violentos está creando una verdadera alarma social en Barcelona y numerosos jueces no dudan en calificar a esta empresa como una organización criminal en toda regla.
Estos fenómenos necesitan de la respuesta social y vecinal. En Barcelona y Madrid existen experiencias incipientes como la de los Sindicatos de Inquilinos, que el 12 de mayo comenzará su andadura como herramienta fundamental para la defensa del derecho a una vivienda digna para todas las personas, la cual aplaudimos y esperamos se extienda a Madrid muy pronto. Pero también, por supuesto, todas las administraciones públicas tenemos una responsabilidad con este tipo de fenómenos, operaciones económicas y urbanísticas que expulsan a la gente de sus casas. Algo que se disfraza desde algunos discursos irresponsables como la gran oportunidad que representa la atracción de inversiones (más glamour todavía si son inversiones extranjeras), y que supedita toda política a convertir Madrid en un gran escaparate que atraiga a esa inversión. Todo vale: rebajas de impuestos, cambios de leyes y ordenanzas, inversiones públicas en publicidad y campañas de marketing urbano para construir la “marca ciudad”, etc.
Es cierto que nuestras herramientas son limitadas, pues sería necesaria una reforma en profundidad de la Ley de Arrendamientos Urbanos y unos mecanismos que hagan efectivo y exigible el derecho constitucional a una vivienda digna, que limiten la acumulación, el desuso, el abandono y la especulación. Algo que, de hecho, consigna la propia Constitución española en su artículo 47, pero que nunca se ha desarrollado normativamente. “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”. Queda claro que el único delito de estos vecinos de Fray Luis de León 18 es ser “inquilinos”, una suerte de perdedores para el mercado y las leyes.
Frente a esto es necesario imponer la máxima de que “la gente es lo primero”, las vecinas y vecinos de Madrid, y la garantía efectiva de sus derechos. A ello nos debemos y por eso hemos puesto freno a la venta de vivienda pública, hemos adoptado una nueva instrucción que impide que un bloque de viviendas de uso residencial pase a tener uso turístico dentro de la almendra central y hemos emprendido una apuesta decidida por la rehabilitación de vivienda mediante las subvenciones del Plan MAD-RE atendiendo a criterios de sostenibilidad medioambiental y recuperación de los barrios más vulnerables de nuestra ciudad. Solo apostando por la vivienda pública en alquiler y por otros modelos de tenencia de vivienda daremos respuesta a esa vulneración cotidiana de la ley y, sobre todo, el derecho humano a un techo digno.