La foto aérea del colegio público Aravaca no deja espacio a la duda: el centro asoma como una isla rodeada de grandes casas con patio y manchas azules que brillan con el sol. Desde el despacho de dirección donde Sonsoles Martín pilota las aventuras y desventuras del centro, con población mayoritariamente migrante, dicen que se escucha el chapoteo en las piscinas cuando se acerca el verano. Ningún alumno vive en esas casas, aunque sí las conocen porque sus madres trabajan allí en el servicio doméstico. Algunas como internas.
El colegio se sitúa en la frontera con el municipio más rico de España (Pozuelo de Alarcón) y tiene problemas para completar las aulas. Cada mes de mayo el mismo interrogante: ¿se apuntarán suficientes niños y niñas? Hay una clase por nivel. 160 alumnos y alumnas en total. “Ha habido años que hemos metido pasquines en los buzones para promocionarnos”, admite el equipo directivo. Valla con valla, el colegio tiene una escuela infantil pública del Ayuntamiento de Madrid que siempre está llena, pero esos bebés pocas veces continúan formándose en el colegio público adyacente. Aquí la competencia, como en el mercado de la oferta y la demanda, es feroz. Y la segregación escolar, entre ricos y pobres, una realidad.
Acortar la brecha con una escuela pública que actúe como ascensor social y mezcle al alumnado no es fácil en Madrid a la luz de los datos. Según un estudio publicado en la Revista de Sociología de la Educación, la Comunidad de Madrid es la región de España con los centros educativos más desiguales por nivel socioeconómico. Los ricos, con los ricos; y los pobres, con los pobres. Los resultados traducen la desigualdad en datos: casi la mitad de los alumnos y alumnas de 15 años tendrían que cambiarse de centro escolar para que los institutos tuvieran estudiantes de todos los estratos sociales.
El barrio Aravaca, el séptimo con más renta per cápita de España según el INE, padece la máxima expresión de esta segregación. En un kilómetro a la redonda del colegio Aravaca hay al menos seis centros concertados y carísimos privados. Entre ellos el Santa María de los Rosales, donde estudian la princesa de Asturias y su hermana, la Infanta Sofía. La mayoría de habitantes se decantan por opciones al margen de la escuela pública así que los pupitres del Aravaca se llenan, sobre todo, de los hijos e hijas de las empleadas domésticas que trabajan en las mansiones de la zona. Hay solo otro centro público más en la zona pero se ubica en una colonia de chalets unifamiliares construido en torno a un grupo vinculado a CCOO (Rosa de Luxemburgo).
“Aquí nos reinventamos todo el tiempo. Intentamos aportar siempre algo distinto, nuevo. Nos hicimos bilingües hace cinco años por eso. Vamos a la piscina, tenemos extraescolares... La competencia es tremenda, pero estamos orgullosas de salir adelante”. Hablan, intercaladas, la directora del centro y la jefa de estudios, Alicia Velicias.
Pese a las circunstancias, el colegio tiene unos resultados por encima de la media en algunas materias, según los datos aportados por el equipo directivo. Aunque aquí enseñar a leer y a escribir es solo una pequeñísima parte de un acompañamiento mucho más complejo. “Viene gente muy humilde. Somos pocos y eso nos permite conocer bien todos los nombres y todas las situaciones. Nos ocupamos mucho, además de lo académico, de los problemas de tipo emocional”, explica Velicias.
El equipo directivo habla abiertamente de las dificultades que entraña sacar adelante un colegio público en una zona de alto poder adquisitivo con tanta desigualdad. “Trabajar aquí es como un bautizo en la pública. Militamos casi. Nos sentimos valoradas y la relación con las familias, pese a las situaciones que viven algunas, es muy buena”, apunta Martín, que lleva 25 años trabajando como maestra en el centro.
“El miedo a que no tenga buen nivel es clasismo”
Pero lo que pasa dentro de sus paredes difiere mucho de las habladurías de fuera. “En el parque he escuchado comentarios de otras familias. Les da miedo que este colegio no esté a buen nivel, aunque yo creo que es clasismo y racismo”, dice Nadia Baibé. Es empleada doméstica y trabajó varios años como interna. Ahora, con tres hijos nacidos en España, sigue en la misma casa pero solo por horas. Dos de sus niños estudian en el Aravaca. “A mí me encanta que ellos, españoles de descendientes paraguayos, convivan con la riqueza cultural. Eso no se puede conseguir en cualquier colegio. Aprenden muchísimo”, sostiene.
En el colegio hay alumnos y alumnas que viven con sus madres internas; familias que comparten piso con otras porque los alquileres se les escapan de las manos y criaturas que hacen cada día trayectos de una hora en transporte público para ir a clase.
Como Marilyn, una niña de siete años que viaja en transporte público de Vallecas, donde vive con su madre Marta, a Aravaca. Marta dice que con su sueldo no puede permitirse un alquiler en el barrio y tampoco alguien que pueda llevar a la niña al colegio allí. Aun en Vallecas los números le salen muy apretados. “Los fines de semana viven en mi casa unas chicas de mi país que son internas y me pagan por la habitación. Sin eso, no podría”, asume. Ella también fue interna.
Las estrecheces económicas impregnan la idiosincrasia del centro, pese a sus alrededores repletos de lujo. Una proporción de los niños y niñas están atendidos por servicios sociales y también acuden al colegio los hijos e hijas de las mujeres que están en una casa de acogida próxima. “Todo esto nos ha estigmatizado. Aquí el trabajo es ímprobo. Si la escuela pública sirve para algo es para solventar las desigualdades. Y eso es lo que más nos gratifica”, dice Martín. Alicia, a su lado, añade: “Queremos que sean felices, más felices”.
Aquí, según las maestras, la segregación ya existía antes de que la expresidenta Esperanza Aguirre implantara la libertad de elección de centro educativo, uno de los factores que según el estudio han disparado la desigualdad en las aulas. “Hemos sido un centro que ha recibido desde el principio población migrante, la primera que llegaba hace 25 años a la zona”, recuerda la directora, Sonsoles.
Un cuarto de siglo encajando las agendas escolares con horarios imposibles de trabajo de las familias. A veces sin éxito porque, cuando las cuentas se estrujan y no llegan, lo primero en casa no son los aprobados. Lo primero es comer. “Vamos todas, escuela y familias, en el mismo barco. Estamos involucradas en lo mismo y es lo que tratamos de transmitirles”, resume el equipo directivo.
Crear el espacio adecuado que alimente esa fusión es otro reto. La entrada del centro está presidida por una reproducción del Guernica de Picasso. Una versión libre en color pintada por los niños y niñas. Enfrente, otro gran mural contra la violencia de género. Lucy in the Sky, de los Beatles, anuncia la hora de salida, aunque muchos se quedan después a actividades extraescolares hasta que sus madres pueden recogerlos.
Olga Ramos se presenta en la puerta del colegio a las cinco y media de la tarde a buscar a su niña. Ha vivido siempre en Aravaca y regenta una tienda. Sus tres hijos han pasado, uno detrás de otro, por el colegio y forma parte desde hace años del AMPA. La asociación de madres y padres que aquí solo sostienen las primeras. “Organizamos muchas cosas, como la fiesta de las culturas. Cada familia trae un plato de su país. La fama que tiene el cole es injusta”, se queja. “Vivimos aquí y ahora. No podemos pretender estar en otra sociedad, o que nuestros hijos lo estén”.