Alberto Sánchez y la Escuela de Vallecas: esculturas que fueron de Madrid al cielo

Hay artistas que dan forma a elementos característicos de una ciudad sin que muchos de sus habitantes lo sepan. El caso de Alberto Sánchez Pérez (Toledo, 8 de abril de 1895 – Moscú, 12 de octubre de 1962) es particularmente curioso. Su obra más reconocible se mostró por primera vez junto a otra todavía más icónica que quedaría asociada para siempre a su autor. El Guernica de Pablo Picasso y El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella de Sánchez se presentaron en sociedad al mismo tiempo. Fue en el Pabellón de la República Española de la Exposición Internacional de París 1937.

Casi 90 años después, ambas piezas comparten hogar: el Museo Reina Sofía de Madrid. Una es la joya de la corona del interior, otra la principal escultura del exterior. Aunque no es exactamente así, ya que la obra de Sánchez nunca dejó París y su rastro se perdió en extrañas circunstancias. La que vemos ahora en la plaza de Juan Goytisolo es una réplica del escultor valenciano Jorge Ballester elaborada en 1970. Una metáfora, quizá, de lo ocurrido con el legado de este artista: injusta e inexplicablemente extraviado.

Por suerte, y como se venía reivindicando desde sectores del mundo del arte, algo empieza a cambiar. Alberto Sánchez dispone desde este martes 28 de febrero de un espacio expositivo propio en su Toledo natal. Concretamente, en la Colección Roberto Polo (Corpo) del Centro de Arte Moderno y Contemporáneo de Castilla-La Mancha. La muestra está compuesta por nueve esculturas y 13 dibujos que se podrán apreciar en una sala bautizada con el nombre del autor. Afortunadamente, en paralelo a esta iniciativa, su obra y todo lo que nos dejó la Escuela de Vallecas siguen muy presentes en las calles de Madrid.

Una corriente entre lo surrealista y lo quijotesco

¿Que qué es eso de la Escuela de Vallecas? Podemos hablar quizá de una corriente quijotesca, comanda por Sánchez y el pintor Benjamín Palencia como Don Quijote y Sancho Panza (o viceversa). Una escena cultural surgida en Madrid en 1927 y abruptamente interrumpida en 1936 con el estallido de la Guerra Civil. La principal influencia era el surrealismo, aunque su propósito era que el conjunto de vanguardias que estaban transformando la manera de entender el arte en Europa penetraran en el arte español. Y hacerlo situando la meseta como esencia popular frente a la urbe.

Con mayor o menor implicación, por la Escuela de Vallecas pasaron escritores, pintores, escultores, arquitectos, fotógrafos, periodistas e intelectuales en general. Y aunque usamos el masculino genérico otra de sus máximos exponentes fue una mujer: la inolvidable Maruja Mallo. Por ahí pululaban también Pancho Lasso, Antonio Ballester, Jorge Oteiza o Enrique Climent. Con una participación más tangencial, pero cercanos a este ambiente de creatividad y faranduleo, cabe citar a Federico García Lorca, Miguel Hernández, José Bergamín o el poeta chileno Pablo Neruda.

Según el propio Sánchez se encargó de contar en su autobiografía, Palabras de un escultor, en aquella época Palencia y él se inspiraban dando largos paseos por la capital. Se citaban en Atocha, pero poco a poco iban dejando atrás el bullicio del centro para dirigirse a Villaverde, el Cerro Negro y esa Vallecas que dio nombre a su movimiento, con destino final en el Cerro Almodóvar.

De la influencia ibérica al exilio soviético

Paradójicamente, otra de las esculturas más representativas del artista descansa ahora en el centro neurálgico de Madrid. Sus Toros ibéricos se encuentran en pleno Paseo de la Castellana, en uno de esos contrastes que tanto le fascinaban: la ruralidad frente al imparable y salvaje crecimiento de la ciudad. Pocos lugares mejores para ilustrar esta tensión que el Museo de Escultura al Aire Libre de La Castellana, de acceso libre y situado bajo el paso elevado que une las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato.

Al igual que la obra que acoge a los visitantes del Reina Sofía, aquí destaca la verticalidad de unas figuras que apuntan al cielo madrileño. Otra de sus señas de identidad presentes es la capacidad para aglutinar más de un cuerpo en un solo conjunto: toro y vaquilla se entremezclan en una única pieza, aunque ambos elementos están bien delimitados.

Este y otros muchos trabajos de Sánchez están marcados por el impacto que le causaron las esculturas ibéricas en su primera visita al Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Fue la chispa que encendió una obra injustamente minusvalorada durante décadas, en gran parte debido a su exilio soviético en 1938. La dictadura franquista le mantendría lejos de su tierra natal, esa de la que tanto bebían sus creaciones, y acabaría muriendo en Moscú en 1962. Pero como artista quijotesco que fue no dejó de trabajar, ni de hacerlo con su país en la cabeza. En 1957 colaboró en los decorados de una adaptación soviética de la gran obra cervantina, dirigida por el reputado Grigori Kózintsev.

La recuperación de su figura comenzó cuando ya había fallecido. De nuevo fue en la capital, en la ciudad donde desarrolló su etapa de esplendor, la que aglutinaba lo que más amaba y lo que más le inquietaba de su país, la tierra castiza y la urbe desalmada. En 1970 se celebra la primera muestra antológica dedicada a su trayectoria en el Museo Español de Arte Contemporáneo (predecesor, precisamente, del Reina Sofía). Se expusieron dibujos, pinturas y esculturas que abarcaban toda su evolución artística. Se incluyó incluso la obra realizada en Rusia, casi desconocida en España en aquella época. 53 años después, vuelve a ser reivindicado. Ahora Alberto Sánchez toca lo más alto en Toledo, como ya lo hizo literal y figuradamente en Madrid.

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