Gata Cattana es una rapera que se ha batido el cobre lo mismo en locales de conciertos que en concursos de poesía. Nacida en Córdoba, formada en Granada y venida a Madrid para seguir rimando con compromiso político y social, la de Ana Isabel García es una carrera de las que se consideran brillantes sin siquiera haber publicado su primer largo. Incluso cinco años después de muerta.
Tiene sentido escribir en presente sobre ella porque su nombre es hoy constante en las calles de Madrid. Gata Cattana falleció por una complicación cardiaca en invierno de 2017 dejando un vacío enorme entre quienes la consideraban una voz necesaria. Su música sigue sonando (casi 90.000 oyentes mensuales en Spotify, por ejemplo) y su cara ilustra murales en Granada y en el barrio de la Concepción. Pero llama especialmente la atención cómo su firma es visible y está fresca en un montón de paredes de Madrid.
Me acuerdo de ella cuando escucho a Almeida decir que esta ciudad rinde “tributo de admiración” a la Legión y me pregunto si a este hombre le interesa saber lo que verdaderamente pertenece al imaginario de Madrid. La respuesta es, yo creo, que no. Parece evidente que inaugurar una enorme estatua legionaria y citar a Millán Astray para acaparar titulares es una provocación con vistas a las elecciones. Más allá del dislate urbanístico y paisajístico que es ir dejando chismes por la calle sin diálogo, criterio ni planificación, el asunto da para una reflexión sobre la memoria.
Mientras en la esfera de la política profesional la memoria sigue siendo una guerra civil disfrazada de guerra cultural (o viceversa, no sé), en Madrid hay gente que sale con un spray a pintar el nombre de una rapera cordobesa que murió hace cinco años para recordarnos, entre otras cosas, que la vida es eso que pasa por debajo del ruido. La comunicación de los partidos y poderes está diseñada para provocarnos emociones a base de repetir mensajes simples de tres o cuatro asuntos que, se supone, son los que atrapan nuestra atención, pero la cosa empieza a ser tan previsible y obscena como una película porno. Y cada vez más ajena a la realidad que pisamos.
Volvamos a nuestro querido alcalde. Hace no mucho quiso nombrar embajador de Madrid a un director de cine nacido en California que viene de vez en cuando a la capital a presentar alguna película. Desde los cronistas de la Villa hasta sus compañeros de Vox, mucha gente consideró aquella idea otra ocurrencia.
¿Quién podría ocupar ese cargo simbólico siendo fieles a lo que realmente se vive aquí? Voy a lanzarme a hacer una propuesta, a ver si hay alguien en el área de Cultura leyendo: los heavies de la Gran Vía. Tenemos un monumento vivo que son dos y que se mueven y caminan cada día hasta su pedestal, que son más de Madrid que los tres vuelcos del cocido, que no han matado a nadie ni han dado ningún golpe de estado. Los hermanos Alcázar nos representan mucho más que Tim Burton o un legionario y, en estos tiempos de búsqueda de la diferenciación, son una singularidad madrileña como ninguna. No es coña.
Gata Cattana es una rapera que se ha batido el cobre lo mismo en locales de conciertos que en concursos de poesía. Nacida en Córdoba, formada en Granada y venida a Madrid para seguir rimando con compromiso político y social, la de Ana Isabel García es una carrera de las que se consideran brillantes sin siquiera haber publicado su primer largo. Incluso cinco años después de muerta.
Tiene sentido escribir en presente sobre ella porque su nombre es hoy constante en las calles de Madrid. Gata Cattana falleció por una complicación cardiaca en invierno de 2017 dejando un vacío enorme entre quienes la consideraban una voz necesaria. Su música sigue sonando (casi 90.000 oyentes mensuales en Spotify, por ejemplo) y su cara ilustra murales en Granada y en el barrio de la Concepción. Pero llama especialmente la atención cómo su firma es visible y está fresca en un montón de paredes de Madrid.