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Sobre por qué poner vallas en un parque es una renuncia a las virtudes de la vida urbana

11 de septiembre de 2021 08:09 h

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Otra vez un pequeño parque de Malasaña sirve para explicar un gran fracaso. Hace unos días, Somos Malasaña daba la noticia: el distrito Centro se dispone a vallar el parque de Conde Duque. Un resumen para quienes sólo lean los primeros párrafos: esta minúscula zona verde, que ha estado cerrada años por unas obras que dos alcaldías de distinto signo fueron incapaces de rematar, vuelve a pasar por una mala racha, ahora como centro de reunión nocturna, pasto de basura y escenario de otras molestias diversas. El Ayuntamiento dice que es momento de cerrarlo y yo, que esa presunta solución es otro fallo del sistema.

El parque y sus asuntos no me pillan lejos. Sólo tengo que cruzar la calle para estar en él y, cuando ando por Madrid, la cruzo todos los días para pasar, en distintos momentos, varias horas junto con una perra que también ha tenido su pequeña presencia en estas páginas. Efectivamente, el parque está lleno botellas, cristales rotos, vasos y otros restos de botellón. Siempre ha sido un lugar de reuniones en torno a una bolsa de plástico llena de alcohol, pero desde el fin del toque de queda la cosa se ha ido de madre. También es hogar para personas que no tienen uno. Retrete para quienes no quieren entrar en un bar a vaciarse. Una cancha para practicar dos tipos de fútbol según la hora: uno normal y otro bastante más canalla. Una zona de juegos en la que cada vez se ven menos niños. Una pista de petanca donde, desde que llegó la pandemia y antes de la resurrección del jaleo, no están ya los mayores habituales. Un lugar al que la gente va con sus mascotas y no siempre recoge la mierda que dejan. Visto así, el parque es un nido de problemas pero cerrarlo me parece un fracaso. 

El fracaso está, para empezar, en no haber sido capaz de pensar en hacer otra cosa. No me refiero a poner más policías a vigilar, que no se ha hecho y que en cualquier caso sería como poner vallas pero con peor carácter y armas, sino a, por ejemplo, dejar más contenedores para la basura, reforzar la limpieza, o incluso plantearse algunas cuestiones sobre el ocio nocturno y sus conflictos. ¿Qué pasa cuando hay una cultura potenciada desde las administraciones de salir para beber y no hay sitio para hacerlo por eso del Covid-19? ¿Qué ocurre cuando se permite que una zona sea la cantina de toda una ciudad, un país o incluso un continente? ¿Qué sucede cuando en esa cantina no hay manera de consumir sin gastarse lo que alguien sin muchos ingresos no tiene?

El fracaso está en optar por la decisión fácil, barata y autoritaria de cerrar con llave los problemas de convivencia, en la torpeza de creer que una verja los soluciona y no los traslada de lugar, en la simpleza conceptual de la arquitectura hostil. ¿Encerramos todas las cosas que no funcionan o no nos gustan? ¿Metemos la porquería debajo de la alfombra? ¿Ponemos vallas por toda la ciudad?

El fracaso está también en el aplauso por parte de vecinos y comentaristas furiosos de los canales online, en la perpetuación de la actitud de policía de balcón, en la renuncia al pensamiento, a la comprensión y al diálogo, en la cesión voluntaria de la libertad a cambio de una promesa de orden que no se puede cumplir sin comprender de dónde y por qué vienen los desórdenes. ¿Desde cuándo vivir entre rejas es motivo de celebración?

Y el fracaso, sobre todo, está en la vandalización de lo público. La de los ciudadanos que destrozan la convivencia en el parque de Conde Duque pero también la de los gobernantes que van a vallarlo. Finalmente, la decisión de cerrar este pequeño parque retrata la tendencia generalizada de dejar que se pudra lo que es de todos para luego ponerle puertas y, así, se pierda posiblemente para siempre. En Madrid es algo que está muy presente: en la educación, en la sanidad, en el transporte y, como ejemplifica la última noticia del parque de Conde Duque, en el espacio público.

Tal y como están las cosas en este parque, cuesta ser tolerante. Pero es precisamente en situaciones así cuando hay que demostrar que se está dispuesto a hacer el esfuerzo. Porque, además, aquí suceden otras cosas muy positivas: el encuentro de gente de distintas edades y estratos sociales que se conoce, conversa y convive, la posibilidad de realizar distintas actividades sin barreras arquitectónicas que las separen ni mediaticen, la plasmación de virtudes y claves de la vida urbana como son la diversidad y la espontaneidad.

En Diseñar el desorden (Alianza, 2021), Pablo Sendra y Richard Senett exponen cómo y por qué los elementos materiales del espacio público influyen sobre las percepciones que tiene la gente de los demás, cuentan que las barreras son una frontera que nos encierra frente a los otros y demuestran que el aislamiento ni siquiera es una garantía de orden civil. Un buen ejemplo negativo de lo que propone el libro está a punto de ocurrir en el barrio. Poner vallas y horarios de entrada en el parque de Conde Duque es una renuncia a la vida urbana, a la vida en común.

Otra vez un pequeño parque de Malasaña sirve para explicar un gran fracaso. Hace unos días, Somos Malasaña daba la noticia: el distrito Centro se dispone a vallar el parque de Conde Duque. Un resumen para quienes sólo lean los primeros párrafos: esta minúscula zona verde, que ha estado cerrada años por unas obras que dos alcaldías de distinto signo fueron incapaces de rematar, vuelve a pasar por una mala racha, ahora como centro de reunión nocturna, pasto de basura y escenario de otras molestias diversas. El Ayuntamiento dice que es momento de cerrarlo y yo, que esa presunta solución es otro fallo del sistema.

El parque y sus asuntos no me pillan lejos. Sólo tengo que cruzar la calle para estar en él y, cuando ando por Madrid, la cruzo todos los días para pasar, en distintos momentos, varias horas junto con una perra que también ha tenido su pequeña presencia en estas páginas. Efectivamente, el parque está lleno botellas, cristales rotos, vasos y otros restos de botellón. Siempre ha sido un lugar de reuniones en torno a una bolsa de plástico llena de alcohol, pero desde el fin del toque de queda la cosa se ha ido de madre. También es hogar para personas que no tienen uno. Retrete para quienes no quieren entrar en un bar a vaciarse. Una cancha para practicar dos tipos de fútbol según la hora: uno normal y otro bastante más canalla. Una zona de juegos en la que cada vez se ven menos niños. Una pista de petanca donde, desde que llegó la pandemia y antes de la resurrección del jaleo, no están ya los mayores habituales. Un lugar al que la gente va con sus mascotas y no siempre recoge la mierda que dejan. Visto así, el parque es un nido de problemas pero cerrarlo me parece un fracaso.