Hay veces que la brecha generacional da la impresión de ser más una trinchera. Últimamente, son muchas esas veces, casi todas. Quienes somos mayores pero estamos cerca de jóvenes y adolescentes hacemos un equilibro difícil en la cuerda floja que cuelga sobre el desentendimiento y la aceptación. Mi impresión, después de muchas conversaciones con padres y profesores, es que tendemos a caer siempre al mismo lado. Al malo.
Los adolescentes y los jóvenes son vagos, pesimistas, están confusos, despistados y ni siquiera son capaces de colocar los platos en el lavavajillas. No tienen cultura del esfuerzo, no sacan la cabeza del móvil, no están preparados para enfrentarse a los retos que vienen. Ya. ¿Y tú sí? ¿Y yo qué?
La música es una buena manera de permanecer conectado a lo que pasa y lo que se siente ahora. Pero en eso los mayores tampoco nos esforzamos demasiado. No soportamos el reggaetón y no dejamos de proclamarlo aunque nadie nos pregunte; no terminamos de saber qué es el trap; nos resulta un sacrilegio el autotune y, como les pasaba a nuestros padres, la música rabiosa nos parece ruido y la electrónica, una excusa para drogarse. Cuando aparece algo que trasciende y nos vemos obligados a conocer, como Rosalía, nos reímos primero del galimatías semántico y luego hacemos textos sesudos con referencias a filósofos alemanes para explicárselo a los chavales, que si no fuera por nosotros no se enterarían de nada.
Estamos desconectados y enfadados con nuestro mocerío; como ha pasado casi siempre, sólo que ahora vamos de modernos y enrollados. Lo raro, con la cantidad de viejos rockeros que hay en cartel, es que no se conozca canción de ira viejuna contra la torpeza adolescente (no, Smells Like Teen Spirit no va del aroma de las hormonas juveniles). De las otras, sigue habiendo para elegir.
Madrid siempre ha sido fértil en música que narra el descontento e incluso los conflictos urbanos de diversas maneras. De Burning y Leño al Club de los Poetas Violentos y Sindicato del Crimen; de Los Chichos y Los Chunguitos a La Uvi y TDK; de Aviador Dro y Esplendor Geométrico a Obús y Hamlet
Ahora hay también muchísima, a pesar de que hay menos tiempo que nunca para hacer algo que no sea buscarse precariamente la vida. El Jincho, Natos y Waor, Cráneo, VVV [Trippin’ You], Accidente… Podría hacer una lista muy larga, podría hacerme el listo, pero prefiero aprovechar que Biznaga saca disco.
“Ahora, más que nunca, morir parece dulce. Dejar de existir sin pena a medianoche, a oscuras, escuchando volar la música de otra generación perdida. Aquí, donde crecen los jóvenes como espectros”. “Digitales chicos acelerados para el domingo, pobres con fibra, más móvil, más fijo. Los bolsillos rotos por el peso del vacío y en los ojos, brillo pálido de antidepresivos”. “A toda esa gente en edad de pirarse a un PAU o tirarse de un puente sin decir ni chao, la que se pierde hasta con Google Maps y la atrapada en el ascensor social. Lo que no pudimos hacer aún es posible tal vez, un beso frustrado y esta canción de amor”. “Yo quiero ver Madrid arder, tal vez así consiga emocionarme. No digas más joder, no sé, están pasando cosas en la calle. ¿Felices 20? ¿Sí o qué? Mira qué fantasía, qué desastre. Aún quedan torres por caer, vienen tiempos nuevos y salvajes”.
Son letras de La escuela nocturna, Domingo especialmente triste, Contra mi generación y Madrid nos pertenece, cuatro de las canciones de Bremen no existe. Biznaga, que no son jovencísimos ni tampoco todos nacidos en Madrid, son los perfectos cronistas de esta Villa tan imperfecta, de sus miedos y miserias, de su asco y su furia y de la frustración de un par de generaciones que no sólo tienen que joderse con la desnortada sociedad que nos ha ido quedando, sino que encima deben soportar que les hagamos sentir que son ellos los que tienen la culpa.
Escribe Amador Fernández Savater en Habitar y gobernar (NED, 2020): “El amor y la atención están muy relacionados: ponemos atención en aquello que amamos y por eso somos capaces de percibir sus detalles”. Lo hace citando a Lawrence de Arabia como observador atento y por eso amante de los árabes y se refiere a una actitud de resistencia que nos puede salvar: fijarnos en los detalles, en lo cotidiano, también en lo que no encaja, incluso en lo que nos desagrada. Detenernos, observar, percibir, conmovernos.
Haríamos muy bien en escuchar a esas generaciones y a sus individuos. Y haríamos aún mejor metiéndonos en el pogo con ellos a compartir sudor y caídas, golpes, coros y puños en alto. Nos vemos ahí.
Hay veces que la brecha generacional da la impresión de ser más una trinchera. Últimamente, son muchas esas veces, casi todas. Quienes somos mayores pero estamos cerca de jóvenes y adolescentes hacemos un equilibro difícil en la cuerda floja que cuelga sobre el desentendimiento y la aceptación. Mi impresión, después de muchas conversaciones con padres y profesores, es que tendemos a caer siempre al mismo lado. Al malo.
Los adolescentes y los jóvenes son vagos, pesimistas, están confusos, despistados y ni siquiera son capaces de colocar los platos en el lavavajillas. No tienen cultura del esfuerzo, no sacan la cabeza del móvil, no están preparados para enfrentarse a los retos que vienen. Ya. ¿Y tú sí? ¿Y yo qué?