“Se nos olvida casi todo en la vida, pero donde comprábamos las chuches lo recordamos siempre”

Diego Casado

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La felicidad asociada a los pequeños bocados de azúcar, anís o chocolate establece un vínculo afectivo indeleble, que perdura con los años aunque nos hagamos mayores, y que se vuelve a despertar cada vez que pasamos por uno de esos escaparates que rebosan golosinas. El próximo 30 de julio baja la persiana una de esas muchas tiendas que han repartido chuches durante décadas en Madrid, la de Marisa. Los que hayan crecido cerca del Parque Móvil o hayan estudiado en el Colegio San Cristóbal conocerán seguro a esta leonesa que lleva desde hace 31 años repartiendo frutos secos, regalices, bollos, helados y caramelos.

El ritual de compra en su tienda ha variado poco en las tres décadas que lleva despachando: una niña o un niño entra con una moneda en su mano y empieza a inspeccionar el mostrador, pensando en lo que se va a llevar a la boca en cuanto llegue al parque. “Marisa, ¿puedo comprarme un huevo de chocolate?”, dice mientras empieza a llenar la bolsa. “Para eso no te llega, si quieres tienes esto de aquí”, le va ayudando la tendera. Al final, paga, le dan las vueltas, aferra la bolsa llena de dulces de colores y sale con una sonrisa.

Marisa (Valdevimbre, León, 1956) llegó a la Mancomunidad de San Cristóbal en 1990. Al principio, su idea era montar un asador de pollos en el local junto a una amiga, pero las dificultades para abrir una salida de humos le hizo cambiar de opinión y apostar por el negocio de los frutos secos, que era lo que habían puesto en este espacio después de que el estado vendiera todas las propiedades a sus dueños. De repente, se vio rodeada de niños, después de haber pasado muchos años cuidando de ancianos en una residencia, su anterior trabajo.

“Los niños te dan mucha vitalidad, aunque a veces te hagan alguna trastada”, confiesa en conversación con Somos Chamberí a pocos días de su jubilación. A estas alturas se ha despedido ya de medio barrio y ha tenido tiempo para pensar en sus más de tres décadas dando de merendar a los más jóvenes de la plaza. ¿Qué ha cambiado en este tiempo? En la actualidad se despachan cosas muy distintas a las de los noventa: “Entonces se vendía mucha bollería, bollicaos, donuts, triángulos rellenos de chocolate… el reparto tenía que venir antes del recreo porque si no se montaba”, recuerda Marisa.

En cada parón de clases -hora punta en su tienda- los niños acudían en masa con las 100 pesetas que les habían dado sus padres y arrasaban con las decenas de bollos que habían llegado esa mañana. También la compraban los adultos, fuera del horario escolar. “En los años noventa se consumía muchísima bollería”, cuenta la leonesa.

“¿Qué tienes que sea sano?”

Hoy, la bollería industrial apenas llama la atención. El reparto diario de Panrico, la compañía que le suministra, ha pasado a ser semanal. “Ahora es otro mundo distinto, los niños vienen en los recreos y en las meriendas y me preguntan: ¿Qué tienes que sea sano?”. Marisa afirma que lo hacen porque se lo dicen las madres, que son las que se preocupan del valor nutricional de lo que comen sus hijos. Lo que más vende son los panes de pipa, algún tipo de galletas, frutos secos... y últimamente completa los ingresos como punto de recogida de paquetería de las tiendas online. Vender chuches de 11.00 a 21.30 todos los días, solo parando los sábados, no sirve para hacerte rico.

Pese a la búsqueda de lo saludable, también hay otros alimentos que no lo son tanto pero que triunfan hoy en su tienda, como las palomitas o los perritos calientes a un euro, que Marisa despacha en una sencilla máquina con el mismo proveedor que suministraba a la desaparecida cadena de cafeterías Nebraska. “El tipo de salchicha es lo que hace que le guste a la gente”, afirma segura mientras nos da a probar. Están buenísimos.

La tienda de Marisa, ahora en traspaso, es una rara avis en la particular mancomunidad donde se asienta, un grupo de propietarios que nació en los ochenta después de que el Estado vendiera sus viviendas y locales a los trabajadores del Parque Móvil, lo que conformó una especie de pequeño pueblo en mitad de Chamberí, donde solo han quedado tres comercios en su interior. En su local antes había una de las sastrerías de Palomeque, centenario negocio de confección que tejía los uniformes de los conductores del parque ministerial.

“Conozco a los niños de esta zona desde que nacen, son como si fueran de mi familia, luego acaban creciendo, se hacen padres también y traen a sus niños al colegio y a la tienda”, explica. Como buena vendedora, Marisa conoce bien a sus principales clientes: “Me sé el nombre de muchísimos niños, no el de la mayoría de padres. Para mí siempre son el papá de o la mamá de”.

El cariño de Marisa hacia sus pequeños clientes es recíproco, aunque en alguna ocasión le hayan hecho rabiar. El último día de curso, decenas de niños le organizaron su propia despedida antes de las vacaciones. Ya sabían que se jubilaba y le prepararon un gran cuaderno lleno de dibujos, mensajes de cariño y fotos. Además, le entregaron un ramo de flores y le rodearon de ovaciones y aplausos. La tendera se emocionó. “Es muy bonito que la gente te quiera, sobre todo que te quieran los niños”, cuenta mientras enseña orgullosa los regalos que recibió.

“Se nos olvida casi todo en la vida, pero donde compramos las chuches lo recordamos siempre. Todo el mundo recuerda cómo se llamaba la persona que te los vendía”, afirma. “Yo suelo bromear diciendo que esta es un poco mi inmortalidad, la gente que ha pasado por aquí contará a sus hijos que compraban los dulces en la tienda de Marisa”.

Uno de los escritos que recibió es buena muestra de la relación de afecto que le une a su clientela. Dice así: “Desde mi infancia recuerdo los domingos después de misa ir a comprar pistachos y chuches, en mi adolescencia comprar pipas y Coca Cola, y de mi época de mamá lo primero que aprendieron mis niños fue ir a la tienda de Marisa (...) te vamos a echar mucho de menos; pasa de vez en cuando por estos jardines para que veas a tus niños, lo grandes que se han hecho”.